Nota del blog: presentamos el VI capítulo del precioso libro de Stanislas Fumet "Misión de León Bloy".
Segunda Parte
Segunda Parte
CAPÍTULO VI
LA GLORIA EN EL DESTIERRO
Una vez que ya hemos interrogado a
su vida, se van a justificar mejor sus ideas. Veremos que ya no son proyecciones
cerebrales que interesen sólo a la inteligencia y la imaginación. Tienen otra
densidad: fueron resultado de experiencias costosas.
Aunque más tarde haya escrito un número considerable
de obras, repetimos que a León Bloy, intelectualmente no le quedaba nada por
adquirir después de Le Désespéré.
Vivirá hasta el fin sobre este patrimonio, inagotable por cierto, que se había
constituido en diez años de oraciones, de holocaustos, de iluminaciones, de
pecados y de sufrimientos.
Bloy lo
había recibido de Dios, según lo creía, pero también por intermedio de otras
personas. Advertimos que debía muchísimo
al padre Tardif, su maestro en el arte de descifrar la Sagrada Escritura:
"Tenía entonces treinta años. Dios había querido que yo no fuese
absolutamente nada, antes de encontrar a este hombre extraordinario, y que
tuviese el enorme pesar de perderlo muy poco después"[1]. Afirmaba tener más todavía de Ana María.
"Las páginas realmente grandes que, en Le
Désespéré, escribe a Henriette
L'Huillier el 6 de febrero de 1887, han llamado la atención del intuitivo Montchal —cap. 13, 54, 64, 65 y 68 — esas páginas me fueron dictadas, hace cinco años, por una joven ignorante que hizo
realmente cuanto imaginarse puede de más sublime, a quien debo todo lo que
valgo intelectualmente y a quien empequeñecí prodigiosamente para hacerle
entrar en mi libro".
A Barbey d'Aurevilly no le es deudor sino de las riquezas de su
orquestación y de las variedades de tono de su tinta. El "Condestable de
las letras" no tenía espiritualmente nada que enseñarle. Un examen atento permite ver que Baudelaire,
en el orden de la estética, le transmitió cualidades más duraderas. En
cuanto a las ideas conviene decir que las concepciones del padre Tardif se injertaron en Bloy
sobre ciertos datos que había tomado de José
de Maistre y de Blanc de Saint-Bonet.
Por otra parte, videntes, como Ángela de Foligno, Rusbrok, Catalina de Génova,
María de Agreda, Ana Catalina Emmerich, los niños de la Salette, le colocaron
en una atmósfera que le convenía. El beato
Luis Grignion de Montfort, el Padre
Faber, fijaron su piedad. Sin embargo fueron sobre todo Tardif de Moidrey
y Ana María quienes determinaron para siempre su formación.
Habría una tercera influencia, que
data de la misma época y relacionada por otra parte con las dos anteriores, que
fué igualmente muy considerable y que nos extraña que Bloy no haya reconocido
más abiertamente: quiero hablar de Ernesto
Hello. Nunca, en suma, Bloy, que
lo admiraba profundamente, rinde plena justicia a aquél a quien él continuó tan
vigorosamente. Su juicio global sobre Hello
es insuficiente, y hasta erróneo cuando ve en su predecesor directo una especie
de Pascal débil y atormentado; incomprensible cuando no oye en su obra más que
gritos y cuando niega la realidad de su estilo —muy desigual, desde luego, se
lo concedemos. Pero Hello no hizo
más que balbucir lo que Bloy debía
proclamar, y el lenguaje que usa, no por ser descarnado, al revés, ciertamente
del muy robusto imprecador, carece de personalidad, muy lejos de eso, aunque Bloy diga otra cosa, que no podía
gustar un estilo sin adornos, sin aparato bizantino, sin opulencia y sin color.
