Ahora bien, para un obispo, ser admitido en la comunión del Papa es, con
toda certeza, ser recibido por él en el episcopado, de tal manera que si el Papa
rehúsa esta comunión, aquél no será en modo alguno obispo ni podrá jamás ser
contado como tal en la Iglesia católica.
Abundan los textos sobre
el particular[1]. Es, pues, sin duda alguna equivalente en los términos recibir de san
Pedro su comunión y la autoridad episcopal, que es inseparable de ella y se confunde
con ella; es sin duda alguna equivalente en los términos recibir de él la
misión o la institución, hasta tal punto que el Papa Bonifacio II declara que la comunión de la Santa Sede puede ser llamada con más verdad la comunión de la potestad[2]''.
Tal es la comunión del
superior que fortifica y confirma al inferior confiriéndole la autoridad
legítima.
En un sentido impropio y
diferente, la comunión de los inferiores puede a veces fortificar a los
superiores en cuanto por su declaración, que es una afirmación de dependencia,
hacen su autoridad patente y cierta frente a cismáticos y adversarios.
En este sentido pudo decir
san Cipriano en tiempos del cisma de
Novato que, con su comunión, los
obispos habían fortificado al Papa legitimo frente a aquel usurpador[3], es decir, manteniéndose
unidos a él coma a su cabeza adhiriéndose a su cátedra, única verdadera, y
recibiendo de él la comunión eclesiástica y episcopal.
Es, si se quiere, el más
antiguo ejemplo conocido del episcopado católico, que distingue auténticamente
a su cabeza entre los que usurpan tal cualidad. Esto mismo se vio reproducirse
en todos los tiempos de cisma, con Inocencio
II (1130-1143) en tiempos de san
Bernardo, como también más tarde en el concilio de Constanza (1414-1418).
Pero no se trata de otra cosa, ni los obispos han pretendido jamás fortificar a
su cabeza sino por su obediencia y por el reconocimiento de sus derechos; jamás
pretendieron confirmarlo en el sentido en que esta confirmación implica
colación de la jurisdicción, como si se pudiera invertir el curso de la misión
canónica y los arroyos debieran remontarse hacia su fuente[4].
El Sumo Pontífice, que es propiamente cabeza de la Iglesia universal y
fuente de toda jurisdicción, es, por tanto, según el lenguaje de la antigüedad,
cabeza de la comunión eclesiástica[5]. Estas dos expresiones son absolutamente
sinónimas, y hoy día llamamos jurisdicción a lo que en otro tiempo se designaba
con el nombre de comunión episcopal.
Este significado muy
preciso estaba recibido en todas partes; todos lo entendían y no se hallaba en
él la menor oscuridad. Se sabía distinguir
perfectamente esta comunión episcopal de esa otra comunión en sentido más lato, que no es la jurisdicción.
Así el Papa Félix III, aun otorgando a Eufemio de Constantinopla la comunión
que la constituía en miembro de la Iglesia católica, le denegaba distintamente
la comunión propiamente jerárquica y episcopal, que, siendo la comunicación de
la jurisdicción, era la única que podía hacer de él un obispo legítimo[6].
Estas cosas se comprendían bien, y no hay la menor dificultad para entender
que la cabeza del episcopado ratificaba todo la que se había hecho por
anticipado y provisionalmente en la ordenación de los patriarcas y de los
metropolitanos, por el mero hecho de comunicar con ellos o de admitirlos a su
comunión.
En esta economía, el metropolitano ordenado por sus sufragáneos quedaba
suficientemente instituido y confirmado en su misión cuando el patriarca lo
admitía en su comunión y aceptaba así lo que se había hecho en su nombre. El
patriarca a su vez era análogamente instituido y confirmado por el Soberano Pontífice
por el mero hecho de la comunión dada y recibida.
Sin embargo, hablando con propiedad, no era esto una nueva institución,
como si nada se hubiera hecho todavía.
El obispo más antiguo, asistido de sus hermanos, no había procedido en la
ordenación sino en nombre de su cabeza, por anticipación y por presunción de su
juicio, en conformidad con una disciplina constante, legítima y universal.
