Dos grados de derecho divino
Aquí debemos hacer la
siguiente observación: lo que decimos de
la decadencia y de la destrucción a que están sujetas las Iglesias particulares
no puede cancelar el derecho divino sobre el que reposan.
En efecto, en otro lugar
hemos dejado suficientemente sentado que la constitución de la Iglesia
particular obedece al misterio de la jerarquía y pertenece, por consiguiente,
al derecho divino e inmutable que hay en ella.
Por este derecho divino de
la jerarquía reposa la Iglesia sobre el fundamento del episcopado; por este
derecho divino es el obispo cabeza de su Iglesia, y sobre este derecho divino están
establecidas las relaciones esenciales del obispo, de los presbíteros, de los
ministros y de los fieles.
El derecho positivo no puede suprimir este orden: este orden es querido
por Dios y ha sido establecido por Él; es sustancial y proviene de las profundidades
mismas del misterio.
Así como dijimos en otro lugar, el estado de las misiones, donde no
existe todavía este orden, no puede ser nunca un estado perfecto y definitivo;
debe servir de preparación y de introducción al régimen sagrado de las
Iglesias; hasta entonces no está enteramente establecida la religión; por esto
nada importa tanto a los Sumos Pontífices como introducir la jerarquía en las regiones
recientemente evangelizadas. Cuando hacen estas creaciones solemnes creen
honrar grandemente su reinado; la Iglesia universal celebra con santos transportes
el establecimiento de las sedes episcopales y el nacimiento de las nuevas
Iglesias como el de otras tantas hijas, fruto de su eterna fecundidad.
Y si contra el derecho divino de la jerarquía de la iglesia particular
se arguye con el hecho de que Iglesias particulares pueden desfallecer y
perecer, responderemos que en ellas sucede como en otro orden sucede en las familias
humanas. Éstas han recibido de Dios una forma de derecho divino en el
matrimonio y en la autoridad paterna, y esta constitución se mantiene aun
cuando familias particulares la violen o perezcan. Y estas disoluciones de
familias particulares no pueden hacer mella al derecho divino sobre el que
todas reposan y que es el único que puede constituirlas.
La constitución de la Iglesia universal y la de las Iglesias
particulares son, por tanto, igualmente de derecho divino y sin embargo hay
entre ellas esta diferencia: la Iglesia universal no puede perecer, pero las
Iglesias particulares están expuestas a desfallecer.
Así hay como dos grados en
la aplicación del derecho divino a la nueva humanidad, y la razón de ello es
patente.
En efecto, no sólo la esencia, sino la existencia misma de la Iglesia
universal es de derecho divino, mientras que en las Iglesias particulares sólo
su esencia y su forma, pero no su existencia, pertenecen a este derecho.
La Iglesia universal no puede cesar de existir porque el decreto divino
une en ella la existencia y la esencia, ya que siendo única esta iglesia, si
desfalleciese no tendría aplicación tal decreto.
Las Iglesias particulares
nacerán con el tiempo y pasarán con él; pero no podrán nacer ni subsistir sino
conforme al tipo que les ha prefijado el derecho divino. Por lo demás, esta
distinción necesaria se mostró ya en la institución misma de la jerarquía.
Jesucristo no estableció de hecho sino la Iglesia universal y siendo su
única cabeza, le dio a la vez la forma y la existencia instituyendo su vicario
en la persona de Pedro, y el colegio de los obispos en la de los apóstoles.
En esta institución de la Iglesia universal estaba incluida y como
implicada la de todas las Iglesias particulares, aunque no precisamente en sí
mismas, sino en su origen y tipo, no habiendo querido Jesucristo establecer
ninguna de ellas en particular; confió a los apóstoles el cuidado de hacerlas
salir posteriormente de la fuente donde Él las había encerrado. Y como quería seguir este orden en su
obra, se contentó, por lo menos en nuestro sentir, con instituir Obispos,
encerrando en su carácter todos los grados inferiores; y sin ordenar Él mismo
sacerdotes de segundo orden ni ministros, cuyos oficios respectan más
propiamente a las Iglesias particulares, sino que dejó a los Apóstoles el
encargo de establecer éstas posteriormente y de hacer que aparecieran en ellas
los órdenes sagrados del diaconado y presbiterado.
Así las Iglesias
particulares dependen, en su institución, de la Iglesia universal y participan
en ella de su origen divino, pero no fueron establecidas como ella inmediata y
singularmente por nuestro Señor mismo.
Si queremos, podemos
hallar en el orden del antiguo Adán
cierta analogía de este estado de cosas.
Al consagrar Dios el matrimonio
de nuestros primeros padres instituyó ciertamente en él todos los que habían de
seguir hasta el fin de los tiempos, y Jesucristo,
al instituir la Iglesia universal, encerró en ella todas las instituciones de
iglesias particulares. Hay, con todo, una gran diferencia: los matrimonios que
habían de celebrarse entre los hombres, aunque tuvieran su tipo en el de Adán, no debían depender de él en su
existencia actual, mientras que las Iglesias particulares, por el contrario,
dependen enteramente de la Iglesia universal, no sólo por cuanto proceden de su
virtud, sino también por cuanto no son sino una aplicación interior, por así decirlo,
de esa virtud, que no puede derramarse al exterior; por cuanto no pueden
subsistir sino permaneciendo en ella; por cuanto viven de su propia sustancia y
no existen sino por su propia existencia que se les comunica.
Tan pronto como se apartan
de este centro, deben necesariamente morir. De ahí las vicisitudes que alcanzan
a las partes de la Iglesia universal sin afectarla a ella misma.
Como vemos que un cuerpo
vivo expulsa poco a poco de su organismo los elementos gastados y se renueva
con elementos nuevos, así la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, conserva su
pureza «separando lo que se ha envilecido de lo que es noble y santo», se
mantiene en su integridad rechazando de su seno las partes muertas y re-para
sin cesar sus pérdidas aparentes incorporándose nuevos pueblos.