Hello fué quien le transmitió aquel sentido del
pensamiento glorioso que el Eterno cela bajo el velo del signo. La presencia de
Dios en todas partes y la atención que la misma exige existía ya en Hello antes
de que apareciese en Bloy. ¡Y el horror a las máximas del mundo, que se oponen,
por principio, al reino de Aquél que es, la repugnancia ante la impiedad
social, ante la mediocridad del espíritu que va a la par con la del corazón, el
odio a todo lo que no se adhiere amorosamente a la Verdad, ni se arrodilla, ni
se somete a la afirmación del Ser, todo esto estaba ya formulado en Hello antes
de que rugiese Bloy!
Apenas hay distancia entre la
exégesis del uno y la del otro. Sin embargo, se las confundiría a no estar más
cargado el período del más joven. Lo que
distingue no obstante a Bloy, es que tiene un conocimiento experimental de la
carne, mientras que el frágil Hello, que reivindica la tierra en su
lenguaje de emperador loco destronado, ¡ignoraría la carne en sí misma
desprovista de su razón metafísica de ser lo que es! Pero, en cuanto a materia
de la Redención, Hello, inspirado
por su catolicismo integral, ya había sabido hacerle ocupar su verdadero lugar.
¡Cuánta más importancia tiene para Bloy! Por más que
sea la nada, es sin embargo— la materia posible de la Encarnación, es el crisol
del sufrimiento, lleva impresas las llagas de Jesús que paga el rescate de los
hombres. Ella perteneció a Cristo, como le pertenece a él. Y cotidianamente LA recibe
en la Misa, ELLA es para él, todos los días, el pan de su vida espiritual. El
catolicismo (así lo sentía), rehabilitó
a la carne. Esto es infinitamente verdadero. Y cuando Bloy habla de Jesucristo,
no puede contemplarle sino muy en su carne doliente, despreciado, flagelado en
sus miembros, jadeante y ensangrentado; los místicos trágicos son sus íntimos. Pero el Verbo de Dios, independientemente de Jesucristo, el Verbo in principio, en quien piensa Hello con estremecimiento le resulta un
tanto lejano.
Bloy, que perseguía al Dolor hasta en las facciones de
Dios, como a la amante muy querida, no sentía abrirse su alma sino en la Carne
supererogatoria que un Dios había tomado.
Cuando lee las Escrituras, a pesar de su método intelectual, siempre es un
Drama de carácter humano — sobrehumano, si se quiere, pero ¿lo sobrehumano no
es en ese caso lo humano perfeccionado?— lo que se complace en descubrir en
ellas. Su simbolismo es una consecuencia del misterio de la Encarnación.
¡En la escuela de esta agonía es
donde aprendía decididamente lo que vale la carne y cuánto cuesta arrojar este
pan al estercolero! Por vez primera su cristianismo, se erguía en él para
defenderla, a esta miserable carne que ningún misticismo puede suprimir, que no
se puede perturbar sin que quede el espíritu dislocado y a la que ninguna disolución
de la tumba impedirá resucitar al fin de los tiempos[2].
Tenía tal cuidado de la carne que la
magnificaba hasta en sus cimientos, por el juego de analogías y de figuras simbólicas.
Lo innoble suministró a Bloy un tema continuo
para la exaltación de AQUEL que es lo más opuesto por definición a la carne: el
Espíritu Santo. Derriba al amor, que es su nombre
celeste sobre la tierra, en el desarreglo de los sentidos, y le hace rodar en
los lugares de prostitución y le cubre de inmundicias; jamás envilece a la
criatura tanto cuanto la exalta luego, por su inmediata santificación y la inconmensurable
glorificación de Dios en ella. Este raro pensador quiere que el símbolo alcance
sus profundidades en la materia y, más excelentemente, en lo que Dios se apropia
de la materia según el tiempo y a través del espacio: nuestra carne sensible. Quiere plantar la vertical de la Redención
en los abismos y la hunde lo más profundo que puede. Su poesía alcanza con ello
algunas veces la cima de la profecía.
Cuando León Bloy invoca la IGNOMINIA del Salvador, o
cuando evoca aquel espectáculo grabado en su memoria, de tres judíos, horribles
por demás, "inclinados, frente contra frente, sobre la boca de un saco
fétido que hubiera espantado a las estrellas, donde se hacinaban, para la
propagación del tifus, los innumerables objetos de algún negocio
archisemítico", atrévese a entrever una semejanza deslumbradora con los
tres Patriarcas sagrados: Abraham, Isaac y Jacob, después con la misma
Santísima y Augusta Trinidad, y entonces desborda su pensamiento, traspone sus
límites y se hace poco a poco incomparable.