Así el Papa, cabeza del episcopado, al comunicar con los patriarcas, y
el patriarca al comunicar con los metropolitanos nuevamente establecidos, no
instituía de nuevo, sino que, con una aceptación auténtica, confirmaba lo que
se había hecho y declaraba así que lo ratificaba como hecho en su nombre.
Así toda la antigüedad nos muestra como absolutamente
sinónimos e indiferentes los términos de
comunión o de confirmación otorgada por el Papa a los nuevos patriarcas[7].
Y como la disciplina en vigor autorizaba
suficientemente a los obispos para obrar así provisionalmente en la ordenación
de los metropolitanos o de los patriarcas, tal autorización contenida en el
derecho y en la tradición universal y que resultaba de las necesidades de las
Iglesias, daba a su acción un valor tan serio, que hasta cierto punto
comprometía a quien era cabeza del episcopado como hecha en su nombre.
Era efecto de esa clase de obligación del derecho llamada por los
jurisconsultos negotiorum gestio y
que, basándose en una presunción razonable, tiene los efectos de un mandato
explícito.
El Papa no creía, por tanto, poder intervenir en sentido contrario ni
denegar la comunión episcopal o la confirmación cuando todo había sido regular
y canónico en la ordenación.
Así declara san León que debe necesariamente otorgar la gracia de la confirmación
al obispo Proterio de Alejandría porque es digno de ella[8]; así san Simplicio no puede, dice, negarse a
abrazar en la comunión de la sede apostólica el episcopado de Calendión, nuevo
obispo de Antioquía y admitirlo por la gracia de Cristo en el colegio del
episcopado[9].
No obstante, el Papa era hasta tal punto el superior, que podía incluso
remediar los defectos del sujeto o de su ordenación con la confirmación que le
daba y con su aceptación auténtica. San León lo hizo con Anatolio de Constantinopla[10]; en sus cartas se lo recuerda repetidas
veces. Los ejemplos son numerosos y se ha hecho célebre el de Focio, que vino a
ser patriarca legítimo por la autoridad del Papa Juan VIII[11].
Por lo demás es preciso reconocer aquí que nada era más conforme con la
práctica de la antigüedad ni más ordinario que las instituciones, provisionales
por algún lado; conferidas con una ordenación apresurada y que en lo sucesivo
debían ser confirma-das por el superior.
La disciplina de las Iglesias de Oriente, inscrita en los Cánones árabes[12], iba muy lejos en este sentido: nos muestra,
en efecto, a los metropolitanos mismos instituyendo provisionalmente a sus
sufragáneos al ordenarlos personalmente y, a ejemplo de lo que se hacía en las
grandes sedes, reservándose el confirmarlos en su jurisdicción algunos meses
después[13].
En Occidente, por lo que hace a las sedes metropolitanas, se mantuvo largo
tiempo esta disciplina general, e Inocencio III, reservando a la santa sede el
examen de los elegidos para las metrópolis y para las sedes que dependen
inmediatamente del Pontífice Romano, ordena todavía que «en los lugares muy
distantes, es decir, en todos los territorios situados más allá de Italia, los
elegidos, por razón de las necesidades y
de la utilidad de las Iglesias, las administren provisionalmente en lo
temporal y en lo espiritual y reciban la consagración episcopal según la
antigua costumbre»[14].
[1] Concilio de Calcedonia (451), art. 10: Labbe 4, 673; Mansi 7,
258: «El santísimo León, arzobispo
de Roma, recibiéndolo (a Máximo) en
su comunión, juzgó que gobernaba la Iglesia de Antioquía.” En su carta al Papa Dionisio I, los obispos del
Concilio de Antioquía (268) presentan a «Domnus (hombre) adornado con todas las
cualidades que convienen a un obispo; y nosotros os lo indicaremos a fin de que
le escribáis y recibáis de él cartas de comunión»; en Eusebio de Cesarea, Historia
eclesiástica, l. 7, c. 30, n° 17; PG 20,718-719; San Julio I (337-352), Carta
a los antioquenos, 13; PL 8, 896, Sócrates,
Historia eclesiástica, l. 2, c. 15;
PG 67, 211. San Dámaso I (366-384), Carta 6, a Acolio, obispo de Tesalónica;
PL 13, 370. Concilio de Letrán
(649), decr. 2; Labbe 6, 109; Mansi 10, 899.
