II
AUTORIDAD DEL VICARIO DE JESUCRISTO
Doble función.
Jesucristo, con la institución de su vicario, atiende al
porvenir y a la seguridad de su Iglesia, extranjera y peregrina en esta tierra.
Quiere ser su guía visible y marchar a su cabeza. Este vicario no tiene, por
tanto, el encargo de establecer una nueva doctrina con nuevas revelaciones, de
crear un nuevo estado de cosas o de instituir nuevos sacramentos; no es ésa su
función[1].
Representa a Jesucristo a la cabeza de la Iglesia,
cuya constitución es perfecta.
Esta constitución esencial,
es decir, la creación misma de la Iglesia, fue la obra propia de Jesucristo, que Él mismo debía llevar a
término y de la que dijo a su Padre: «He acabado la obra que me habías encomendado» (Jn. XVII, 4).
Ya no hay nada que añadirle; pero en adelante hay que mantener esta
obra, asegurar la vida de la Iglesia y presidir el funcionamiento de sus órganos.
Para esto son necesarias
dos cosas: hay que gobernarla, que perpetuar en ella la enseñanza de la verdad.
El concilio Vaticano I resume en estos dos objetos la función suprema del
vicario de Jesucristo[2]. Pedro representa a Jesucristo en este doble aspecto.
Autoridad de gobierno.
Es primeramente el vicario de Jesucristo en el gobierno de la Iglesia,
en la que ejerce su autoridad soberana. Jesús le da las llaves del reino de los
cielos. Él ata y desata en la tierra; todas sus decisiones son ratificadas en
los cielos (Mt XVI, 19). Cierto que más tarde se comunicó también a los apóstoles
el poder de atar y de desatar (Mt. XVIII, 18). Pero, dice Bossuet, «lo que sigue
no destruye el comienzo, y el primero no pierde su puesto. Esta primera
palabra: "Todo lo que atares, dicha a uno solo, puso ya bajo su poder a
cada uno de aquellos a quienes dirá: "Lo que perdonareis.". Las promesas
de Jesucristo, así como sus dones, son sin arrepentimiento. Lo que una vez se
ha dado indefinida y universalmente, es irrevocable»[3].
El Señor, único pastor del único rebaño, le dice todavía: «Apacienta mis
corderos, apacienta mis ovejas» (Jn. XXI, 15-17); los corderos, que son los
fieles, y las madres, que son las Iglesias. Siguen siendo siempre mis corderos
y mis ovejas: Yo no los enajeno confiándotelos; no dejo mi nombre de pastor al
comunicártelo; Yo soy el único pastor, porque no habrá más que un único rebaño (Jn
X, 16). Yo te hago pastor conmigo y en mí, un solo pastor conmigo.
Así roda la antigüedad
reconoció en el Soberano Pontífice el poder primero y soberano. Toda la suma
del gobierno, la summa rerum, le está confiada[4]. Como
legislador universal obliga a toda la Iglesia con sus constituciones; «sus
edictos son perentorios», dice Tertuliano[5].
Siendo juez supremo y sin
apelación, pronuncia sentencias que ningún poder puede anular, y nadie puede
someter a nuevo examen la causa que él ha terminado con su juicio[6].
Pero esto no basta. Esta autoridad que es universal como la de
Cristo puesto que no se distingue de ésta, es también como la de Cristo,
inmediata y alcanza propia y singularmente, en virtud de su esencia a cada una
de las Iglesias o asambleas de los fieles, a cada uno de los fieles.
Es lo que definió el
concilio Vaticano I[7], y
sin duda para prevenir el error contrario fue para lo que el Señor, en lugar de
decir a san Pedro: «Apacienta mi rebaño», como en bloque y en conjunto, le
dijo: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn XXI, 15-17), es decir, a la vez todo el rebaño, puesto que no exceptúa
a nadie, incluyendo a cada uno de los fieles, puesto que lo designa para ellos[8].
Sería demasiado prolijo
seguir a lo largo de la historia todas las manifestaciones del poder soberano
del vicario de Jesucristo, tanto más
cuanto tal estudio forma la trama de toda la historia eclesiástica. En manos de
todos están los autores que han recogido, siglo tras siglo, los monumentos de
su suprema jurisdicción.
Autoridad doctrinal.
La autoridad doctrinal del
Sumo Pontífice no es menor que la autoridad en el gobierno. Nuestro Señor le pone en guardia contra los
esfuerzos del demonio contra la fe de la Iglesia, incluida en la del colegio
episcopal que debe formarla; y, queriendo asegurar en esta esposa, que se
eligió, el depósito sagrado de su palabra y la integridad de su fe, dijo a su
vicario: «Simón, Simón, he aquí que Satán os ha reclamado para cribaros» (a
vosotros, el colegio de mis obispos) «como trigo», es decir, para agitaros con
la incertidumbre de las cuestiones; «pero Yo he orado por tí», singularmente,
«a fin de que tu fe no desfallezca. Tú, pues…, confirma a tus hermanos» (Lc XXII,
31-32).
