sábado, 12 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. I (I de III)

PARTE CUARTA

LA IGLESIA PARTICULAR

I

CONSTITUCIÓN DE LA IGLESIA PARTICULAR

La cabeza divina de la Iglesia universal, Jesucristo, comunicando su sacerdocio a los obispos formó en ellas la Iglesia universal. Ellos son sus doctores, pontífices y pastores.
Pero la acción de éstos no queda circunscrita a esta esfera superior, sino que desciende de la Iglesia universal a la Iglesia particular.
Como hemos dicho en nuestra parte segunda, los poderes del episcopado, sin sufrir división ni alteración, vienen a ser, por una apropiación misteriosa, el tesoro de cada uno de los obispos.
Cada uno de los obispos ejerce así estos poderes sobre un número restringido de hombres, y a esta grey que le pertenece singularmente aporta, en su ministerio, la pura operación del sacerdocio de Jesucristo.
Consiguientemente, cada obispo tiene su familia y su herencia que le es atribuida propia y singularmente. Ahora bien, después de haber considerado al obispo en el senado de sus hermanos, sentado con ellos en torno al trono visible de Jesucristo, que es la sede de san Pedro, debemos considerarlo ahora separadamente, sentado él también en un trono, presidiendo a su pueblo y rodeado del senado de su Iglesia.
No vamos a repetir aquí todo lo que hemos dicho sobre la excelencia de la Iglesia particular, sobre la simplicidad, sobre la unidad de la jerarquía que hace de la Iglesia particular una misma cosa con la Iglesia universal, ni sobre las divinas realidades que descienden sobre ella de las cumbres del misterio de vida oculta en Dios, que la penetran, la elevan y, por una inefable identificación, la asimilan a las jerarquías superiores; ni tampoco volveremos a decir cómo es así transportada, por grados que se van desvaneciendo en la plenitud de la luz, hasta el seno de la sociedad de Dios y de su Hijo, Jesucristo.
Al tratar de estas cosas dijimos que Jesucristo salió del santuario de esta eterna sociedad para venir a su Iglesia católica, su única esposa, a la que formó del colegio de los obispos. El obispo, a su vez, sale de esta asamblea de la Iglesia universal, donde el episcopado recibe su primera noción. Abre el círculo sagrado de esta jerarquía más alta y viene a su pueblo, del que él debe formarse una Iglesia y una esposa.
Ahora bien, el misterio de la jerarquía no degenera en modo alguno al descender a la Iglesia particular; porque esta Iglesia  y esta esposa del obispo será todavía la Iglesia y la esposa de Jesucristo, unida indivisiblemente con Jesucristo en su obispo, pro-cediendo únicamente de Jesucristo y no viendo más que a Jesucristo en el obispo que la llama, la despierta a la vida y dirige su gobierno.
Al estudio de la Iglesia particular vamos, pues, a consagrar estas páginas.


Grandeza de la Iglesia particular.

