sábado, 5 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. VI (IV Parte)

Ahora bien, para un obispo, ser admitido en la comunión del Papa es, con toda certeza, ser recibido por él en el episcopado, de tal manera que si el Papa rehúsa esta comunión, aquél no será en modo alguno obispo ni podrá jamás ser contado como tal en la Iglesia católica.
Abundan los textos sobre el particular[1]. Es, pues, sin duda alguna equivalente en los términos recibir de san Pedro su comunión y la autoridad episcopal, que es inseparable de ella y se confunde con ella; es sin duda alguna equivalente en los términos recibir de él la misión o la institución, hasta tal punto que el Papa Bonifacio II declara que la comunión de la  Santa Sede puede ser llamada con más verdad la comunión de la potestad[2]''.
Tal es la comunión del superior que fortifica y confirma al inferior confiriéndole la autoridad legítima.
En un sentido impropio y diferente, la comunión de los inferiores puede a veces fortificar a los superiores en cuanto por su declaración, que es una afirmación de dependencia, hacen su autoridad patente y cierta frente a cismáticos y adversarios.
En este sentido pudo decir san Cipriano en tiempos del cisma de Novato que, con su comunión, los obispos habían fortificado al Papa legitimo frente a aquel usurpador[3], es decir, manteniéndose unidos a él coma a su cabeza adhiriéndose a su cátedra, única verdadera, y recibiendo de él la comunión eclesiástica y episcopal.
Es, si se quiere, el más antiguo ejemplo conocido del episcopado católico, que distingue auténticamente a su cabeza entre los que usurpan tal cualidad. Esto mismo se vio reproducirse en todos los tiempos de cisma, con Inocencio II (1130-1143) en tiempos de san Bernardo, como también más tarde en el concilio de Constanza (1414-1418). Pero no se trata de otra cosa, ni los obispos han pretendido jamás fortificar a su cabeza sino por su obediencia y por el reconocimiento de sus derechos; jamás pretendieron confirmarlo en el sentido en que esta confirmación implica colación de la jurisdicción, como si se pudiera invertir el curso de la misión canónica y los arroyos debieran remontarse hacia su fuente[4].

