martes, 29 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. II (III de III)

Pastor

Como Jesucristo, dando la vida a su Iglesia, la adquirió y, a este título, posee sobre ella la más legítima y más augusta de las soberanías, así, haciendo al obispo ministro y cooperador de su sacerdocio y asociándolo a su acción vivificadora, le da a la vez participación en su autoridad y en sus derechos.
El obispo tiene, por tanto, el imperio sobre su Iglesia, y como Jesucristo conserva principalmente a la Iglesia universal por la solicitud que pone en regirla y por la asistencia que presta a su vicario para que la gobierne en su nombre, así también el obispo, ejerciendo sobre su pueblo su imperio espiritual, le presta continuamente sus cuidados más útiles y cuida de su salvación y de sus progresos.
Este imperio del obispo comprende la facultad de hacer layes y de establecer reglamentos estables; comprende, en segundo lugar, la facultad de juzgar y de mantener la paz y el buen orden con sentencias que zanjan las diferencias o castigan a los culpables; finalmente, comprende también la facultad de ejecutar sus decisiones y de aplicar penas incluso hasta separar de la Iglesia a los prevaricadores y a los rebeldes.
Este triple poder hace que el gobierno del obispo sea tutelar y temible a la vez. La luz y la vida de sus súbditos, y no ya su vida temporal, sino la eterna, dependen del ejercicio que hace de estos poderes. ¿Qué temor no deberá inspirar a los cristianos la autoridad de príncipe y de juez depositada en sus manos? ¿Cuál no deberá ser su obediencia? Pero este temor está mitigado por el amor; esta obediencia es filial. Porque todo este gran poder reposa sobre el beneficio de la regeneración y sobre el don de la vida nueva. Es el poder paternal de Dios mismo sobre los hijos de adopción que se procuró en Jesucristo, el único y el primogénito. El obispo lleva su imagen venerable; porque, como dice san Ignacio, «a todo el que envía el padre de familia a su propia administración, no de otra manera hemos de recibirle que al mismo que le envía»[1].
En el ejercicio de esta autoridad entrará el obispo en contacto más inmediato con el  elemento variable de las cosas humanas. Deberá sostener y dirigir a su pueblo en medio de peligros incesantemente renovados y de circunstancias diversas. Cada siglo y cada región traen a Jesucristo, juntamente con las generaciones humanas que vino a salvar las exigencias cambiantes de sus debilidades y de sus progresos, del bien y del mal que  hay en ellas, de su civilización o de su barbarie.

Cada siglo tiene sus tiempos de paz y sus tiempos de persecución; el medio social en que se ve situado el hombre por su nacimiento y donde va a buscarlo la Iglesia para regenerarlo es una atmósfera formada de elementos múltiples y contrarios lentamente preparada por las revoluciones humanas y que no cesa de modificarse de edad en edad. Por ella pasan alternativamente las influencias malsanas y las corrientes saludables. La Iglesia, que sólo respira el cielo, debe atravesar en su peregrinación esta atmósfera insegura. El cristiano no es del mundo, pero está en el mundo. Para guiarlo entre tantos obstáculos y peligros, ¡qué arte tan delicado, qué prudencia, qué fortaleza, qué constancia se re quiere en la autoridad del pontífice al que está confiado su cuidado! «El arte de las artes es el gobierno de las almas»[2]. El obispo, sin dejar de guardar fidelidad inquebrantable a los principios inmutables, deberá en este gobierno observar los tiempos y las circunstancias, y tener en cuenta la inconstancia de las cosas humanas[3].
Mas este gobierno de la Iglesia, aun pareciendo estar tan relacionado con las vicisitudes de este mundo, no por ello deja de ser sagrado en su origen y en su esencia, y la autoridad del obispo es siempre esa augusta paternidad que le da su pontificado. Los fieles reciben de él la vida divina y el alimento de esta vida, y a este título le pertenecen. El altar y el trono del obispo están asociados en el mismo misterio; el obispo no se sienta en el trono sino porque sube al altar, y en este trono de su realeza tiene por súbditos a aquellos a quienes da la vida eterna en el altar.
Debemos, por tanto, guardarnos de comparar la autoridad del obispo con la de los magistrados políticos. Éste es enteramente de derecho positivo: establecida por el legislador y acomodada arbitrariamente, según su prudencia, a las exigencias variables de las conveniencias sociales, puede ser limitada en su duración, restringida en su extensión, compartida entre varios.
La autoridad del obispo tiene raíces más profundas: está fundada no solamente en el derecho positivo y arbitrario del legislador, sino en la naturaleza de las cosas o más bien en el sacramento divino de la jerarquía. Es inalienable, como la del padre en la familia; sólo él la posee, y aun cuando puede delegar su ejercicio, no puede repartir su sustancia. No se le da por un tiempo determinado, y el vínculo sagrado que establece entre él y su Iglesia no puede ser roto sino por la muerte o por un acto soberano de quien es cabeza de los obispos, como lo vimos en su lugar: en efecto, al Papa y a él solo corresponde hacer legítima y eficaz la renuncia de su título hecha por un obispo, o retirar con su sentencia a un indigno el gobierno de su pueblo.
Así pues, la esencia del episcopado es de un orden superior a las creaciones de derecho positivo: es inmutable; este derecho no puede afectarla. Y si en el transcurso de las edades, los cánones y las constituciones pontificias han ampliado unas veces su acción y han restringido otras sus atribuciones, sin embargo tales leyes no han afectado sino al puro ejercicio de la jurisdicción episcopal sin tocar el fondo de las cosas.
La venerable antigüedad conocía este carácter sagrado de la autoridad de los obispos, y la tradición, al no separarla jamás del poder que tienen recibido de enseñar, de bautizar y de sacrificar, la distingue absolutamente de las autoridades puramente administrativas establecidas por la prudencia del legislador para el buen orden de las sociedades y que no suponen ninguna relación anterior necesaria entre los que están revestidos de ellas y aquellos sobre quienes las ejercen.


[1] San Ignacio, Carta a los Efesios 6; PG 5, 648.

[2] San Gregorio Magno (590-604), El Pastoral, 1 parte, cap. 1; PL 77, 14.

[3] Ibid., 3 parte, prólogo; PL 77, 49: «El discurso de los que enseñan debe, por tanto, ser adaptado a la capacidad de los oyentes: de tal manera que esté en relación con las disposiciones de cada uno y, sin embargo, no se aparte jamás del principio de la edificación común. ¿Qué son, en efecto, si puedo expresarme así, los espíritus atentos de los oyentes, sino la red tensa de las cuerdas en una cítara? Cuerdas que el artista, al tocarlas, hace vibrar diferentemente, para no infligirse él mismo un canto discordante. Entonces las cuerdas dan un son armonioso, porque son tocadas con el mismo arco, sin duda; pero no conforme a un ritmo idéntico. Así cada doctor, para edificar a todos los hombres con la única virtud de caridad, debe abordar los corazones de los oyentes con la misma doctrina, pero no con un solo y mismo lenguaje»; cf. ibid., p. 101-102.