La Resurrección de Lázaro
como Tipo de la Conversión de Israel
Nota del Blog: La
resurrección de Lázaro es no
solamente uno de los episodios más conocidos e importantes que se narran en el
Evangelio, sino además una de las escenas más dramáticas, acaso comparable
únicamente con la curación del ciego de nacimiento en el capítulo IX del mismo Evangelista.
Todos están de acuerdo en
afirmar que el Evangelio de San Juan
es altamente simbólico y si a esto le
sumamos el hecho de que una lectura atenta de los Evangelios, como por lo
general del resto de la Biblia, nos muestra una constante referencia a los últimos tiempos, creemos que nadie podrá
sorprenderse de nuestra interpretación.
G. Doré. La Resurrección de Lázaro |
El capítulo XI de San Juan es una verdadera obra de arte.
Cada detalle delata no sólo un autor presencial de los hechos narrados sino también,
un “algo más”. Cada pieza, cada movimiento, cada palabra, parecería estar
milimétricamente planeado.
Por otra parte, sabido es
que San Juan llama a los milagros σημεῖον, esto es, signo,
casi como indicándonos que detrás del milagro hay otra cosa.
La resurrección de Lázaro
es, sin ningún tipo de dudas, el milagro más grande de Nuestro Señor para con
los hombres y el de mayores repercusiones.
Todo nos lleva aquí a la conversión de los Judíos y a la Parusía.
Los primeros cinco
versículos nos introducen abruptamente en escena. Lázaro irrumpe en el relato bíblico sin advertir al lector y se va en
el capítulo XII, tras el festín, casi
tan pronto como llega.
Lázaro está enfermo (vv. 1.2) y sus hermanas le avisan a
Jesús: “El que amas está enfermo” (v. 3).
Simple. A la delicadeza del amor le basta con nombrar el mal, como la Virgen en
las bodas de Caná. “El que ama” ya sabe qué hacer.
Sin embargo, por toda
respuesta Jesús anuncia que la enfermedad no es mortal sino para la gloria de
Su Padre y la Suya propia (v. 4).
Retengamos esto porque es lo mismo que nos dirá luego San Pablo en su carta a los Romanos (XI, 32 ss).
¿Quién podría describir el
dolor de Marta y María al ver a los mensajeros volver sin Jesús y encima con la
muerte ya consumada?
Al retirarse los
mensajeros, Jesús decide quedarse aún dos días más (v. 6). Después de esos dos días de espera le anuncia a sus
discípulos que va a ir a resucitar a Lázaro.
Lázaro es aquí la imagen de Israel. Todas las
imágenes nos llevan allí.
Jesús decide quedarse dos
días y recién al tercero va a resucitar a Lázaro.
El simbolismo aquí nos aplasta.
“En su angustia me
buscarán (diciendo): “Venid,
volvámonos a Yahvé, pues Él (nos) ha
desgarrado y Él nos sanará; Él ha herido y nos vendará. Nos devolverá la vida después de dos días, y al tercero nos resucitará
y viviremos en su presencia. Conoceremos y no desistiremos de conocer a Yahvé.
Su venida es cierta como el alba; nos visitará como la lluvia, como la lluvia
tardía que riega la tierra”.
Apenas podría hablarse más
claro. La profecía del capítulo VI de
Oseas parece señalarnos con el dedo al capítulo XI de San Juan.
Cuando Jesús llega a
Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días muerto. Son, si quiere, los cuatro mil
años desde Abraham.
Antes de entrar a Betania Marta le sale al
encuentro, mientras María se queda en casa (v. 20). Este detalle es muy importante.
Cuando Marta encuentra a
Jesús, le pide por su hermano y Jesús le asegura que resucitará.
Jesús le dice: “Tu hermano
resucitará” (v. 23).
Todo el Antiguo Testamento
está aquí. Parece como que todos los Libros Santos se agolparan pidiendo ser
citados. ¿Cuál elegir?
Dos de entre ellos nos
parecen los más elocuentes.
El primero es el más
patético de todos.
Es la visión de los huesos áridos que tuvo Ezequiel (XXXVII,
1 ss).
“Yahvé me sacó fuera en
espíritu y me colocó en medio de la llanura, la cual estaba llena de huesos…
estaban sobre la superficie de la llanura y secos en extremo… Y me dijo: “Hijo
de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Mira cómo dicen: “Se han
secado nuestros huesos y ha perecido nuestra esperanza; estamos completamente
perdidos”. Por eso profetiza y diles: Así
dice Yahvé, el Señor. He aquí que abriré vuestros sepulcros y os sacaré de
vuestras tumbas, oh pueblo mío y os llevaré a la tierra de Israel”.
Los primeros catorce
versículos son imponentes.
El segundo testimonio no
es menos claro.