El Sumo Pontífice, que es propiamente cabeza de la Iglesia universal y fuente de toda jurisdicción, es, por tanto, según el lenguaje de la antigüedad, cabeza de la comunión eclesiástica[5]. Estas dos expresiones son absolutamente sinónimas, y hoy día llamamos jurisdicción a lo que en otro tiempo se designaba con el nombre de comunión episcopal.
Este significado muy preciso estaba recibido en todas partes; todos lo entendían y no se hallaba en él la menor oscuridad. Se sabía distinguir perfectamente esta comunión episcopal de esa otra comunión en  sentido más lato, que no es la jurisdicción. Así el Papa Félix III, aun otorgando a Eufemio de Constantinopla la comunión que la constituía en miembro de la Iglesia católica, le denegaba distintamente la comunión propiamente jerárquica y episcopal, que, siendo la comunicación de la jurisdicción, era la única que podía hacer de él un obispo legítimo[6].
Estas cosas se comprendían bien, y no hay la menor dificultad para entender que la cabeza del episcopado ratificaba todo la que se había hecho por anticipado y provisionalmente en la ordenación de los patriarcas y de los metropolitanos, por el mero hecho de comunicar con ellos o de admitirlos a su comunión.
En esta economía, el metropolitano ordenado por sus sufragáneos quedaba suficientemente instituido y confirmado en su misión cuando el patriarca lo admitía en su comunión y aceptaba así lo que se había hecho en su nombre. El patriarca a su vez era análogamente instituido y confirmado por el Soberano Pontífice por el mero hecho de la comunión dada y recibida.
Sin embargo, hablando con propiedad, no era esto una nueva institución, como si nada se hubiera hecho todavía.
El obispo más antiguo, asistido de sus hermanos, no había procedido en la ordenación sino en nombre de su cabeza, por anticipación y por presunción de su juicio, en conformidad con una disciplina constante, legítima y universal.
Así el Papa, cabeza del episcopado, al comunicar con los patriarcas, y el patriarca al comunicar con los metropolitanos nuevamente establecidos, no instituía de nuevo, sino que, con una aceptación auténtica, confirmaba lo que se había hecho y declaraba así que lo ratificaba como hecho en su nombre.
Así toda la  antigüedad nos muestra como absolutamente sinónimos e indiferentes  los términos de comunión o de confirmación otorgada por el Papa a los nuevos patriarcas[7].
 Y como la disciplina en vigor autorizaba suficientemente a los obispos para obrar así provisionalmente en la ordenación de los metropolitanos o de los patriarcas, tal autorización contenida en el derecho y en la tradición universal y que resultaba de las necesidades de las Iglesias, daba a su acción un valor tan serio, que hasta cierto punto comprometía a quien era cabeza del episcopado como hecha en su nombre.
Era efecto de esa clase de obligación del derecho llamada por los jurisconsultos negotiorum gestio y que, basándose en una presunción razonable, tiene los efectos de un mandato explícito.
El Papa no creía, por tanto, poder intervenir en sentido contrario ni denegar la comunión episcopal o la confirmación cuando todo había sido regular y canónico en la ordenación.
Así declara san León que debe necesariamente otorgar la gracia de la confirmación al obispo Proterio de Alejandría porque es digno de ella[8]; así san Simplicio no puede, dice, negarse a abrazar en la comunión de la sede apostólica el episcopado de Calendión, nuevo obispo de Antioquía y admitirlo por la gracia de Cristo en el colegio del episcopado[9].
No obstante, el Papa era hasta tal punto el superior, que podía incluso remediar los defectos del sujeto o de su ordenación con la confirmación que le daba y con su aceptación auténtica. San León lo hizo con Anatolio de Constantinopla[10]; en sus cartas se lo recuerda repetidas veces. Los ejemplos son numerosos y se ha hecho célebre el de Focio, que vino a ser patriarca legítimo por la autoridad del Papa Juan VIII[11].
Por lo demás es preciso reconocer aquí que nada era más conforme con la práctica de la antigüedad ni más ordinario que las instituciones, provisionales por algún lado; conferidas con una ordenación apresurada y que en lo sucesivo debían ser confirma-das por el superior.
La disciplina de las Iglesias de Oriente, inscrita en los Cánones árabes[12], iba muy lejos en este sentido: nos muestra, en efecto, a los metropolitanos mismos instituyendo provisionalmente a sus sufragáneos al ordenarlos personalmente y, a ejemplo de lo que se hacía en las grandes sedes, reservándose el confirmarlos en su jurisdicción algunos meses después[13].
En Occidente, por lo que hace a las sedes metropolitanas, se mantuvo largo tiempo esta disciplina general, e Inocencio III, reservando a la santa sede el examen de los elegidos para las metrópolis y para las sedes que dependen inmediatamente del Pontífice Romano, ordena todavía que «en los lugares muy distantes, es decir, en todos los territorios situados más allá de Italia, los elegidos, por razón de las necesidades y de la utilidad de las Iglesias, las administren provisionalmente en lo temporal y en lo espiritual y reciban la consagración episcopal según la antigua costumbre»[14].


[1] Concilio de Calcedonia (451), art. 10: Labbe 4, 673; Mansi 7, 258: «El santísimo León, arzobispo de Roma, recibiéndolo (a Máximo) en su comunión, juzgó que gobernaba la Iglesia de Antioquía.” En su carta al Papa Dionisio I, los obispos del Concilio de Antioquía (268) presentan a «Domnus (hombre) adornado con todas las cualidades que convienen a un obispo; y nosotros os lo indicaremos a fin de que le escribáis y recibáis de él cartas de comunión»; en Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, l. 7, c. 30, n° 17; PG 20,718-719; San Julio I (337-352), Carta a los antioquenos, 13; PL 8, 896, Sócrates, Historia eclesiástica, l. 2, c. 15; PG 67, 211. San Dámaso I (366-384), Carta 6, a Acolio, obispo de Tesalónica; PL 13, 370. Concilio de Letrán (649), decr. 2; Labbe 6, 109; Mansi 10, 899.

