Otra forma de la institución.
Pero es evidente que en la
práctica este modo no es aplicable en todos los casos.
¿Cómo exigir que los obispos que se hallan lejos de las sedes
principales se trasladen a grandes distancias para recibir de su cabeza jerárquica
la imposición de las manos, o que éste emprenda el mismo camino para conferírsela?
¿Había que exponer a los pueblos, sobre todo en los primeros tiempos de la
iglesia, a los peligros de largas
vacantes en las sedes que habría impuesto una ley tan rigurosa?
Ya hemos dicho que la
institución propiamente dicha puede separarse de la ordenación. Podía darse, por
tanto, que retrasando ésta hasta el día en que la cabeza misma del episcopado
pudiera pronunciarse personalmente, se aguardara de este último la institución,
que a su vez haría legítima la ordenación.
Pero, en la mayoría de los
casos, no se habrían podido establecer fácilmente estas comunicaciones entre
lugares muy distantes y en todo caso siempre habrían motivado largas dilaciones
y peligros.
Hay que notar que aquí apenas si
se trata de los obispos de las sedes inferiores. Los metropolitanos podían
siempre fácilmente celebrar o autorizar la ordenación e instituirlos en el acto
mismo de su consagración. De manera análoga, los metropolitanos cuyas sedes se
hallan situadas no lejos de los patriarcas eran comúnmente ordenados por éstos.
El obispo electo de Ravena debía trasladarse a Roma para recibir allí la imposición
de las manos[1]; asimismo, el de Tiro se presentaba
al patriarca de Antioquía.
Pero en el caso de los metropolitanos más alejados de estos centros y de
los patriarcas mismos, la naturaleza de las cosas y la necesidad dieron lugar a
otra práctica.
Aunque también aquí hay que reconocer una nueva aplicación de la ley de
la suplencia, tantas veces recordada en este tratado. En ausencia de la cabeza,
intervendrá el colegio.
El colegio de los obispos de la provincia, es decir, los obispos más
próximos, se reunían, pues, en torno a la sede metropolitana vacante y el más
antiguo de ellos, asistido por sus hermanos, ordenaba al obispo de dicha sede
principal y así en su persona se procuraban una cabeza con dependencia del patriarca.
Los obispos sufragáneos del patriarca, por una aplicación de la misma disciplina,
ordenaban a éste, estando siempre sometidos en esta acción a la autoridad suprema
del Soberano Pontífice[2].
De esta manera se cuidaba
sin tardar del ministerio de aquellas Iglesias en que la prolongación de la sede vacante tenía para el
pueblo cristiano inconvenientes tanto más graves cuanto más vasto era el
territorio cuyo centro constituían.
Pero tal ordenación del metropolitano por los sufragáneos no dejaba de
tener su lado flaco y caduco. La acción de los miembros que suplen a su cabeza
tiene por su naturaleza misma cierto carácter de subordinación; los miembros
obran por provisión, en virtud de una presunción: presumen la accesión de su
cabeza, siempre propicia a un acto razonable y hecho necesario por las
circunstancias. Pero no pueden sustraer este acto al juicio de la cabeza, que
aceptándolo debe hacerlo sólido y definitivo. Le están siempre sometidos, pero
sobre todo cuando obran en su lugar y pretenden suplirlo es cuando su acción reclama,
por una necesidad más imperiosa, la aprobación de dicha cabeza. Es preciso que
éste, aceptando tal acto, lo haga suyo con su ratificación; es preciso que por
su consentimiento auténtico lo confirme y le dé la debida solidez[3].
Ahora bien, ¿cómo se administraba esta confirmación? ¿Cómo se ejercía
esta prerrogativa esencial de la cabeza?
Aquí hay que recordar el sentido de un término de la lengua canónica de
la antigüedad.
En la segunda parte hemos
expuesto que desde los tiempos apostólicos y durante largos siglos se daba el
nombre de comunión a lo que hoy se
llama jurisdicción, por oposición al orden propiamente dicho y al carácter
solo, conferido por el sacramento. Se trata de esa comunión jerárquica,
distinta en cada grado y que no se debe nunca confundir con esa otra comunión
entendida en sentido lato, que no es sino la parte de vida que recibe el fiel
por su incorporación al cuerpo místico de Jesús.
Así, dar la comunión jerárquica o negar tal comunión es sin duda alguna
para el superior conferir o negar la jurisdicción; retirar esta comunión equivale
a deponer al inferior y retirarle su parte de jurisdicción.
La comunión jerárquica,
sinónimo perfecto de la jurisdicción
de los modernos, es, en efecto, tal como es dado por la cabeza y recibida par
los miembros. A decir verdad, es la vida misma del cuerpo entero
de la Iglesia que procede del centro y se comunica a las extremidades[4].
El vicario de Jesucristo es ese centro visible de
donde fluye inmediatamente la comunión episcopal y con ella la potestad de los
pastores[5]. La palabra paz tenía este
sentido místico y significaba la comunión que pone el orden en todas partes. En
los antiguos monumentos se representaba a san Pedro presidiendo este misterio de unidad y de vida bajo este
símbolo de la paz. San Pedro recibía de Cristo un libro en el que se hallaba
inscrita la palabra pax, o lex, y en las inscripciones que
explicaban esta imagen se leía, indiferentemente:
«Cristo dé la paz», «Cristo dé la ley».