Pero uno desearía que lo disimulara
más. La conciencia que un hombre tiene de su fuerza resulta algunas veces
irritante. Uno se siente un poco molesto al leer esta suprema confidencia:
Ernesto Hello
estaba persuadido de que Dios tenía necesidad de él para el cumplimiento de un
destino muy misterioso y muy grande. En este sentido, había en él una especie
de profeta que yo solo conocí. Lleno de la idea de que le era necesario un
compañero y considerando que yo podría ser su colaborador, consultó, un día,
hace de esto más de veinte años, a la Verónica
de Le Désespéré quien, señalándome,
dió esta respuesta: Sólo éste tiene algo
que hacer[3].
En otros términos, León Bloy, el único de los dos amigos,
había sido llamado a ver sobre la tierra el comienzo de la Gloria de Dios — conjetura
que no se realizó desde luego al pie de la letra, y era la letra más que el
espíritu, sin duda alguna, lo que Bloy,
hubiera reclamado en dicha circunstancia. Varios han echado en cara a León Bloy su orgullo; pero hiciéronlo
sin discernimiento, porque Bloy era
una especie rara, inclasificada, y cuyo genio podía sólo justificar el proceder
intempestivo: de este modo nunca tuvo la menor consideración moral para consigo
mismo. Este orgullo, que, en resumidas cuentas, no fué sino una confianza
ilimitada en su elección espiritual, no le impedía abrazar la humildad o la
obediencia, cuando eran el Evangelio y la Iglesia los que le mandaban.
Si León Bloy es hermano segundo de Ernesto Hello; si el simbolismo, en su más vasta y a la vez más
ortodoxa acepción, que hacía a Jesucristo
sostener sobre la Cruz el conjunto de los cielos y hacía gravitar todo
alrededor del eje divino, fué su ciencia exclusiva, no se le pudo reducir sin
embargo a ninguna escuela. No
obstante, habiendo solicitado sólo a las Escrituras (al aplicarles un método
casi fijo), la razón de las cosas, y su orientación, se viene a caer en la
cuenta de que Bloy, a pesar suyo, reprodujo, haciéndolas católicas, cierto
número de interpretaciones judías, pero sin sospechar un segundo que coincidía
en muchos puntos con la doctrina de las especulaciones hebreas, cuyas tesis,
ignoraba realmente. Por otra parte ¿no participaba acaso, de estas tendencias,
con su querida edad media impregnada de cábala?
Dije que León Bloy tenía una especie de clave para descifrar la Biblia.
Pretendía que todo lo que contienen los
Libros Sagrados habla, de una manera interior, de Dios en Tres Personas, y que
la diversidad de los hechos en los tiempos y lugares, además de aplicarse a los
hechos verídicos relatados, tiene por objeto expresar enigmáticamente las
relaciones de estas tres consustanciales Hipóstasis entre sí.
La palabra divina es infinita,
absoluta, de todo punto irrevocable, prodigiosamente iterativa sobre todo, pues
Dios no Puede hablar más que de Él mismo[4].
Cuando Moisés escribió: Caín, Abel, quiere decir Dios, piensa Bloy, bajo los dos nombres.
Y siempre se trata en todo de
Jehovah, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ellas solas forman la
substancia del Ser divino, que se refleja en todas las criaturas.
Por consiguiente, no hay razón para
que Bloy reserve exclusivamente el
simbolismo integral a la Biblia. Esta misma llave debe abrirle el mundo y sus
arcanos. Dios tiene por Nombre el Ser mismo subsistente. Ahora bien, como nada
de cuanto existe no proclama sino al SER, no hay nada en el espacio (el mundo
objetivo) ni en el tiempo (la Historia) que no corresponda a Dios.
