viernes, 25 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. II (I de III)

II

EL OBISPO, CABEZA  DE LA IGLESIA PARTICULAR

El obispo es cabeza de la Iglesia particular.
En el lenguaje eclesiástico, el nombre de cabeza no significa únicamente el órgano en que reside el mando sino también aquel de donde fluye la vida a todo el cuerpo; la Iglesia particular existe por su obispo, procede de él, recibe de él toda su constitución, reposa sobre él como el edificio reposa sobre sus cimientos[1].
Ahora bien, el único fundamento y cimiento es Cristo (I Cor. III, 11).
Así pues, el obispo es el fundamento de su Iglesia en la sola virtud de Jesucristo presente en él. Jesucristo opera por medio de él. El obispo mismo es Cristo dado a una Iglesia determinada para hacerla nacer y vivir de la vida divina.
En efecto, la misión del obispo y su sacerdocio no son sino una secuela y una comunicación de la misión y del sacerdocio de Jesucristo, y en él descubrimos todas las propiedades de este augusto y primer pontificado.
Sabemos que el sacerdocio de Jesucristo contiene en su unidad tres elementos principales: la enseñanza de la verdad, la comunicación de la santidad por los sacramentos y, finalmente, la autoridad del gobierno.
Sabemos que estos tres aspectos del poder dado por Dios mismo a su Sacerdote consagrado con una unción eterna, están íntimamente ligados entre sí, que el magisterio y el ministerio se unen para producir la nueva humanidad o la Iglesia, y que la autoridad del gobierno sobre esta Iglesia es consecuencia natural de la fecundidad sacerdotal que le dio la vida.
Aquí nos basta con recordar estas nociones importantes que dejamos expuestas en nuestra parte segunda.
El obispo, viniendo a su pueblo, le aporta el sacerdocio de Jesucristo en este triple e indivisible poder.

Doctor de la fe.

Comienza por ser su doctor proporcionándole la palabra de Dios. La fe es el primer fundamento que pone. Su predicación precede a todas sus demás funciones sacerdotales; aun antes de que los hombres a quienes es enviado el obispo hayan recibido el bautismo y hayan venido a ser miembros de la nueva sociedad, le pertenecen ya como a quien debe instruirlos; no son todavía sus ovejas, y él no es todavía su pastor, pero es ya su doctor.
En lo sucesivo continuará ejerciendo este ministerio, y cuando ya hayan entrado en su redil no cesará de alimentarlos en él con la Palabra de Dios.
La Iglesia vive de la fe: por la fe recibe al Hijo de Dios, que es la Palabra de su Padre; la fe del obispo, que fue el primero en recibir la palabra de vida para su Iglesia, formará la fe de ésta transmitiéndole dicha palabra. La fe del obispo es, por tanto, una fe enseñante, y la fe de su pueblo, una fe enseñada.
El Señor habló de esta fe fecunda y que se comunica, cuando dijo: «Ruego no sólo por ellos (por los apóstoles y los obispos, sus sucesores), sino también por los que creerán en mí gracias a su palabra» (Jn. XVII, 20). «Su fe, cuyo mérito consideró al orar por ellos, no es una fe que se detenga en ellos; se extiende, y se comunica al resto del pueblo, por lo cual mi oración no puede detenerse en ellos, sino que se extiende también a toda la posteridad de su sacerdocio.»


[1] San Cipriano, Carta 27, a los lapsi,  1; PL 4, 298; «De ahí (Mt XVI, 18-19) dimana, a través de la serie de los tiempos y de las sucesiones la elección de los obispos y la organización de la Iglesia: la Iglesia reposa sobre los obispos y toda su conducta obedece a la dirección de estas mismas cabezas».