Institución inmediata.
Pero esta disciplina, útil
en los primeros tiempos de la Iglesia, debía poco a poco ceder el paso a un estado
más perfecto.
La institución provisional dada a los obispos de las grandes sedes no
fue otra cosa sino un remedio aplicado a las necesidades de las Iglesias[1].
Así, siempre que era posible, se recurría a la institución directa y
definitiva del superior; por esta razón los metropolitanos más próximos a la
sede de su patriarca debían ser ordenados por él, sin recurrir al más antiguo
de los comprovinciales asistido de sus colegas.
Por lo demás, los patriarcas, se decía, tenían el derecho de ordenación sobre
todas las sedes de su dependencia[2], y
precisamente por causa de este derecho la ordenación hecha lejos de ellos
recibía su fuerza de sus cartas de confirmación.
Pero hoy día, hace ya
mucho tiempo, las relaciones entre todos los miembros de la Iglesia se han
facilitado lo bastante para que se pueda aguardar sin inconveniente y recibir
directamente del superior la institución canónica.
Así pues, la ordenación no
podrá ya nunca preceder a su sentencia, y las últimas huellas de la
jurisdicción provisional otorgada a los elegidos desaparecieron con la decretal
de Inocencio III que antes hemos
citado.
Pero esto no es todo. El
derecho mismo de los patriarcas y de los metropolitanos a dar la ordenación
legítima con todos sus efectos, es
decir, a instituir a los obispos de su dependencia, no fue nunca en el fondo
más que una pura concesión de la santa sede a apostólica. La dignidad de los
patriarcas y de los metropolitanos es de institución puramente eclesiástica,
por muy antigua que se suponga. El Papa, que los estableció, puede siempre a su
arbitrio y según los tiempos extender o restringir la autoridad que les ha
conferido.
Así el Papa, al hacerse
representar por ellos a la cabeza de las diversas circunscripciones
territoriales, no pudo despojarse de su prerrogativa esencial. Por
consiguiente, si han podido instituir obispos, no lo han hecho nunca sino en
nombre de san Pedro y por comunicación
de su autoridad soberana, «puesto que entre todos los mortales sólo el vicario
de Jesucristo puede elegirse colegas
en el colegio apostólico»[3].
El vicario de Jesucristo no enajena
este poder al comunicarlo.
Así los Sumos Pontífices,
desde los primeros tiempos y todas las
veces que lo juzgaron oportuno, instituyeron personalmente obispos en todo el
mundo católico.
El Papa Constantino, viajando por Oriente, «al ir y volver ordenó a
doce obispos en diversos lugares»[4]. El
Papa san Martín encargó al obispo de
Filadelfia como a vicario suyo «y por la autoridad apostólica que Dios le había
conferido por san Pedro, príncipe de
los apóstoles», establecer obispos en todas las ciudades dependientes de las
sedes de Jerusalén y de Antioquía[5].
Por lo demás, dondequiera
que se podía cómodamente se recurría a las garantías mayores que ofrecía en la
institución de los obispos la prerrogativa de san Pedro ejercida por él mismo o por sus más inmediatos representantes.
En Oriente había en la disciplina una como tendencia natural a dejar a los
metropolitanos para recurrir directamente a los patriarcas.
El papa Inocencio I advierte al patriarca de
Antioquía que debe ordenar e instituir personalmente a los obispos sometidos a
los metropolitanos que dependen de su sede o, por lo menos, exigir que no tenga
lugar ninguna ordenación sin sus letras y su aprobación, y pone así todas las
ordenaciones bajo la autoridad inmediata del patriarca[6].
El concilio de Nicea
establece o mantiene una regla semejante en Egipto y en la sede de Alejandría[7].
En Occidente ordenan los Papas
a los vicarios de Tesalónica o primados del Ilírico que no permitan que ningún
obispo sea ordenado por el metropolitano sin que ellos mismos hayan antes
aprobado la elección y autorizado la ordenación en nombre de la sede
apostólica, y aun dejando todavía la ordenación a los metropolitanos, subordinan
el ejercicio de este derecho a la sentencia de su legado[8].
No olvidemos nunca que
aquí todo es pura economía.
Los Sumos Pontífices, que
pueden siempre moderar la institución de las grandes sedes y de las metrópolis
«por las que debe confluir en ellos, como en su centro, toda la administración
eclesiástica», pudieron, cuando lo juzgaron útil, reservarse inmediatamente la
institución de todos los obispos.
En los países de concordato, donde no tienen ya lugar las elecciones eclesiásticas
y donde los príncipes cristianos, por concesión de la santa sede, presentan al
Pontífice las personas destinadas a ocupar las sedes episcopales, esta reserva
se impuso a los Papas por una especie de necesidad.
A ellos, en efecto, se dirigen las presentaciones regias; a ellos solos
corresponde juzgar de la aptitud o del mérito de los sujetos. ¿Cómo podrían los
metropolitanos intervenir en la institución, una vez que no les corresponde
juzgar y ni siquiera conocer los motivos de ésta? ¿Cómo podrían dictar la
sentencia una vez que no les corresponde ya el examen de la causa?