Bloy se
apoya sobre todo en dos textos de San
Pablo que son bien perentorios: "las cosas visibles sacadas de las
cosas Invisibles" ("ut ex invisibilibus visibilia fierent", Heb. XI) y el famoso pasaje:
"Ahora vemos en enigma como en un espejo" (I Cor. VII).
Iba más lejos y suponía que por la
Caída de Adán al perturbar todo en
el universo, ya no están siempre necesariamente los hombres en su lugar. La
identidad de cada uno quedó desvirtuada y los sufrimientos de las condiciones
humanas provendrían tal vez de cierto desorden que nos haría ocupar lugar
distinto del que nos corresponde[5].
Pura hipótesis de la imaginación, se dirá, ¿pero cómo
no admirarse cuando se la encuentra entre las ideas más sutiles de la alta
tradición rabínica? Ahora bien León Bloy, que no tenía la menor noción de los
comentarios escriturarios de los judíos, pero cuyo espíritu místico seguía
naturalmente las pendientes israelitas, y que también se fué acomodando a su
viejo sistema de lectura "geométrica" (gematría) en que cada letra de las escrituras tiene el valor al menos
de una estrella, se aproxima frecuentemente, tanto como es compatible con el
catecismo, a varias concepciones hebraicas, aquéllas, a decir verdad, que no
pertenecieron sino a una porción de sabios en extremo piadosos y que no habrían
necesitado más que un paso para entrar al conocimiento del Evangelio, de haber
consentido en reconocer en su humana veracidad a Aquél de quien estaba llena su
kabbala.
La Schekhina[6], declaran
estos Judíos, es la Gloria de Dios en el
destierro. Constituye el elemento central de su religión. Es difícil
declarar en qué consiste positivamente, pues es a la vez la Presencia real,
Esposa de los Cantares, el Visitador misterioso y, siempre la Gloria de Dios
que suplica se la admita en la sociedad de los hombres. Cuando se pierda el
Arca de la Alianza la Schekhina
permanecerá con Israel. ¡No abandonará a Israel, siendo como el Espíritu de su
asamblea! Creo que se podrá traducir, con bastante exactitud, en lengua
teológica, esta palabra de Schekhina por la de "Gracia", tanto más
cuanto que se sabe de ella que es Dios sin ser Dios en Sí mismo, algo esencialmente
divino y creado, como la Gracia[7]. Pero los
judíos la ven llorar constantemente cual figura de destierro... Y es entonces
cuando uno piensa invenciblemente en las ideas de Bloy acerca del Paráclito.
¿Ideas? Con la condición de que se
guarde la etimología del término, que implica visión, sí. Pero no en otro
sentido, pues León Bloy no conocía
dos formas de pensamiento. Cuando se le interrogaba acerca de una obscuridad
aparente de sus exégesis, no tenía más que una respuesta: "Veo". Mas
ocurría, que sólo cerrando los ojos veía así. Veía en el interior como los
ciegos. Y cuando, incidentalmente, se criticaron ciertos pasajes de sus libros,
que trataban más especialmente del Espíritu Santo, negó a sus censores todo
derecho de juzgarle como filósofo, pretextando que él era únicamente poeta, o
profeta, que sus exégesis no dependían del razonamiento, sino de la intuición
de un enamorado. Desconcertábase cuando se le preguntaba bruscamente sobre lo
que él quería decir y, hubiera mandado a cualquiera a la gloria, o al diantre
para cualquier informe más amplio.
Así pues mientras repite con San Pablo que el Espíritu Santo pide
"con gemidos inenarrables" (Rom.