El Santo Job, figura
indudable del pueblo de Israel, profetizó (XIX, 25-27):
“Mas yo sé que vive mi Redentor, y que al final se alzará sobre la
tierra. Después, en mi piel, revestido de este (mi cuerpo), veré a Dios desde mi carne. Yo mismo le veré; le verán
mis propios ojos y no otro; por eso se consumen en mí mis entrañas”.
Como si todo esto no
bastara, incluso el nombre es
simbólico.
En la Primera Venida,
Jacob había sido llamado Israel, vale decir: “Fuerte contra Dios”, tan fuerte
que fue capaz, el único capaz, de
poner a su Rey y Mesías en un madero. Pero en la Segunda Venida, Jacob será
llamado Lázaro, esto es: “Dios presta ayuda”, porque será tal su debilidad que solamente podrá ser ayudado por aquel
Espíritu Septiforme, Padre de los Pobres, cuya imagen tan acabadamente
representa:
“E infundiré en vosotros Mi Espíritu y viviréis…” (Ezequiel XXXVII,
14).
¿Quién es Marta en este hermoso episodio? ¿Quién
si no la Iglesia?
Cuando Jesús le pregunta
si lo cree, ¿qué responde ella? ¡Oh, sublime respuesta! ¡Oh, hermosa profesión
de fe! Marta responde como Pedro y
le dice:
“Yo creo que Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios, el que viene a este mundo” (v. 27).
He aquí a Pedro. A la
Iglesia. A Marta.
He aquí la profesión de fe que Pedro repetirá una y otra vez hasta el
fin de los tiempos.
He aquí la verdad en la cual se resume la fe Católica.
“Pedro dice todos los días
en la Iglesia universal: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (San León).
Pedro había contestado:
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” y Marta había repetido: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios, el que viene a este mundo”.
Estamos en los últimos tiempos, por eso la confesión en la divinidad termina
con otro título, el título escatológico de Jesús: “El que viene a este mundo”.
Es como si a la Iglesia en los últimos tiempos ya no le bastara la fe en
la Primera Venida sino que deberá profesar, ¡y sabe Dios a qué precio! la Segunda
Venida en Gloria y Majestad.
En esta escena estamos en
los últimos tiempos. A Pedro no le basta con decir que cree en la divinidad de
Jesús. Tiene que agregar algo más. Su profesión de fe debe ensancharse hasta la
Parusía: “Tú eres el que viene a este mundo”.
Pero Cristo le había
preguntado a Marta si creía que Él era la resurrección y la vida. No le dice esto
a María. No hay que perder esto de vista, pues esta pregunta podía ser dirigida
sólo a Marta, ya que ella representaba la Iglesia.
Y cuando la Iglesia, por
boca de Marta, le había pedido por la vida de Israel, representado en la
persona de Lázaro, por toda respuesta se contentó con decir:
“Yo soy la resurrección y
la vida: quien cree en Mí, aunque muera, vivirá. Y todo viviente y creyente en
Mí no morirá jamás. ¿Lo crees tú?” (v.
26).
A Jesús parecería no
importarle el pedido de Marta.
Aquí está la pregunta
escatológica de Jesús. Por eso la respuesta de Marta tiene que agregar el
título Parusíaco: “El que viene a este mundo”.
Sin dudas San Juan habrá
recordado los versículos 4-6 del capítulo XX del Apocalipsis cuando escribió
estas palabras.
“Y ví tronos y sentáronse
en ellos y les fue dado juicio, y (vi) las almas de los que habían sido
decapitados a causa del Testimonio de Jesús y a causa de la Palabra de Dios, y
los que no habían adorado a la Bestia ni a su imagen, ni habían aceptado la
marca en sus frentes y en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años.
Los restantes de los
muertos no vivieron hasta que se cumplieron los mil años. Esta es la resurrección, la primera.
¡Bienaventurado y Santo el que tiene parte en la resurrección, la primera!
Sobre estos no tiene autoridad la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de
Dios y de Cristo y reinarán con Él los mil años”.
Quienes hayan muerto en Él, resucitarán y quienes estén velando al tiempo
de su Parusía, no morirán jamás. ¡Oh profunda palabra!
¡Oh sublime misterio! La Primera Resurrección nos está prometida aquí.
Jesús es la Resurrección y
la Vida. Dos títulos Parusíacos.
San Juan corta
abruptamente la escena y prosigue (v. 28):
“Dicho esto, se fue a
llamar a María, su hermana, y le dijo en secreto: “El Maestro está ahí y te
llama”.
Pero hay acá una
contradicción. San Juan dice que Marta se fue tras la profesión de fe, pero
luego dice a María: “El Maestro te llama”, es decir, tras la profesión de fe,
Marta no se fue inmediatamente.