[2] Bonifacio II en el concilio III de Roma (531), Carta
a los obispos de Tesalónica; Labbe
4, 1706: “Me entero de que algunos obispos, sin hacer caso del derecho
apostólico, intentan alguna novedad..., esforzándose por separarse de la
comunión y, para decirlo mejor, del poder de la sede apostólica.”
[3] San Cipriano, Carta 10, 8, a Antoniano; PL
3, 770-773: “Cornelio ha sido
elegido obispo por el juicio de Dios y de su Cristo... hallándose vacantes el puesto de Pedro y la sede episcopal. Estando ocupada esta sede y viéndose
apoyada su ocupación por la voluntad de Dios y por el acuerdo de todos
nosotros, es inevitable que quien quisiera ser elegido obispo se halle fuera de
la Iglesia».
[4] Id., Carta
42, al Papa Cornelio, 1-2; PL 3, 726.727: “Habiendo recibido vuestra carta
y la de nuestros colegas y oyendo a su regreso de Roma a estos hombres de bien,
muy caros a nuestro corazón, nuestros colegas Pompeyo y Esteban, que
nos confirmaban todas esas noticias para gran regocijo de todos nosotros, y
suministraban sus pruebas, hemos hecho lo que reclamaban la verdad y la santidad
de la tradición divina y de la disciplina eclesiástica, y os hemos enviado
nuestra carta... Habíamos leído vuestra carta y habíamos notificado y dado a
conocer a todos vuestra ordenación episcopal».
[5] San Hormisdas (514-523), Carta
a los obispos de Oriente, Labbe.
4, 1444; Dz 367; «Aceptamos y aprobamos... siguiendo en todo a la sede
apostólica y proclamando sus constituciones todas. Y, por tanto, espero merecer
hallarme en una sola comunión con vosotros, la que predica la sede apostólica, en la que está la
íntegra, verdadera y perfecta solidez de la religión cristiana. Prometo que, en
adelante, no he de recitar entre los sagrados misterios los nombres de aquellos
que están separados de la comunión de la Iglesia católica, es decir, que no
sienten con la sede apostólica.» Cf. Adriano
II (867-872), fórmula de Labbe 8,
909 y 1003. Concilio Vaticano t (1870), constitución Pastor aeternus, cap. Dz
3066, 1833.
[6] Teófanes, Cronografía, año 483; PG
108, 327: «En tal año recibió Félix
las letras sinodales de Eufemio y le
dio participación en su comunión como a miembro católico (de la Iglesia); sin
embargo no reconoció al obispo que no había borrado de los dípticos (tabulis) eclesiásticos el nombre de Fravitas, que había sucedido a Acacio (de Constantinopla) en el episcopado.»
Cf. Hefele 2, 937-939. Nicéforo Calixto, Historia eclesiástica, l. 16, c. 11; 147.154: «El
Papa recibió sus letras y acogió a Eufemio
como ortodoxo, pero no lo admitió a la comunión episcopal.» Al contrario, por
lo que hace a Antimo de Trebisonda,
«el Papa de Roma, de santa memoria, no le permitió llevar el nombre de obispo
ni el de católico»; Concilio de Constantinopla
(536), act. 4; Labbe 5, 90; Mansi 8, 968; Hefele 2, 1144.
[7] Así, en una misma sesión del concilio de Calcedonia (451) se dice del
Papa san León unas veces que
confirma, otras que recibe en su comunión a Máximo de Antioquía y que con ello le da, por su juicio, la sede de
esta ciudad: act. 10, Labbe 4, 682; Mansi 7, 270: «El santo y beatísimo Papa,
que confirmó el episcopado del santo y venerable obispo de la Iglesia de Antioquía.»
Id., Labbe 4, 673; Mansi 1, 258: «El santísimo obispo de
Antioquía al que el bienaventurado obispo (León)
recibió en su propia comunión... El santísimo León, arzobispo de Roma, recibiéndolo en su comunión, decidió que
éste era cabeza de la Iglesia de Antioquia.»