VIII), está de acuerdo con la doctrina hebrea de la Schekhina, y está de acuerdo con la noción de Gloria, que es la mejor corona de Israel y la fructificación de la
elección eterna de Dios sobre un abismo moral muy singular, se apodera de las
manos trémulas de Ernesto Hello para imponérnosla de una manera
más humana. Ahora bien: el destino de la Gloria de Dios es lo descrito
precisamente en todas las páginas de sus obras. La Schekhina anda errante a
causa de los pecados de los hombres. Y León Bloy, ve en el Paráclito bastante
confusamente a un Vagabundo inimaginable, a cuyo advenimiento la tierra será
presa de un estremecimiento de horror. Por esto busca a tientas en el laberinto
de las tinieblas dolorosas, con intensa pasión, al embajador de Aquél, y espera
una cita del mismo en la encrucijada de los Dolores, presto a reconocerle en determinado
grito del sufrimiento sobrehumano, en alguna gigantesca confesión de miseria o
de abandono total, en fin, en cualquier señal de exceso. Engáñase magnánimamente cuando encuentra un piadoso
navegante cubierto de afrentas, un rey desheredado, un poeta maldecido, un
emperador perseguido muriendo en la soledad y el silencio, un oprimido
extraordinario, ante los cuales no puede privarse de soñar que es el Amado que
debe venir ("Soy Aquél que es, que era y que viene", conjuga el Apocalipsis) y que en su generosidad
peligrosa, está siempre a punto de confundir con un Precursor. "Espero a ALGUIEN" declaraba con
gusto, y pienso que ésta debía ser para él su misión más clara. Exspectans, exspectavi.
Espérale bajo la forma de un
Exterminador, que sería el Hombre de la Justicia. Pero no sabe con certeza si
debe ser el justiciero o el justiciable, tanto se parece a Dios.
Durante la guerra de 1914, en
vísperas de su muerte, habla con más esperanza que nunca:
Aquél a quien hay que esperar, el
Extranjero que podrá poner fin El solo, a la inconmensurable Tribulación, será
ciertamente un hombre de eternidad en el sentido de que tendrá el poder de
aprovechar el Depósito del Terrible Jardín, no lejos del viejísimo Árbol de la
Ciencia, justo en el lugar donde cae la sangre de la mano derecha de Jesús, luego de ser clavado en la Cruz,
cara a Occidente.
¿Qué hará este personaje terrible en
quien Dios habrá delegado su poder? Esto es tan desconocido como las leyes de las
nebulosas. Todo cuanto se puede decir, es que el milagro vendrá delante de Él
como los pajaritos delante del Patriarca de Asís, obedeciéndole ad nutum las criaturas animadas o
inanimadas con exactitud maravillosa[8].
[1] Le Mendiant Ingrat, 23 de septiembre de 1894. Carta
al hermano del padre Tardif de Moidrey. Opinión que se halla desarrollada en: René Martineau, Léon Bloy et
"La Femme Pauvre". Acaso deba a Huysmans su admiración por Baudelaire.
"Baudelaire (escribía a Montchal en 1886) cuya superioridad
indiscutible desconocía M. d'Aurevilly,
hombre del pasado." Ahora bien, entonces llega, esclarecido por Huysmans, a separarse "de M.
d'Aurevilly en lo referente a un gran número de puntos...".
[2] Le Désespéré.
[3] Mon Journal, 14 de noviembre de 1899. "Carta a uno (de cuyo nombre no quiero acordarme)."
[4] Le Salut par les Juifs, XX.
[5] Siendo
idea central de mi último cuento, Propos
digestif, que nadie puede estar absolutamente seguro de su identidad y que cada cual ocupa
verosímilmente el lugar de otro, Juana
me preguntó cómo pudría ocurrir que hubiera tal desorden en la obra de Dios.
“¡Y la caída? le repliqué... Nada está
cumplido. Tenemos que esperarlo todo, ya que estamos en el Caos —en el gran
caos que separa al Mal Rico del Glorioso Pobre. Nos está pues reservado el
asistir verdaderamente al Génesis, y servir de testigos del Fiat Lux hasta el nacimiento de Adán,
etc." (Le Mendiant Ingrat, 30 de enero de
1894).
[6] Schekhina es
una palabra hebrea que significa literalmente: habitación. No se la emplea en
textos bíblicos, pero, por el contrario, se halla muy a menudo rodeada de un
excepcional respeto, bajo la pluma de los rabinos.
[7] El tipo de la Schekhina es la Gloria. Su modo es la Gracia. Compárese esta definición
con la de Santo Tomás: "Gratia est
quaedam incohatio gloriae”.
[8] Dans les Ténèbres. Le Miracle.