Así, san Pedro se ve confirmado en la fe por la asistencia divina; es
para siempre el doctor infalible, y la Iglesia no es infalible sino porque es
confirmada por él; esto quiere decir que la Iglesia, formada por el colegio
episcopal, la Iglesia, a quien Jesucristo tiene dada su palabra, a fin de que
el depósito de esta palabra no parezca en ella disminuido por el olvido,
oscurecido por las dudas o alterado por la palabra y las interpretaciones de
los hombres, tiene necesidad de ser constantemente confirmada y sostenida.
¿Y quién podrá, pues, desempeñar este oficio sino el vicario de
Jesucristo? Y porque él habla en su nombre y la representa en medio del mundo,
le es debida la infalibilidad como una prerrogativa necesaria y como una consecuencia
inevitable de su título[9].
Consiguientemente, también el colegio episcopal será infalible, pero con
una infalibilidad de orden diferente.
La infalibilidad del vicario de Jesucristo es esencialmente la
infalibilidad principal, y es el
origen y el fundamento de la infalibilidad en la Iglesia. Es propio del jefe en
la jerarquía comunicar y extender el don que hay en él.
La infalibilidad de los obispos deriva sobre ellos de la de su cabeza,
que los confirma con su propia firmeza[10].
Siendo la infalibilidad
del vicario de Jesucristo la
infalibilidad principal, tiene como consecuencia otras dos cualidades, a saber,
el serle propia y singular.
Le es propia porque no le
viene de su adhesión al episcopado: la infalibilidad del colegio episcopal es,
por el contrario, una infalibilidad comunicada, y le viene de su unión en un
mismo magisterio con el que es su cabeza en Jesucristo.
La infalibilidad del vicario de Jesucristo es un privilegio singular, en cuanto está ligada a su persona
jerárquica, que es única. Como vicario de Jesucristo, él solo tiene su lugar y
habla por él. La infalibilidad de los obispos es, por el contrario, un bien
común que pertenece al colegio entero y que este colegio recibe en la comunión
con su cabeza[11].
Así la infalibilidad de san Pedro es sin duda, según los términos mismos
del Evangelio, una infalibilidad que confirma, mientras que la infalibilidad de
los obispos es una infalibilidad confirmada. Ambas, sin embargo, son efecto de
la asistencia divina, asistencia que hace de la fe de Pedro la fe principal, y
de su boca el órgano de Jesucristo, asistencia que por san Pedro confirma en la
verdad al colegio episcopal y lo mantiene en la unidad de la misma fe.
Porque así también, por el hecho mismo de que san Pedro confirma eficazmente la fe de sus hermanos, esta
fe debe efectivamente quedar confirmada
y ser inquebrantable, y así
las palabras de Jesucristo: «He orado por tí para que no desfallezca tu fe...
confirma a tus hermanos», tienen todo su efecto en san Pedro, que confirma a
sus hermanos, y en todos los obispos confirmados por él, para formar en él y en
ellos el único magisterio de la Iglesia universal.
La Iglesia ha rechazado,
por tanto, con razón, las doctrinas que querían que en este magisterio común la
infalibilidad del vicario de Jesucristo
dependiera de la adhesión del episcopado, como si se invirtieran los papeles y
debiera él ser confirmado por sus hermanos.
Ha rechazado también a los
que lo hacían infalible en cuanto órgano de la
Iglesia, os Ecclesiae por razón de
lo equívoco de la expresión.
San Pedro es, efectivamente, el órgano de la Iglesia y habla en su
nombre autoritativamente, en cuanto
su fe encierra y forma la fe de la Iglesia, a la manera como el antiguo Adán
hablaba y obraba en nombre de todo el género humano en su caída, y como el
nuevo Adán habla y obra en nombre de la humanidad entera que lleva en Sí[12]. Pero no es el órgano de la Iglesia ni habla
en su nombre como un delegado que recibe de sus mandatos la autoridad de su
palabra; en otros términos: no es el órgano ministerial de la Iglesia.
Unidad de persona jerárquica.
Así, todo lo que hemos
dicho de la dignidad de san Pedro
nos muestra que él representa tan perfectamente a Jesucristo y que forma tan
estrechamente una misma persona jerárquica con la cabeza divina de la Iglesia,
que sin vacilar ha podido la tradición hablar del uno y del otro como de uno
solo y decir de san Pedro lo que no
parece convenir sino a Jesucristo.
