miércoles, 2 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. VI (III Parte)

Otra forma de la institución.

Pero es evidente que en la práctica este modo no es aplicable en todos los casos.
¿Cómo exigir que los obispos que se hallan lejos de las sedes principales se trasladen a grandes distancias para recibir de su cabeza jerárquica la imposición de las manos, o que éste emprenda el mismo camino para conferírsela? ¿Había que exponer a los pueblos, sobre todo en los primeros tiempos de la iglesia, a los peligros de largas  vacantes en las sedes que habría impuesto una ley tan rigurosa?
Ya hemos dicho que la institución propiamente dicha puede separarse de la ordenación. Podía darse, por tanto, que retrasando ésta hasta el día en que la cabeza misma del episcopado pudiera pronunciarse personalmente, se aguardara de este último la institución, que a su vez haría legítima la ordenación.
Pero, en la mayoría de los casos, no se habrían podido establecer fácilmente estas comunicaciones entre lugares muy distantes y en todo caso siempre habrían motivado largas dilaciones y peligros.
Hay que notar que aquí apenas si  se trata de los obispos de las sedes inferiores. Los metropolitanos podían siempre fácilmente celebrar o autorizar la ordenación e instituirlos en el acto mismo de su consagración. De manera análoga, los metropolitanos cuyas sedes se hallan situadas no lejos de los patriarcas eran comúnmente ordenados por éstos. El obispo electo de Ravena debía trasladarse a Roma para recibir allí la imposición de las manos[1]; asimismo, el de Tiro se presentaba al patriarca de Antioquía.
Pero en el caso de los metropolitanos más alejados de estos centros y de los patriarcas mismos, la naturaleza de las cosas y la necesidad dieron lugar a otra práctica.
Aunque también aquí hay que reconocer una nueva aplicación de la ley de la suplencia, tantas veces recordada en este tratado. En ausencia de la cabeza, intervendrá el colegio.
El colegio de los obispos de la provincia, es decir, los obispos más próximos, se reunían, pues, en torno a la sede metropolitana vacante y el más antiguo de ellos, asistido por sus hermanos, ordenaba al obispo de dicha sede principal y así en su persona se procuraban una cabeza con dependencia del patriarca. Los obispos sufragáneos del patriarca, por una aplicación de la misma disciplina, ordenaban a éste, estando siempre sometidos en esta acción a la autoridad suprema del Soberano Pontífice[2].

De esta manera se cuidaba sin tardar del ministerio de aquellas Iglesias en que la  prolongación de la sede vacante tenía para el pueblo cristiano inconvenientes tanto más graves cuanto más vasto era el territorio cuyo centro constituían.
Pero tal ordenación del metropolitano por los sufragáneos no dejaba de tener su lado flaco y caduco. La acción de los miembros que suplen a su cabeza tiene por su naturaleza misma cierto carácter de subordinación; los miembros obran por provisión, en virtud de una presunción: presumen la accesión de su cabeza, siempre propicia a un acto razonable y hecho necesario por las circunstancias. Pero no pueden sustraer este acto al juicio de la cabeza, que aceptándolo debe hacerlo sólido y definitivo. Le están siempre sometidos, pero sobre todo cuando obran en su lugar y pretenden suplirlo es cuando su acción reclama, por una necesidad más imperiosa, la aprobación de dicha cabeza. Es preciso que éste, aceptando tal acto, lo haga suyo con su ratificación; es preciso que por su consentimiento auténtico lo confirme y le dé la debida solidez[3].
Ahora bien, ¿cómo se administraba esta confirmación? ¿Cómo se ejercía esta prerrogativa esencial de la cabeza?
Aquí hay que recordar el sentido de un término de la lengua canónica de la antigüedad.
En la segunda parte hemos expuesto que desde los tiempos apostólicos y durante largos siglos se daba el nombre de comunión a lo que hoy se llama jurisdicción, por oposición al orden propiamente dicho y al carácter solo, conferido por el sacramento. Se trata de esa comunión jerárquica, distinta en cada grado y que no se debe nunca confundir con esa otra comunión entendida en sentido lato, que no es sino la parte de vida que recibe el fiel por su incorporación al cuerpo místico de Jesús.
Así, dar la comunión jerárquica o negar tal comunión es sin duda alguna para el superior conferir o negar la jurisdicción; retirar esta comunión equivale a deponer al inferior y retirarle su parte de jurisdicción.
La comunión jerárquica, sinónimo perfecto de la jurisdicción de los modernos, es, en efecto, tal como es dado por la cabeza y recibida par los miembros. A decir verdad, es la vida misma del cuerpo entero de la Iglesia que procede del centro y se comunica a las extremidades[4].
El vicario de Jesucristo es ese centro visible de donde fluye inmediatamente la comunión episcopal y con ella la potestad de los pastores[5]. La palabra paz tenía este sentido místico y significaba la comunión que pone el orden en todas partes. En los antiguos monumentos se representaba a san Pedro presidiendo este  misterio de unidad y de vida bajo este símbolo de la paz. San Pedro recibía de Cristo un libro en el que se hallaba inscrita la palabra pax, o lex, y en las inscripciones que explicaban esta imagen se  leía, indiferentemente: «Cristo dé la paz», «Cristo dé la ley».
Así, comunicar el Papa con un obispo es darle la autoridad y la misión; pero comunicar el obispo con el Papa es recibir de él esa misma autoridad y esa misma misión.
Aquí, en el término comunicar hay dos sentidos relativos muy claros y manifiestamente opuestos; y en una misma comunión del Papa y del episcopado, el Papa da y los obispos reciben[6].
Así, para rechazar a un obispo no tienen los Papas términos más fuertes que el de intimarle que lo separan de su comunión y, consiguientemente, de todo el cuerpo episcopal[7], esto basta y significa no poco. Los obispos de las grandes sedes, después de haber solicitado instantemente esta comunión, tiemblan por el temor de perderla, ya que toda su dignidad depende de ella; hasta tal punto es cierto, que el término de comunión dada o denegada es con toda verdad y plenamente el equivalente de la colación o retirada de la jurisdicción.
Después de lo dicho queda claro que la comunión de los obispos entre sí en la igualdad de su sacerdocio no era sino una secuela de la comunión dada por la cabeza y recibida por los miembros. Todos juntos se reconocían hermanos y colegas porque todos tomaban de la misma fuente la sustancia de su autoridad; y de esta manera, después de estos dos sentidos de la comunión dada por el superior, que significaba la colación de la jurisdicción, y de la comunión recibida por el inferior, que significaba esta jurisdicción en cuanto emanada de la fuente y subordinada a su cabeza, había como un tercer empleo de la palabra comunión entre los hermanos y los iguales, para significar la comunidad y la unidad de vida que establecía y mantenía entre ellos la unidad  de la fuente, de la que todos se surtían por igual.
No creemos necesario insistir en los diferentes sentidos de la palabra comunión admitidos corrientemente en la antigüedad: fluyen de la naturaleza misma de la comunión jerárquica y de la de todos los términos relativos; y como éstos explican nociones opuestas según las personas a quienes se apliquen, es necesario que la misma comunión, al derramarse por todo el cuerpo de la Iglesia, sea una cosa en la cabeza con respecto a los miembros y otra en los miembros con respecto a la cabeza, y finalmente otra en los miembros entre sí: superioridad en el que la da, inferioridad en los que la reciben, igualdad entre éstos en el vínculo que los liga a la misma cabeza.
En vano, por tanto, los enemigos de la jerarquía han usado en forma equívoca un término tan claro en sí mismo y tan claramente entendido por la antigüedad.
Pretendieron reducirlo a esta tercera acepción que se da entre iguales. Han pretendido que no se trató nunca sino de mantener la sociedad fraterna que existe entre los obispos y que las cartas dirigidas al Soberano Pontífice por los obispos de las grandes sedes para pedirle su comunión y su propia confirmación como una misma y única cosa, así como las cartas de los Papas a dichos obispos admitiéndolos en su comunión, no tenían otro objeto que el de cumplir mediante esta correspondencia con un deber de cortesía, expresión de la caridad cristiana[8].