Marta se fue
inmediatamente y no se fue inmediatamente. Para el simbolismo de San Juan,
Marta sí se fue inmediatamente porque lo que le importaba era resaltar su
profesión de fe. Tras ella Marta no tiene nada más que decir al Maestro.
Ahora entra María en escena. El cuadro se torna
majestuoso.
Jesús le dice a Marta que
llame a María. Antes de resucitar a Lázaro, Jesús quiere ver a María. Para que Lázaro resucite se necesita la
oración de María. No bastan los ruegos de Marta; deben estar los de María
también.
¿Qué sabemos de María? San
Juan nos dice que ella había ungido al Señor con perfumes y enjugado los pies
con su cabello (v. 2). Esto era
pasado. Pasado sí, pero nunca interrumpido. María ya se había arrepentido y no
se había separado más de su Señor.
¿Quién es, pues, María? ¿Quién puede ser si no aquellos Judíos que
han de ser convertidos por Elías? ¿Los “muchos” de los que habla Daniel (IX,
27)? ¿Los 144.000 sellados que había visto San Juan en el Sexto Sello (Apoc.
VII, 1-8)? En definitiva, ¿la Mujer que ha de huir al desierto (Apoc. XII, 1-6)?
Cuando Marta salió al
encuentro de Jesús, San Juan nota: “María, en cambio, se quedó sentada en la
casa” (v. 20).
María está pues sentada y en la casa.
Está sentada porque está
haciendo penitencia, porque está de duelo. Estar sentado era para los judíos
señal de duelo.
Está en su casa porque ésto nos recuerda lo que nos dice San Juan en el
Apocalipsis (XII, 6):
“Y la Mujer huyó al desierto, donde tiene un
lugar preparado por Dios para que allí la sustenten durante mil doscientos
sesenta días”.
María está en su casa.
Está de duelo.
Esto ya lo había
vaticinado, una vez más, Oseas (II, 14):
“Por eso Yo la atraeré y la llevaré a la soledad y le hablaré al corazón”.
La Mujer está en su lugar. En el lugar que Dios le
preparó para hacer penitencia “hasta que pase la ira”, como nos dice Isaías
(XXVI, 20).
Pero Marta va hacia
ella y le dice: “El Maestro está ahí y te llama” (v. 28).
Esta frase es un
compendio del Cantar. Todo el Cantar de los Cantares está allí:
“Levántate amiga mía; hermosa mía, ven. Porque, mira, ha pasado ya el invierno, la
lluvia ha cesado y se ha ido; aparecen ya las flores en la tierra; llega
el tiempo de la poda, y se oye en nuestra tierra la voz de la tórtola. Ya hecha
sus brotes la higuera, esparcen su fragancia las viñas en flor. ¡Levántate, amiga mía; hermosa mía, ven!
Paloma mía, que anidas en las grietas de la peña, en los escondrijos de los
muros escarpados, hazme ver tu rostro, déjame oír tu voz; porque tu voz es
dulce, y tu rostro es encantador” (II, 10-14).
María, que estaba
sentada, debe levantarse e ir al encuentro de Jesús.
Jesús la espera en el
mismo lugar en que había hablado con Marta (v. 30).
Al verlo a Jesús,
María se echa a sus pies y le dice lo mismo que Marta: “Señor, si Tú hubieras
estado aquí, no habría muerto mi hermano” (v.
32).
Cuatro días han pasado
desde la muerte de Lázaro. Marta y María se habrán dicho esto una y otra vez:
“Si Jesús hubiera estado aquí, Lázaro no habría muerto”.
Una vez más, Jesús elude
una respuesta directa ante la queja. Se conmueve en su espíritu y pregunta
dónde le han puesto. Cuando María le
responde, Jesús llora (v. 35). No es Marta quien responde, es
María. Jesús no llora cuando Marta le habla, sino cuando le habla María. Jesús
llora aquí, Jesús llora el domingo de Ramos y Jesús llora en la Cruz. Esto
último nos lo dice San Pablo a los Hebreos (V, 7) y no está en los Evangelios.
Pero se lo revela a los Hebreos. Esto
no puede ser una mera casualidad. Cada
vez que Jesús llora, Israel está presente. Por eso llora cuando María le habla
y le conduce ante la tumba de Lázaro.
Jesús llega a la tumba
y el Evangelista la describe. Nos dice: “Era una cueva y tenía una piedra
puesta encima” (v. 38).
La cueva, además de este lugar, es nombrada
en el Evangelio una sóla vez. Los sinópticos nos recuerdan la crítica de Jesús
a los mercaderes del Templo. Les dijo que habían hecho del Templo "una
cueva de ladrones". ¿Qué mejor descripción de la muerte de Israel? Así
como ellos habían hecho del Templo una cueva, Dios los enterró en una cueva.