Por lo demás se concibe que la santa sede, al suspender las elecciones
canónicas, no podía prudentemente abandonar a los metropolitanos el cuidado de
proveer las sedes episcopales tras presentación regia. Porque esto habría sido
por una parte suprimir, sin reemplazarla, la garantía dada por la elección al
ejercicio del derecho de instituir dejado al metropolitano; esto habría sido
por otra parte imponer imprudentemente a súbditos desarmados la misión de
juzgar con independencia los actos de su príncipe, y con frecuencia la
obligación de resistirle; esto habría sido exponerlos al doble peligro de
atraerse la persecución o de ceder tímidamente al temor de males públicos o
privados.
La historia justifica en esto la conducta de los Pontífices. En efecto,
cada vez que los príncipes, abusando contra la Iglesia de los privilegios que
habían recibido de ella, trataron de corromper el episcopado con la introducción
de sujetos indignos o incapaces de sostener sus derechos, o de imponerle
obispos que la Santa Sede no podía aceptar, se les vio recurrir al expediente
de procurar que la institución canónica se pusiera en las manos más dóciles de
los metropolitanos[9].
Pero estas pretensiones, paliadas con el falso pretexto de restablecer
la antigua disciplina, se refutan por lo absurdas que son, bajo el régimen concordatario.
Son contrarias a toda la economía de los concordatos. La nominación del sujeto,
dirigida al Papa, y sólo al Papa, conforme a estos tratados, implica la
necesidad de su juicio; la respuesta debe venir de aquel a quien se ha hecho la
petición.
Todo honor merecen Sumos Pontífices como Inocencio XI, Pío VII y Pío IX,
que prefirieron dejar por algún tiempo a Iglesias sin pastor antes que traicionar
a la esposa de Jesucristo, y así desbarataron las exigencias tiránicas de los
príncipes, triunfaron de la fuerza por su constancia y aseguraron la libertad
de la Iglesia en la elección de sus primeros pastores.
Tal es, pues, hoy día la
ley general de las instituciones episcopales. El Papa instituye directamente
por bula o por breve a todos los obispos y confiere directamente el palio a los
metropolitanos. El arzobispo de
Salzburgo en Austria dejado fuera de los concordatos, es casi el único
que hoy día instituye a los sufragáneos[10].
En Oriente, la bula Reversurus, dejando a los patriarcas la
designación de los candidatos, reservó a la Santa Sede el juicio de las
personas propuestas y la institución canónica[11].
No forma parte del objeto
de este trabajo exponer largamente los motivos que indujeron a los Sumos Pontífices
a reservarse, para el bien de la Iglesia universal, la institución directa e
inmediata de los obispos. Nos basta con haber establecido que en esto no
introdujeron en la Iglesia ningún principio nuevo, que el derecho de instituir
les pertenece esencialmente, que fueron siempre dueños de regular a su arbitrio
su forma y su ejercicio, que no ha cambiado la sustancia de la disciplina,
finalmente, que siempre — y en esto está la sustancia de tal disciplina — ha
descendido toda jurisdicción episcopal de la única sede de san Pedro hasta las extremidades de la Iglesia.
Pero el lector atento no
tendrá gran dificultad en darse cuenta de la utilidad o más bien de la
necesidad del cambio accidental de la disciplina.
¿No es patente que en presencia de las sociedades modernas fuertemente
centralizadas, que frente a los enemigos de la religión, cuya acción misma
recibe de esta centralización una fuerza desconocida en tiempos pasados, la
Santa Sede, situada en la cúspide del mundo, recibiendo de todos los puntos de
la tierra las luces que le aportan las necesidades de los pueblos, los peligros
de las almas y las enfermedades del género humano, sostenida por las oraciones
de toda la Iglesia católica, asistida desde arriba, conforme a la promesa de
Jesucristo con la sabiduría y la omnipotencia divinas, puede sola y mejor que
nadie aquí en la tierra, dar a las Iglesias en peligro pastores dignos y formar
el colegio episcopal con verdaderos sucesores de los apóstoles, unánimes en la
doctrina y firmes en la caridad? ¿No es evidente que, a falta de las elecciones
eclesiásticas, que han perdido su carácter y su utilidad y que poco a poco han
desaparecido, la autoridad de los metropolitanos locales no ofrece ya garantías
suficientes contra la arbitrariedad o las presiones del exterior?
Quizá fuera éste el lugar
indicado para hablar de esas elecciones, accesorio de la institución canónica,
que, aunque dando al elegido cierto derecho a esta institución, no tienen nada
que ver con la institución misma ni han podido nunca reemplazarla.
Tendremos ocasión de
hablar más a fondo de esta materia cuando describamos, en la parte siguiente,
el estado y la historia de la Iglesia particular. Bástenos decir aquí que la
elección del sujeto para el cuerpo o el colegio de la Iglesia vacante no fue
nunca sino un accesorio preliminar de la institución, admitido y regulado por
la ley eclesiástica.