En esto es la tradición
eco fiel de la Sagrada Escritura y contiene y desarrolla «el misterio de las
apelaciones dadas a san Pedro por Jesucristo, dice san León, para declarar la estrecha solidaridad que los une»[13];
porque «dio a Pedro, dice todavía san Cirilo, y no le dio sino a él solo toda la plenitud de
lo que le pertenece a él mismo».
Así la tradición, por la
palabra de los concilios y de los padres, lo llama, en cada página, cabeza de la Iglesia católica[14], obispo de la Iglesia católica[15], cabeza de los obispos[16], fuente y origen en del episcopado y, para abreviar, así como, por causa del
misterio de la circumincesión jerárquica, donde está Cristo, allí está la
Iglesia, dice igualmente: «donde está Pedro, allí está la Iglesia»[17].
[1] Concilio Vaticano I (1870), constitución Pastor aeternus, c. 4,
CL, 486; Dz 3069-3070.
[4] Orígenes, Comentario sobre la epístola a
los Romanos, l. 3, n.° 10; PG 14, 1053: «A Pedro fue confiada la suma de todas las cosas para apacentar las
ovejas...» San Gelasio I (494-496) Carta 4, a Fausto (Commonitorium); PL 59, 30: «Según los cánones, a la santa sede se
debe la suma de todo el derecho.»
[6] Zósimo (417-418), Carta 12, a Aureliano y
a los obispos de África, 5; PL 20, 363. San Gelasio I, Carta 13, a
los obispos de Dardania; PL 59, 66: «La sede del bienaventurado apóstol Pedro tiene el derecho juzgar y a nadie
está permitido juzgar de su juicio: porque han querido los cánones que se
recurra a él de cualquier parte del mundo, mientras que nadie puede apelar de
su decisión”. Concilio Vaticano I,
constitución Pastor aeternus, c. 3; CL, 485; Dz 3063: “El
juicio de la sede apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor, no puede
volver a discutirse por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de su juicio».
[7] Concilio Vaticano I, ibid.; CL, 484; Dz 3060: «Enseñamos, por
ende, y declaramos…, que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice,
que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A esta potestad están obligados,
por el deber de subordinación jerárquica y de verdadera obediencia, los
pastores y los fieles de cualquier rito y dignidad”.
[8] Pseudo-Eusebio De Emesa, Homilía
en la vigilia de la fiesta de los santos apóstoles, en “Bibliotheca maxima
Patrum”, t. 6, p. 618-622: «Le confía primero sus corderos, luego sus ovejas:
es que lo establece no solamente pastor, sino pastor de los pastores. Así pues,
Pedro apacienta a los corderos y
apacienta a las ovejas, a los hijos y a las madres; rige a los fieles y rige a
los prelados. Es, por tanto, el pastor de todos, porque fuera de los corderos y
de las ovejas no hay nada en la Iglesia.» Texto citado por León XIII, encíclica Satis
cognitum.
[10] San León, Sermón 4, en el aniversario de su consagración, 3; PL 54, 151-152:
«Oró particularmente por la fe de
Pedro... Por tanto, en Pedro es fortificada la fe de todos, y el auxilio de la
gracia está ordenado de tal forma, que
la consolidación dada a Pedro por Cristo, Pedro mismo la otorga a los apóstoles.»
Cf. León XIII, Inc. cit.
[11] Con estos dos términos de propia y de singular,
tomados de la antigüedad eclesiástica entendemos lo que se ha querido expresar con
los términos nuevos y menos exactos de infalibilidad personal y separada. El
término personal se presta a equívocos
y puede entenderse de la persona privada, mientras que la infalibilidad es propiedad
de la persona jerárquica; el término de separada
parece suponer que la cabeza pueda separarse de los miembros, siendo así que
hay que expresar simplemente que no depende de los miembros y que posee la infalibilidad
singularmente por sí mismo, sin aguardarla de su concurso.
[12] En
este sentido deben entenderse los textos de los padres de la Iglesia, en los
que se dice que san Pedro representa
a la Iglesia universal. Cf. San Agustín,
Sermón sobre san Juan, 124, 5; PL 35,
1973: «Esta Iglesia, en su generalidad, se personificaba en el apóstol Pedro, por causa de la primacía de la
dignidad de que estaba revestido.» J. Perrone,
S.I., Praelectiones theologicae, De
Romano Pontífice: «Pedro, recibiendo
las llaves representaba a la Iglesia como un padre representa a sus hijos, una
fuente a sus arroyos, una raíz a su tallo».