Así, comunicar el Papa con un obispo es darle la autoridad y la misión;
pero comunicar el obispo con el Papa es recibir de él esa misma autoridad y esa
misma misión.
Aquí, en el término comunicar hay dos sentidos relativos muy claros y manifiestamente
opuestos; y en una misma comunión del Papa y del episcopado, el Papa da y los
obispos reciben[6].
Así, para rechazar a un obispo no tienen los Papas términos más fuertes
que el de intimarle que lo separan de su comunión y, consiguientemente, de todo
el cuerpo episcopal[7], esto basta y significa no poco. Los obispos de las grandes sedes,
después de haber solicitado instantemente esta comunión, tiemblan por el temor
de perderla, ya que toda su dignidad depende de ella; hasta tal punto es
cierto, que el término de comunión dada o denegada es con toda verdad y
plenamente el equivalente de la colación o retirada de la jurisdicción.
Después de lo dicho queda claro que la comunión de los obispos entre sí
en la igualdad de su sacerdocio no era sino una secuela de la comunión dada por
la cabeza y recibida por los miembros. Todos juntos se reconocían hermanos y
colegas porque todos tomaban de la misma fuente la sustancia de su autoridad; y
de esta manera, después de estos dos sentidos de la comunión dada por el superior, que significaba la colación de la
jurisdicción, y de la comunión recibida
por el inferior, que significaba esta jurisdicción en cuanto emanada de la
fuente y subordinada a su cabeza, había como un tercer empleo de la palabra
comunión entre los hermanos y los iguales, para significar la comunidad y la unidad de vida que establecía y mantenía entre ellos la unidad de la fuente, de la que todos se surtían por
igual.
No creemos necesario
insistir en los diferentes sentidos de la palabra comunión admitidos
corrientemente en la antigüedad: fluyen de la naturaleza misma de la comunión jerárquica y de la de todos los términos relativos; y como éstos
explican nociones opuestas según las personas a quienes se apliquen, es necesario
que la misma comunión, al derramarse por todo el cuerpo de la Iglesia, sea una
cosa en la cabeza con respecto a los miembros y otra en los miembros con
respecto a la cabeza, y finalmente otra en los miembros entre sí: superioridad
en el que la da, inferioridad en los que la reciben, igualdad entre éstos en el
vínculo que los liga a la misma cabeza.
En vano, por tanto, los
enemigos de la jerarquía han usado en forma equívoca un término tan claro en sí
mismo y tan claramente entendido por la antigüedad.
Pretendieron reducirlo a
esta tercera acepción que se da entre iguales. Han pretendido que no se trató
nunca sino de mantener la sociedad fraterna que existe entre los obispos y que
las cartas dirigidas al Soberano Pontífice por los obispos de las grandes sedes
para pedirle su comunión y su propia confirmación como una misma y única cosa,
así como las cartas de los Papas a dichos obispos admitiéndolos en su comunión,
no tenían otro objeto que el de cumplir mediante esta correspondencia con un
deber de cortesía, expresión de la caridad cristiana[8].
[1] Anastasio el Bibliotecario (817?-897), Historia de la vida de los Romanos Pontífices, n. 82 (sobre san León II); PL, 128, 847: «A la
muerte del arzobispo (de Ravena), vaya el elegido a consagrarse a Roma, según
la antigua costumbre.”
[4] San Celestino I (422-432), Carta
11, a san Cirilo de Alejandría, 3-4; PL 50, 463: «Sepa (Nestorio) que no puede tener nuestra comunión si, en oposición con
la doctrina apostólica, persiste en el camino de su maldad... Dentro de los
diez días que sigan al de su proceso, rechace con una profesión escrita sus
falsas doctrinas; si no lo hace, tu Santidad avisará de ello inmediatamente a
su Iglesia para que ésta sepa de todas maneras que debe ser expulsado de
Nuestro cuerpo.»
[5] San Félix III (483-492), Carta 13, a Flaviano,
obispo de Constantinopla; PL 58, 972; Labbe
4, 1809: «Que está regularmente destinado a la Sede apostólica, por la cual,
gracias a Cristo, es consolidada la
dignidad de todos los obispos (sacerdotum)»
Id. carta 12, al emperador Zenón; PL 58, 969; Labbe 4, 1087: “Él (Eufemio
de Constantinopla), que se pretende promovido al episcopado, desea el apoyo (de
la sede Apostólica), de donde, según el deseo de Cristo, dimana abundantemente la entera gracia de todos los
pontífices.» San Nicolás I
(858-867), Carta a todos los fieles y
obispos de Oriente, en Alatius, El consentimiento perpetuo de la Iglesia de
Occidente y de Oriente, Colonia, 1648, col. 544: «La autoridad de la sede apostólica brilla con resplandor supremo cuando
sus adversarios mismos se ven, a su pesar, obligados a recurrir a ella; porque
están muy cerca de saber que todo lo que hacen (por ejemplo, a propósito de la
deposición de san Ignacio de Constantinopla y de la promoción de Focio) no
tiene valor alguno, a menos que sea confirmado por el Romano Pontífice.” Esteban V (885-891), Carta 1, al Emperador Basilio; PL 129,
789: «La institución de todos los obispos (sacerdotium)
que hay en el mundo recibió su origen de Pedro,
príncipe de las Iglesias.»