Santificador.
Pero la misión del obispo
no se limita al ministerio de la predicación.
Después de la doctrina hay
que dar las realidades de la vida nueva. La
Iglesia no es una simple escuela donde el hombre recibe la verdad; en ella
renace el hombre a la santidad, es animado por el Espíritu Santo y recibe el
alimento divino de esta nueva vida.
Es preciso que sea incorporado a Jesucristo viniendo a ser en Jesús hijo
adoptivo de Dios y miembro de su Hijo natural, a fin de que viva de su Espíritu.
Sabemos ya que estas
misteriosas y eficaces influencias de Jesucristo
en sus miembros son consecuencia de su sacrificio perpetuamente eficaz en los
sacramentos; sabemos el orden y las relaciones que existen entre los
sacramentos.
La eucaristía es su centro, porque es el sacrificio mismo de Jesucristo
siempre presente. El bautismo, regenerando al hombre, crea en él la aptitud
para este alimento celestial. La confirmación remata y consuma la obra del
bautismo. La penitencia repara esta obra a todo lo largo de la vida cristiana,
y la extremaunción viene a sostenerla en los últimos asaltos por los que el
enemigo trata de destruirla a la hora de la muerte.
El obispo es el ministro
principal de los sacramentos en su Iglesia.
Él bautiza; él marca al
bautizado con el sello del Espíritu Santo.
Él celebra la sagrada
eucaristía, que es el centro de toda la economía sacramental.
En el altar es ciertamente donde aparece como cabeza de su pueblo. En el
altar opera en medio de este pueblo el misterio de vida; él es su distribuidor,
y todos reciben de él el alimento divino, porque «sólo ha de tenerse por válida»,
en sus frutos, «aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por quien de él
tenga autorización»[1].
En el altar es el obispo
el centro de la comunión eclesiástica, cuyo fondo sustancial es la comunión
eucarística; porque los fieles no están en aquélla sino por el derecho habitual
que tienen a ésta (cf. I Cor. X, 17)[2].
Tanto las Constituciones apostólicas como el Pontifical
romano, enunciando las sublimes
atribuciones del obispo, enseñan que debe
ofrecer y consagrar[3]:
esta es, sin duda alguna, en medio de su pueblo, su primera y más augusta
función.
Le veremos luego como
médico caritativo, curar las almas enfermas con «la palabra de reconciliación»
(II Cor. V, 19). Le veremos, como
pastor misericordioso, ir en busca de la oveja perdida, traerla al redil y
abrirle las puertas que ella misma se había cerrado con su infidelidad.
Como ministro del altar y
sacrificador, abrirá, sin cesar las fuentes de vida y de santidad que brotan del
altar y del sacrificio del Cordero inmolado, y derramará por todas partes la
santidad y la bendición.
Por esta misma razón la oración del obispo tiene tanta fuerza y tanta dignidad,
que en el misterio de la unidad contiene la oración de su pueblo, la concluye y
la consagra.
La Iglesia que recibe por él los dones de Dios, dirige por él sus
súplicas a Dios, por él hace que se eleven al cielo la alabanza y la bendición,
por él tributa sus acciones de gracias.
Tal es el misterio de la oración litúrgica, de esa oración pública que
es el acto cotidiano y perpetuo de la Iglesia. Es el coloquio incesante del Esposo
y de la Esposa de que se habla en los libros sagrados.
La oración litúrgica y
toda asamblea en que se celebra, es así como una continuación de la celebración
de los misterios eucarísticos, que constituye el vínculo del nuevo pueblo y la
acción principal que reúne a los cristianos.
Es, según el antiguo
lenguaje, la sinaxis o comunión de la
mañana, de la tarde y de las vigilias sagradas.
Así estas asambleas revisten un carácter singularmente venerable y son
grandemente recomendadas por los padres de la Iglesia. San Pablo exhorta a los
fieles a no «desertar de ellas» (Heb. X, 25). Los doctores y los concilios usan
el mismo lenguaje, y este punto de la tradición merece toda nuestra atención.
La oración individual es algo grande, a no dudarlo: es el deber del
hombre y del cristiano.
La oración asociada es todavía más recomendable y constituye el mérito
de todas las asociaciones piadosas abiertas a los fieles.
Pero, como dice san Ignacio de Antioquía, «porque si la oración de uno o
dos» y la de toda agrupación de fieles formada por su simple voluntad y por el
impulso de su piedad «tiene tanta fuerza, ¡cuánto más la del obispo juntamente
con toda la Iglesia!»[4], es decir, el acto suplicante del cuerpo jerárquico y de la esposa de Jesucristo.
San Cipriano da la misma
enseñanza: «El gran sacrificio ofrecido
a Dios, dice, es la paz de nuestras asambleas y el pueblo unido a su obispo»[5].
Este gran sacrificio de la oración litúrgica es un sacrificio perpetuo y
esta unión del obispo y del pueblo en que es ofrecido, no sufre interrupción.
Porque si la asamblea no puede tener siempre lugar por la unión material de los
miembros de la Iglesia en torno a la cátedra episcopal, si algunos de ellos no
pueden acudir a ella todos los días, sin embargo, el lazo invisible de la comunión
eclesiástica sigue agrupando a los miembros de la Iglesia en la oración litúrgica
en que toman parte dondequiera que se hallen.