La Iglesia vacante pide al superior para su elegido la misión o la
institución canónica, pero no puede nunca conferírselas. El único derecho que
da al elegido es el de ser presentado en su nombre al superior, es decir, al Papa
o a su representante local. Absolutamente hablando, la elección puede siempre
ser suprimida o suplida por la autoridad suprema; y si el derecho positivo
obliga a respetarla a los inferiores al Sumo Pontífice, éste, de quien dimana
toda jurisdicción episcopal, no está obligado a tenerla en cuenta sino según se
lo inspiren la utilidad de la Iglesia, la equidad y su conciencia. Puede
siempre anularla, suspenderla o suprimirla.
Por lo demás, no siempre
tuvo lugar ni siguiera en los rangos inferiores: en todos los casos en que no
era posible, como sucedía en la fundación misma de las Iglesias tratándose del
primer obispo de una sede por establecer, o cuando las circunstancias la hacían
peligrosa, los patriarcas y los metropolitanos no vacilaban en ordenar a los
obispos sin recurrir a ella.
La elección no forma,
pues, parte de la sustancia de las cosas, por lo cual los Sumos Pontífices
pudieron suspenderla y hasta suprimirla a su arbitrio como medida general y
mediante una reglamentación duradera.
Bajo este respecto se
puede asimilar — aunque pertenece más íntimamente al desarrollo normal de la
vida de las Iglesias particulares— a los derechos de patronato y de
presentación que, según los tiempos y lugares, creyó la Iglesia deber conceder
a ciertas personas o comunidades y que puede siempre revocar cuando cesan de
ser útiles al bien de la religión o incluso constituyen un peligro para la grey
de Jesucristo[12].
Jurisdicción universal de la santa sede.
Al terminar este estudio
llamamos la atención del lector sobre un punto importante y hacemos una última
observación.
Si al Sumo Pontífice, como
fuente única y universal de toda jurisdicción en la Iglesia católica, le
corresponde conferir el episcopado y dar a sus hermanos el título estable de la
potencia espiritual, con mayor razón le corresponderá ejercer en el mundo entero
su propia jurisdicción mediante mandatos cuyos límites pone él mismo.
Así puede, a su arbitrio,
por una parte enviar legados, nombrar vicarios y administradores apostólicos,
comunicar como le agrade tal o cual parte de la jurisdicción a los sacerdotes y
a los ministros designados por él; y por otra parte puede en el mundo entero,
en virtud de su disposición soberana, siempre revocable a su arbitrio, e independientemente
de toda colación de títulos eclesiásticos, autorizar la administración de todos
los sacramentos por sus propios delegados.
Los clérigos extraños a
las Iglesias, los clérigos sin título de ordenación que los vincule a una
Iglesia particular, como son hoy día los miembros de las grandes órdenes
apostólicas, pueden así recibir del Sumo Pontífice una misión que dependa
enteramente de él.
No tenemos necesidad de insistir en este punto. Lo que antes hemos dicho
acerca de las delegaciones por las que, sin afectar al orden de la jerarquía,
el poder eclesiástico puede ejercerse por una parte en cuanto a toda la extensión
del magisterium y del imperium, y por otra en cuanto a la
legitimidad dada a las funciones del ministerium,
tiene aquí su aplicación, y el Sumo Pontífice, cuya potestad se extiende al
mundo entero, puede obrar en todas partes a su arbitrio por medio de
mandatarios que no son sino sus puros órganos.
[1] Inocencio III, en las Decretales de Gregorio IX.
[6] San Inocencio I (402-417), Carta
24 a Alejandro, obispo de Antioquía, 1; PL 20, 548: “Por lo cual, hermano carísimo,
hemos decidido esto: así como por tu poder personal ordenas a los
metropolitanos, así no dejes tampoco que se creen obispos sin tu permiso ni a
espaldas tuyas; en cuanto a los que están cerca, ordena, si lo crees oportuno,
que deban recibir de tu gracia la imposición de las manos.”
[8] San León I (440-461), Carta a Anastasio,
obispo de Tesalónica, 6; PL 54, 673: «Sobre la persona que se ha de
consagrar obispo y sobre el consentimiento del clero y del pueblo, refiera el
obispo metropolitano a tu fraternidad. Infórmete sobre todo lo que deseas saber
en la provincia, a fin de que tu autoridad confirme también la consagración que
debe hacerse según los cánones. En efecto, así como no queremos que acusación
alguna venga a atacar las elecciones justas, así tampoco permitimos que se
hagan éstas a tus espaldas.» A este propósito pueden verse las otras cartas
análogas dirigidas a los obispos de Tesalónica por los papas san Siricio (384-398), san Dámaso (366-384) y san Bonifacio I (418-422).
[10] El Código
de derecho canónico, can. 322, § I, prevé que los candidatos al
episcopado pueden ser «elegidos,
presentados o designados por el gobierno civil», mientras que la institución
canónica la da necesariamente el Romano Pontífice. “El presidente de la
república francesa tiene todavía el derecho de nombramiento para los obispados
de Metz y de Estrasburgo, donde se aplica todavía el concordato de 1801”. La
presentación de los candidatos por el Estado subsiste todavía en Portugal, en España
(concordato de 27 de agosto de 1953), en el principado de Mónaco.