[2] Bonifacio II en el concilio III de Roma (531), Carta a los obispos de Tesalónica; Labbe 4, 1706: “Me entero de que algunos obispos, sin hacer caso del derecho apostólico, intentan alguna novedad..., esforzándose por separarse de la comunión y, para decirlo mejor, del poder de la sede apostólica.”

[3] San Cipriano, Carta 10, 8, a Antoniano; PL 3, 770-773: “Cornelio ha sido elegido obispo por el juicio de Dios y de su Cristo... hallándose vacantes el puesto de Pedro y la sede episcopal. Estando ocupada esta sede y viéndose apoyada su ocupación por la voluntad de Dios y por el acuerdo de todos nosotros, es inevitable que quien quisiera ser elegido obispo se halle fuera de la Iglesia».

[4] Id., Carta 42, al Papa Cornelio, 1-2; PL 3, 726.727: “Habiendo recibido vuestra carta y la de nuestros colegas y oyendo a su regreso de Roma a estos hombres de bien, muy caros a nuestro corazón, nuestros colegas Pompeyo y Esteban, que nos confirmaban todas esas noticias para gran regocijo de todos nosotros, y suministraban sus pruebas, hemos hecho lo que reclamaban la verdad y la santidad de la tradición divina y de la disciplina eclesiástica, y os hemos enviado nuestra carta... Habíamos leído vuestra carta y habíamos notificado y dado a conocer a todos vuestra ordenación episcopal».

[5] San Hormisdas (514-523), Carta a los obispos de Oriente, Labbe. 4, 1444; Dz 367; «Aceptamos y aprobamos... siguiendo en todo a la sede apostólica y proclamando sus constituciones todas. Y, por tanto, espero merecer hallarme en una sola comunión con vosotros, la que  predica la sede apostólica, en la que está la íntegra, verdadera y perfecta solidez de la religión cristiana. Prometo que, en adelante, no he de recitar entre los sagrados misterios los nombres de aquellos que están separados de la comunión de la Iglesia católica, es decir, que no sienten con la sede apostólica.» Cf. Adriano II (867-872), fórmula de Labbe 8, 909 y 1003. Concilio Vaticano t (1870), constitución Pastor aeternus, cap. Dz 3066, 1833.

[6] Teófanes, Cronografía, año 483; PG 108, 327: «En tal año recibió Félix las letras sinodales de Eufemio y le dio participación en su comunión como a miembro católico (de la Iglesia); sin embargo no reconoció al obispo que no había borrado de los dípticos (tabulis) eclesiásticos el nombre de Fravitas, que había sucedido a Acacio (de Constantinopla) en el episcopado.» Cf. Hefele 2, 937-939. Nicéforo Calixto, Historia eclesiástica, l. 16, c. 11; 147.154: «El Papa recibió sus letras y acogió a Eufemio como ortodoxo, pero no lo admitió a la comunión episcopal.» Al contrario, por lo que hace a Antimo de Trebisonda, «el Papa de Roma, de santa memoria, no le permitió llevar el nombre de obispo ni el de católico»; Concilio de Constantinopla (536), act. 4; Labbe 5, 90; Mansi 8, 968; Hefele 2, 1144.

[7] Así, en una misma sesión del concilio de Calcedonia (451) se dice del Papa san León unas veces que confirma, otras que recibe en su comunión a Máximo de Antioquía y que con ello le da, por su juicio, la sede de esta ciudad: act. 10, Labbe 4, 682; Mansi 7, 270: «El santo y beatísimo Papa, que confirmó el episcopado del santo y venerable obispo de la Iglesia de Antioquía.» Id., Labbe 4, 673; Mansi 1, 258: «El santísimo obispo de Antioquía al que el bienaventurado obispo (León) recibió en su propia comunión... El santísimo León, arzobispo de Roma, recibiéndolo en su comunión, decidió que éste era cabeza de la Iglesia de Antioquia.»

[8] San León (440-461), Carta 127, a Juliano, obispo de Cesena, 1; PL 54, 1071-1072: «A quien (a Proterio) es necesario  que dé yo la gracia a que tiene derecho por la sinceridad de su fe, a fin de que nada pierda el honor de su Iglesia.»