Tal es el origen y la sustancia de las horas canónicas. Los sacerdotes
conservan en ellas la prerrogativa de su orden, como lo veremos en su lugar;
pero, ya presidan con el obispo, ya suplan su presencia a la cabeza de la
asamblea, ya celebren solitarios la oración sagrada, le están siempre unidos.
Todos los clérigos ofrecen a Dios este tributo en la comunión del obispo, y
dondequiera que cumplan este deber, lo hacen en nombre del pueblo y lo representan en esta acción.
Los fieles tienen parte en ella por su título mismo de cristianos y de
miembros de la Iglesia; tienen derecho a unirse a ella expresamente y son invitados
a hacerlo activamente, ya con sagradas salmodias, ya, como lo enseñaba san Cipriano[6]
y lo practican todavía los iletrados en los monasterios, por la oración
dominical repetida en las horas canónicas, ya por alguna fiel y afectuosa
adhesión del alma.
¿Qué objeto más digno de la piedad de los cristianos que esta incesante
oblación de la oración eclesiástica, en la que están llamados a tomar una parte
cada vez más activa? Es como la respiración sagrada de la Iglesia y el
movimiento misterioso de su vida. Por esta razón el obispo —de quien, en su
calidad de cabeza, dependen todos los impulsos que se extienden luego a los
miembros — preside esta oración en el secreto de la comunión eclesiástica. Como centro de esta comunión reúne en un
solo haz «los votos y las súplicas de todos; por él las tribulaciones de los
pueblos, los peligros de las naciones, los gemidos de los cautivos, los
desamparos de los huérfanos, las debilidades y languideces de los enfermos y de
los desesperado, los desfallecimientos de los ancianos, los santos deseos de
los jóvenes, los votos de las vírgenes, las lágrimas de las viudas»[7] cobran voz y se elevan al cielo. Él reúne las adoraciones, las
alabanzas y las acciones de gracias de todos. La Iglesia es un coro, dice san
Ignacio; el obispo preside sus conciertos, que, a semejanza de los conciertos de los cielos, no cesan de
día ni de noche. O más bien, según el mismo doctor, la Iglesia es un arpa
divina: los sacerdotes, y por ellos los fieles, se unen al obispo como las
cuerdas de la lira se unen al leño del instrumento que las agrupa, y en esta
unión de las almas y de las voces, al son de esta lira de la Iglesia, el Espíritu Santo canta a Jesucristo[8].
Así el obispo aparece
siempre como el centro de la unidad de la Iglesia, centro de donde irradian
sobre ella la vida y la santidad, a la vez que se nos muestra como sacrificador
en el altar, como ministro de los sacramentos, todos los cuales, a su manera,
dependen del sacramento principal del altar, y como cabeza de la oración del
pueblo fiel, la cual a su vez se refiere y se une al sacrificio. El obispo
preside este misterio y es el santificador de su pueblo.
[1] San Ignacio, Carta a los Esmirniotas 8;
PG 5, 713.
[2] Id.
Carta a los Filadelfios 4; PG 5, 700:
"Poned, pues, todo ahínco en usar
de una sola eucaristía; porque una sola carne de nuestro Señor Jesucristo y un
solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay sino un
solo obispo, juntamente con el colegio de presbíteros y con los diáconos,
consiervos míos».
[3] Constituciones apostólicas, l. 8, c. 5; PG 1, 1074; Funk, Didascalia et
Constitutiones Apostolorum, t. I, Paderborn, 1905, p. 476: «Señor
todopoderoso, por tu Cristo hazle
participar en tu Espíritu Santo para que tenga el poder que te agrade con la
dulzura y pureza de corazón, constantemente, a fin de ofrecerte, sin falta ni
reproche, el sacrificio puro e incruento, que por Cristo estableciste como misterio de la nueva alianza, en suave
olor, por tu santo Hijo, Jesucristo,
nuestro Dios y Salvador.» Pontifical
romano, consagración de un obispo: «El obispo debe juzgar, explicar (la
Escritura), consagrar, ordenar, ofrecer (la eucaristía), bautizar y confirmar.»
[6] San Cipriano, después de exponer la oración
dominical como la forma principal y habitual de la oración de los cristianos,
designa para su rezo por el pueblo fiel las horas de tercia, de sexta, de nona,
de la aurora o de laudes, de vísperas y de las vigilias de la noche: La oración del Señor 34-36; PL 4,
541-543.
También la Didakhé habla de la oración dominical
recitada «tres veces al día» por los primeros cristianos, seguramente a las
horas tradicionales de la oración judía, a las horas tercia, sexta y nona.
[8] San
Ignacio, Carta a los Efesios 4; PG 5, 648: «Vuestro presbiterio digno del nombre
que lleva, digno otrosí, de Dios, así está armoniosamente concertado con su
obispo como las cuerdas con la lira. Pero también los particulares o laicos
habéis de formar un coro, a fin de que, unísonos por vuestra concordia y
tomando, en vuestra unidad, la nota tónica de Dios, cantéis a una voz al Padre
por medio de Jesucristo".