Pastor
Como Jesucristo, dando la vida a su Iglesia, la adquirió y, a este
título, posee sobre ella la más legítima y más augusta de las soberanías, así,
haciendo al obispo ministro y cooperador de su sacerdocio y asociándolo a su
acción vivificadora, le da a la vez participación en su autoridad y en sus
derechos.
El obispo tiene, por tanto, el imperio sobre su Iglesia, y como
Jesucristo conserva principalmente a la Iglesia universal por la solicitud que
pone en regirla y por la asistencia que presta a su vicario para que la
gobierne en su nombre, así también el obispo, ejerciendo sobre su pueblo su
imperio espiritual, le presta continuamente sus cuidados más útiles y cuida de
su salvación y de sus progresos.
Este imperio del obispo comprende
la facultad de hacer layes y de establecer reglamentos estables; comprende, en
segundo lugar, la facultad de juzgar y de mantener la paz y el buen orden con
sentencias que zanjan las diferencias o castigan a los culpables; finalmente,
comprende también la facultad de ejecutar sus decisiones y de aplicar penas
incluso hasta separar de la Iglesia a los prevaricadores y a los rebeldes.
Este triple poder hace que
el gobierno del obispo sea tutelar y temible a la vez. La luz y la vida de sus súbditos, y no ya su vida temporal, sino la
eterna, dependen del ejercicio que hace de estos poderes. ¿Qué temor no
deberá inspirar a los cristianos la autoridad de príncipe y de juez depositada
en sus manos? ¿Cuál no deberá ser su obediencia? Pero este temor está mitigado
por el amor; esta obediencia es filial. Porque todo este gran poder reposa
sobre el beneficio de la regeneración y sobre el don de la vida nueva. Es el
poder paternal de Dios mismo sobre los hijos de adopción que se procuró en Jesucristo, el único y el primogénito.
El obispo lleva su imagen venerable; porque, como dice san Ignacio, «a todo el que
envía el padre de familia a su propia administración, no de otra manera hemos de
recibirle que al mismo que le envía»[1].
En el ejercicio de esta
autoridad entrará el obispo en contacto más inmediato con el elemento variable de las cosas humanas.
Deberá sostener y dirigir a su pueblo en medio de peligros incesantemente
renovados y de circunstancias diversas. Cada
siglo y cada región traen a Jesucristo, juntamente con las generaciones humanas
que vino a salvar las exigencias cambiantes de sus debilidades y de sus progresos,
del bien y del mal que hay en ellas, de
su civilización o de su barbarie.
Cada siglo tiene sus tiempos de paz y sus tiempos de persecución; el medio
social en que se ve situado el hombre por su nacimiento y donde va a buscarlo
la Iglesia para regenerarlo es una atmósfera formada de elementos múltiples y
contrarios lentamente preparada por las revoluciones humanas y que no cesa de
modificarse de edad en edad. Por ella pasan alternativamente las influencias
malsanas y las corrientes saludables. La Iglesia, que sólo respira el cielo,
debe atravesar en su peregrinación esta atmósfera insegura. El cristiano no es
del mundo, pero está en el mundo. Para guiarlo entre tantos obstáculos y
peligros, ¡qué arte tan delicado, qué prudencia, qué fortaleza, qué constancia
se re quiere en la autoridad del pontífice al que está confiado su cuidado! «El
arte de las artes es el gobierno de las almas»[2]. El obispo, sin dejar de guardar fidelidad
inquebrantable a los principios inmutables, deberá en este gobierno observar
los tiempos y las circunstancias, y tener en cuenta la inconstancia de las
cosas humanas[3].
Mas este gobierno de la Iglesia, aun pareciendo estar tan relacionado
con las vicisitudes de este mundo, no por ello deja de ser sagrado en su origen
y en su esencia, y la autoridad del obispo es siempre esa augusta paternidad
que le da su pontificado. Los fieles reciben de él la vida divina y el alimento
de esta vida, y a este título le pertenecen. El altar y el trono del obispo
están asociados en el mismo misterio; el obispo no se sienta en el trono sino
porque sube al altar, y en este trono de su realeza tiene por súbditos a aquellos
a quienes da la vida eterna en el altar.
Debemos, por tanto, guardarnos
de comparar la autoridad del obispo con la de los magistrados políticos. Éste es
enteramente de derecho positivo: establecida por el legislador y acomodada arbitrariamente,
según su prudencia, a las exigencias variables de las conveniencias sociales,
puede ser limitada en su duración, restringida en su extensión, compartida
entre varios.
La autoridad del obispo
tiene raíces más profundas: está fundada no solamente en el derecho positivo y
arbitrario del legislador, sino en la naturaleza de las cosas o más bien en el
sacramento divino de la jerarquía. Es inalienable, como la del padre en la
familia; sólo él la posee, y aun cuando puede delegar su ejercicio, no puede repartir
su sustancia. No se le da por un tiempo determinado, y el vínculo sagrado que
establece entre él y su Iglesia no puede ser roto sino por la muerte o por un
acto soberano de quien es cabeza de los obispos, como lo vimos en su lugar: en
efecto, al Papa y a él solo corresponde hacer legítima y eficaz la renuncia de
su título hecha por un obispo, o retirar con su sentencia a un indigno el
gobierno de su pueblo.
Así pues, la esencia del
episcopado es de un orden superior a las creaciones de derecho positivo: es
inmutable; este derecho no puede afectarla. Y si en el transcurso de las
edades, los cánones y las constituciones pontificias han ampliado unas veces su
acción y han restringido otras sus atribuciones, sin embargo tales leyes no han
afectado sino al puro ejercicio de la jurisdicción episcopal sin tocar el fondo
de las cosas.
La venerable antigüedad
conocía este carácter sagrado de la autoridad de los obispos, y la tradición,
al no separarla jamás del poder que tienen recibido de enseñar, de bautizar y
de sacrificar, la distingue absolutamente de las autoridades puramente administrativas
establecidas por la prudencia del legislador para el buen orden de las sociedades
y que no suponen ninguna relación anterior necesaria entre los que están revestidos
de ellas y aquellos sobre quienes las ejercen.
[1] San Ignacio, Carta a los Efesios 6; PG 5,
648.
[3] Ibid., 3 parte, prólogo; PL 77, 49: «El discurso de los que enseñan debe, por
tanto, ser adaptado a la capacidad de los oyentes: de tal manera que esté en
relación con las disposiciones de cada uno y, sin embargo, no se aparte jamás
del principio de la edificación común. ¿Qué son, en efecto, si puedo expresarme
así, los espíritus atentos de los oyentes, sino la red tensa de las cuerdas en
una cítara? Cuerdas que el artista, al tocarlas, hace vibrar diferentemente,
para no infligirse él mismo un canto discordante. Entonces las cuerdas dan un
son armonioso, porque son tocadas con el mismo arco, sin duda; pero no conforme
a un ritmo idéntico. Así cada doctor, para edificar a todos los hombres con la
única virtud de caridad, debe abordar los corazones de los oyentes con la misma
doctrina, pero no con un solo y mismo lenguaje»; cf. ibid., p. 101-102.