[9] San Simplicio (468-483), Carta 16, a Acacio de Constantinopla; PL 58 55; Labbe 4, 1035: «He unido al seno de la Iglesia apostólica, como debía hacerlo, el sacerdocio de Calendión, nuestro hermano y colega en el episcopado. Y por la gracia de Cristo nuestro Dios contamos en nuestra comunión, unido a Nuestro colegio episcopal al obispo de tan gran ciudad.» Id., Carta 14 al emperador Zenón; PL 58, 52; Labbe 4, 1034: «Por esto no podemos condenar lo que habéis decidido santa y religiosamente en el amor de la paz, no sea que nuestra vacilación deje incierta la situación de la Iglesia de Antioquía.»

[10] San León, Carta 112 a la emperatriz Pulqueria, 1; PL 54, 1023: «A propósito del obispo de Constantinopla, que ha sido ordenado por adversarios de la fe..., he aceptado tener una mejor opinión... (al enterarme) de que le pesan los defectos de su ordenación.» Cf. id., Carta 3, al emperador Marciano, 1; PL 54, 1021. Id., Carta 13.5, a Anatolio; PL 54, 1096-1098.

[11] Juan VIII (872-882), Carta 243 al emperador Basilio; PL 126, 853-855; Labbe 9, 131-132: «Pedís a la sede apostólica que dilate, por así decirlo, sus entrañas misericordiosas para admitir en la dignidad del supremo sacerdocio y en la sociedad del colegio apostólico al muy digno Focio, con la dignidad patriarcal y para hacerlo participar en nuestra comunión. De ello esperáis para la Iglesia de Dios, turbada desde hace tanto tiempo, el fin de sus divisiones y de sus escándalos. Hemos tomado en consideración las peticiones de Vuestra Serenidad y habiendo muerto el patriarca Ignacio, de piadosa memoria, declaramos, en consideración de las circunstancias, perdonar a Focio su usurpación, sin el asentimiento de nuestra sede, del cargo que se le había vedado... Absolvemos, pues, al sobredicho patriarca, así como a todos los obispos censurados, de todos los vínculos de la sentencia eclesiástica pronunciada contra ellos, y decidimos que este mismo Focio puede ocupar de nuevo la sede de la santa Iglesia de Constantinopla y ser el pastor de la grey del Señor. Obramos así en virtud del poder que, según la fe de la Iglesia extendida por toda la tierra, nos ha sido dado por Cristo nuestro Dios en la persona de quien es cabeza de los apóstoles»; cf. Hefele 4, 571-572.

[12] Se trata de una colección de 80 cánones atribuidos erróneamente al concilio de Nicea (325) desde el siglo XVI, cuando Juan Bautista Romain, S.I., los descubrió en un manuscrito árabe; cf. Hefele 1, 511-520. En realidad el concilio no dictó sino 20 cánones (ibid., 503-511).

[13] Es por lo menos el sentido que parece tener el canon 71; Labbe 2, 314: «Cuando un arzobispo ordene a un obispo, es preciso que envíe un obispo con él para introducirlo en su ciudad y en su Iglesia y para instalarlo desde el primer día en su cátedra; y después de tres meses de residencia en su ciudad debe el arzobispo visitarlo, saludarlo y presentarlo al archipapa, es decir, al arcipreste y al arcediano; ellos lo examinarán sobre el estado episcopal y si reconocen que conoce todo eso perfectamente, será confirmado en el episcopado.»

[14] Inocencio III (1198-1216) en las Decretales de Gregorio IX, I. 1, Lit. 6, c. 44, Lyón 1624, t. 2. col. 185: «Los que dependen inmediatamente del Romano Pontífice para obtener la perfecta confirmación de su cargo, preséntense personalmente ante él, si es posible, o envíen personas capaces que hayan podido hacer un examen atento de las elecciones y de los elegidos; de esta manera, por la solicitud de este mismo consejo, obtendrán la plenitud de su cargo, si nada les parece oponerse a los cánones en vigor. Sin embargo, los que viven muy lejos, es decir, los que residen fuera de Italia, si han sido elegidos en la concordia, por razón de las necesidades y de las exigencias de sus Iglesias, administren éstas en lo espiritual y en lo temporal, aunque sin alienar nada de los bienes eclesiásticos. Reciban la gracia de la bendición o de la consagración como solían hacerlo hasta aquí.»