Es un espectáculo digno de Dios el de una Iglesia particular en toda su fuerza y su belleza. Unida en un mismo misterio a la Iglesia universal, es con ella y en ella su obra maestra, el objeto de sus complacencias y el fruto de la pasión de su Hijo Jesucristo. Porque este divino Salvador sufrió para procurarse una Iglesia inmaculada, revestida de eterna juventud (Ef. V, 25-27) y esta Iglesia única, extendida por toda la tierra, aparece con todo el misterio de su santidad en cada una de sus partes.
Es la esposa del Rey, desposada con Él en el Calvario y coronada por Él en el cielo. Porque el mismo amor que hizo correr su sangre en la cruz para rescatarla a este precio, le da en el cielo los esplendores de la gloria divina.
Del Calvario, pues, donde tuvo su nacimiento, avanza hacia el cielo, donde debe ser coronada, fortificada, en el corto viaje del tiempo presente, con los dones que le son otorgados y gloriosa con las esperanzas que le son dadas.
Su Esposo no la abandona durante la prueba, sino que se le hace presente en la persona de su obispo.
¡Qué orden admirable, el obispo y la corona de sus presbíteros por encima de la multitud fiel! En este orden se comunican la verdad y la santidad a todas las partes; las luces y las gracias descienden del obispo y se derraman por el ministerio de los presbíteros, por sus manos consagradas y por la palabra de su boca, a través de todo el cuerpo de los fieles.
Éstos están sometidos en la paz a la autoridad sacerdotal del obispo y de los sacerdotes, autoridad única, que conserva al pueblo en la unidad: porque no hay en la Iglesia sino un obispo y una cátedra, y los sacerdotes no ejercen potestad alguna que no venga de esta fuente y no dependa de ella.
Este suave y augusto espectáculo difiere grandemente del de las sociedades civiles del mundo, incesantemente agitadas por la inconsistencia de las cosas humanas, y cuyas inseguras constituciones varían a merced de las revoluciones.
Esto no quiere decir que la fragilidad humana no aparezca, con el rodar de los siglos, hasta en la vida de las Iglesias y que no afecte aquí abajo a los elementos todavía imperfectos, de los que debe formarse poco a poco, depurándolos y asimilándoselos, la nueva humanidad. Cierto que la constitución divina de las Iglesias particulares, como toda obra de Dios, está por encima de todas las vicisitudes y no puede verse perturbada por alteración alguna esencial. Pero cada una de estas Iglesias tomada separadamente puede flaquear en el transcurso de las edades como justo castigo de la infidelidad de los pueblos. La antorcha que los ilumina pasa a otros climas; nacen Iglesias en regiones hasta entonces tenebrosas, mientras que otras se extinguen y desaparecen.
Sin embargo, ni siquiera éstas mueren verdaderamente; han dado su pueblo de elegidos a la Iglesia del cielo; se ha cumplido el número predestinado por Dios, y tales Iglesias, siempre vivas en ellos, van a perderse y a confundir sus claridades en los esplendores eternos de la Iglesia del cielo.
Esas Iglesias que parecen morir en este mundo son espigas maduras recogidas por el segador; son cepas que han dado todo su fruto; y sin embargo, llevando aquí en la tierra, a los ojos de los hombres, como un carácter de mortalidad, les dejan recuerdos y pesares. Les dejan también terribles lecciones en las causas manifiestas de su ocaso terrestre; y las ruinas de los altares y de los edificios sagrados, en la destrucción de toda verdadera civilización, son tristes monumentos que repiten sin cesar estas lecciones a las generaciones de los hombres.
Pero la Iglesia universal, superior a las acometidas del tiempo y única inmortal, sobrevive a todas estas decadencias locales y, triunfando de las fragilidades terrenas, repara sin cesar sus pérdidas introduciendo en su seno a pueblos nuevos, que de las tinieblas vienen a la luz.
Así, en el transcurso de los siglos, parece ir huyendo de ciudad en ciudad sin hallar jamás un reposo seguro, porque no tiene aquí patria permanente: es preciso que se sienta siempre extranjera en este mundo y que de la guerra hecha a los santos por la  bestia infernal y de las victorias reportadas sobre ellos (Ap. XIII, 7) saque la ventaja de mantenerse cada vez más despegada de la tierra.
Mas cuando los Estados y los pueblos se cansan de darle hospitalidad; cuando se retiran de ella, no sólo arrebatándole el apoyo mundano de las riquezas y del poder, sino arrastrando a las almas a la infidelidad y extinguiendo la antorcha de las Iglesias, mientras la creen en su fuga debilitada por las expoliaciones y las apostasías, ella no hace sino sacudir — abandonando hasta las piedras sagradas de sus templos — el polvo de sus pies contra las ciudades de las que se aleja; ella se les hace extraña para su desgracia e inmediatamente halla nuevos asilos para su regia y omnipotente pobreza en pueblos dóciles, a los que enriquece con luz y santidad.
Así los desfallecimientos de las Iglesias particulares no son, en el fondo, sino el cumplimiento incesante de la ley providencial que hace que la vida de la Iglesia sea una peregrinación acá abajo; y Dios que los permite, los hace entrar en sus designios. Hasta el fin del mundo aparecerá la Iglesia a la vez siempre reina y siempre errante por la tierra, y en ella se verificará la palabra del Señor: «Si os expulsan de una ciudad, huid a otra…; en verdad os digo: no acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel antes de que  venga el Hijo del hombre» (Mt. X, 23).