La piedra, por su parte, parece señalarnos
el velo que impide a Israel entender las Escrituras (II Cor. III, 12 ss) o es,
si se quiere, una imagen de Jesús en la Primera Venida.
Jesús pide a los presentes
que quiten la piedra, pero Marta interviene y dice: “¡Señor, hiede ya, porque
es el cuarto día!” (v. 39). ¡Cuidado
Marta! Se ve por aquí un comienzo de incredulidad. La resurrección de Lázaro, vale
decir, la Higuera cuyas ramas se ponen tiernas y cuyas hojas brotan (Mt. XXIV,
32; Mc. XIII, 28), es el último signo
previo a Su Parusía. No debes dejar de velar aunque parezca que tu Señor se
retrasa.
Por eso la severa
reprimenda de Jesús a Marta: “¿No te he dicho que si creyeres verás la gloria
de Dios?” (v. 40).
El desenlace es
conocido.
Jesús agradece al
Padre por el milagro que está a punto de obrar. Y lo hace para que el pueblo crea en Él (v. 42).
En la escena, Jesús
hablaba sobre los judíos que habían ido a consolar a Marta y a María (vv. 19.31.33.36.37).
En el simbolismo este pueblo
no puede ser más que los gentiles durante el milenio. Ellos recibirán la
prédica de manos de Lázaro. Irán a Jerusalén a recibir la ley de la misma forma
que fueron a ver a Lázaro resucitado (Jn.
XII, 9).
Jesús clama con gran
voz “¡Lázaro, ven fuera!” (v. 43) y
Lázaro resucita. Lázaro estaba atado de pies y manos y tenía el rostro envuelto
en un sudario, a modo de velo, casi podríamos decir, siguiendo, una vez más, la
imagen de San Pablo (II Cor. III, 12 ss).
El Evangelista termina
abruptamente el relato con las palabras de Jesús: “Desatadlo y dejadlo ir” (v. 44).
¡Atención!
Lázaro debe seguir
vivo todavía. Lázaro debe andar y caminar, pues para eso le fueron quitadas las
vendas de los pies y manos. Israel deberá
evangelizar a las naciones. Tiene un largo camino por delante. Exactamente
los mil años.
Pero esto no es todo.
El simbolismo no
podría estar completo si la Jerusalén Celeste no estuviera aquí. Hablar de la
Parusía y del Milenio sin describir la Esposa del Cordero es un sinsentido.
La Jerusalén Celeste son los Apóstoles ¿Qué duda puede haber?
¿Quién mejor que ellos para resumir la Jerusalén Celeste? ¿No son ellos acaso ese reino activo, los ángeles de las doce puertas (Apoc.
XXI, 12)? ¿No son de ellos esos tronos que ve San Juan en XX, 4? ¿No son ellos
los que han de juzgar las doce tribus de Israel (Mt. XIX, 28)?
Escuchemos una vez más
a San Juan. Jesús permanece aún dos días
donde se encontraba (v. 6). Son
los dos mil años desde su Ascensión.
“Y solo entonces dijo
a sus discípulos…” (v. 7). Notemos
el “sólo entonces”. Antes no era posible, pues durante esos dos días en los
cuales Lázaro estuvo muerto era preciso que se convidara a las Gentes al
banquete.
“Y solo entonces dijo
a sus discípulos…” ¿Qué les dice? “Volvamos a la Judea”.
Volvamos porque ya habían estado
allí. Jesús no es sólo “El que Viene”, es “El que Vuelve”.
Es lo mismo que había
profetizado Oseas (V, 15) unos versículos antes:
“Me iré y me retiraré a mi lugar hasta que ellos reconozcan su culpa y
busquen mi rostro”.
Jesús estará en Su lugar hasta que Israel lo llame.
“¡Oh, si rasgaras los cielos y bajaras…!” (Is. LXIV, 1).
Volvamos, pero ¿a
dónde? A la Judea, ¿a dónde más? La
Jerusalén Celeste busca la Jerusalén Terrena como el alma al cuerpo.
San Juan nota que
Jesús no había llegado a la aldea
cuando se encontró con Marta y con María (v.
30). La aldea es el mundo. La Parusía, la Venida del Mesías en Gloria y
Majestad todavía no ha ocurrido. Esto
es importante retenerlo para no confundir la secuencia de los acontecimientos.
En su Parusía Jesús viene a buscar a la Iglesia.
¡Atención Marta,
porque debes estar en vela!
Luego, el capítulo XII
nos narra el banquete en el cual estaban
todos presentes: Jesús, sus Apóstoles, Lázaro, Marta, María, los gentiles
representados en los judíos creyentes. Todos. Nadie podía faltar. La Santísima
Virgen debió estar también presente allí, sin duda alguna.
Hermosa imagen de los tiempos pacíficos del Milenio.