[1] Anastasio el Bibliotecario (817?-897), Historia de la vida de los Romanos Pontífices, n. 82 (sobre san León II); PL, 128, 847: «A la muerte del arzobispo (de Ravena), vaya el elegido a consagrarse a Roma, según la antigua costumbre.”

[2] Concilio de Nicea (325), can. 4.

[3] Id., Carta al obispo de Alejandría; Labbe 2, 251.

[4] San Celestino I (422-432), Carta 11, a san Cirilo de Alejandría, 3-4; PL 50, 463: «Sepa (Nestorio) que no puede tener nuestra comunión si, en oposición con la doctrina apostólica, persiste en el camino de su maldad... Dentro de los diez días que sigan al de su proceso, rechace con una profesión escrita sus falsas doctrinas; si no lo hace, tu Santidad avisará de ello inmediatamente a su Iglesia para que ésta sepa de todas maneras que debe ser expulsado de Nuestro cuerpo

[5] San Félix III (483-492), Carta 13, a Flaviano, obispo de Constantinopla; PL 58, 972; Labbe 4, 1809: «Que está regularmente destinado a la Sede apostólica, por la cual, gracias a Cristo, es consolidada la dignidad de todos los obispos (sacerdotumId. carta 12, al emperador Zenón; PL 58, 969; Labbe 4, 1087: “Él (Eufemio de Constantinopla), que se pretende promovido al episcopado, desea el apoyo (de la sede Apostólica), de donde, según el deseo de Cristo, dimana abundantemente la entera gracia de todos los pontífices.» San Nicolás I (858-867), Carta a todos los fieles y obispos de Oriente, en Alatius, El consentimiento perpetuo de la Iglesia de Occidente y de Oriente, Colonia, 1648, col. 544: «La autoridad de la sede apostólica brilla con resplandor supremo cuando sus adversarios mismos se ven, a su pesar, obligados a recurrir a ella; porque están muy cerca de saber que todo lo que hacen (por ejemplo, a propósito de la deposición de san Ignacio de Constantinopla y de la promoción de Focio) no tiene valor alguno, a menos que sea confirmado por el Romano Pontífice.” Esteban V (885-891), Carta 1, al Emperador Basilio; PL 129, 789: «La institución de todos los obispos (sacerdotium) que hay en el mundo recibió su origen de Pedro, príncipe de las Iglesias.»

[6] San Bonifacio I (418-422), Carta 15, a Rufo y a los obispos de Macedonia... 6; PL 20, 783: «Nadie puede dudar de que Flavio ha recibido la gracia de la comunión; habría estado privado de ella para siempre si no hubieran ido de aquí las pruebas escritas.»

[7] San León I (440-461), Carta 50, a las gentes de Constantinopla, 1 PL 54, 2,43: «Porque quienquiera que ose apoderarse del episcopado mientras vuestro obispo Flaviano goce de salud y esté todavía en vida, no tendrá nunca nuestra comunión ni podrá ser contado entre los obispos.»

[8] Febronio (Nicolás de Hontheim, 1701-1790), Nouvelle défense contre le P. Zaccaria, disc. 8, c. 1, § 2 (Del estado de la Iglesia), t. 4, p. 195. Cf. Pedro de Marca (1662), La bonne entente du sacerdoce et de l'empire, l. 6, c. n. 2, París 1704; col. 858.