[9] San Simplicio (468-483), Carta 16, a Acacio de
Constantinopla; PL 58 55; Labbe
4, 1035: «He unido al seno de la Iglesia apostólica, como debía hacerlo, el sacerdocio
de Calendión, nuestro hermano y colega en el episcopado. Y por la gracia de Cristo nuestro Dios contamos en nuestra
comunión, unido a Nuestro colegio episcopal al obispo de tan gran ciudad.» Id.,
Carta 14 al emperador Zenón; PL 58,
52; Labbe 4, 1034: «Por esto no
podemos condenar lo que habéis decidido santa y religiosamente en el amor de la
paz, no sea que nuestra vacilación deje incierta la situación de la Iglesia de
Antioquía.»
[10] San León, Carta 112 a la emperatriz
Pulqueria, 1; PL 54, 1023: «A
propósito del obispo de Constantinopla, que ha sido ordenado por adversarios de
la fe..., he aceptado tener una mejor opinión... (al enterarme) de que le pesan
los defectos de su ordenación.» Cf. id., Carta 3, al emperador Marciano, 1; PL 54, 1021. Id., Carta 13.5, a Anatolio; PL 54,
1096-1098.
[11] Juan VIII (872-882), Carta 243 al emperador
Basilio; PL 126, 853-855; Labbe 9,
131-132: «Pedís a la sede apostólica que
dilate, por así decirlo, sus entrañas misericordiosas para admitir en la dignidad del supremo sacerdocio y en
la sociedad del colegio apostólico al muy digno Focio, con la dignidad
patriarcal y para hacerlo participar en
nuestra comunión. De ello esperáis para la Iglesia de Dios, turbada desde
hace tanto tiempo, el fin de sus divisiones y de sus escándalos. Hemos tomado
en consideración las peticiones de Vuestra Serenidad y habiendo muerto el
patriarca Ignacio, de piadosa memoria, declaramos, en consideración de las circunstancias,
perdonar a Focio su usurpación, sin el asentimiento de nuestra sede, del cargo
que se le había vedado... Absolvemos, pues, al sobredicho patriarca, así como a
todos los obispos censurados, de todos los vínculos de la sentencia
eclesiástica pronunciada contra ellos, y decidimos
que este mismo Focio puede ocupar de
nuevo la sede de la santa Iglesia de Constantinopla y ser el pastor de la
grey del Señor. Obramos así en virtud del poder
que, según la fe de la Iglesia extendida por toda la tierra, nos ha sido dado
por Cristo nuestro Dios en la persona de quien es cabeza de los apóstoles»;
cf. Hefele 4, 571-572.
[13] Es por lo menos el sentido que parece tener el
canon 71; Labbe 2, 314: «Cuando un arzobispo
ordene a un obispo, es preciso que envíe un obispo con él para introducirlo en
su ciudad y en su Iglesia y para instalarlo desde el primer día en su cátedra;
y después de tres meses de residencia en su ciudad debe el arzobispo visitarlo,
saludarlo y presentarlo al archipapa, es decir, al arcipreste y al arcediano;
ellos lo examinarán sobre el estado episcopal y si reconocen que conoce todo
eso perfectamente, será confirmado en el episcopado.»
[14] Inocencio III (1198-1216) en las Decretales
de Gregorio IX, I. 1, Lit. 6, c. 44,
Lyón 1624, t. 2. col. 185: «Los que dependen inmediatamente del Romano Pontífice
para obtener la perfecta confirmación de su cargo, preséntense personalmente
ante él, si es posible, o envíen personas capaces que hayan podido hacer un
examen atento de las elecciones y de los elegidos; de esta manera, por la
solicitud de este mismo consejo, obtendrán la plenitud de su cargo, si nada les
parece oponerse a los cánones en vigor. Sin embargo, los que viven muy lejos,
es decir, los que residen fuera de Italia, si han sido elegidos en la
concordia, por razón de las necesidades y de las exigencias de sus Iglesias,
administren éstas en lo espiritual y en lo temporal, aunque sin alienar nada de
los bienes eclesiásticos. Reciban la gracia de la bendición o de la
consagración como solían hacerlo hasta aquí.»