viernes, 10 de enero de 2014

El Buen Samaritano, por el Cardenal L. Billot.

  Nota del Blog: Presentamos esta hermosa aplicación de la parábola hecha por el Cardenal Billot en el proemio a su monumental De Sacramentis, tomo 1, pag. 5 ss.
  La traducción, con algunas leves modificaciones y agregados que hemos hecho al texto, basados en la séptima edición, se encuentra en el tomo VII, pag. 51 ss, de la excelente obra "La Palabra de Cristo" de Mons. A. Herrera, y publicado por la BAC en 1955.
  Énfasis del original.

El Buen Samaritano. Doré.

  “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, cuando cayó en manos de ladrones, que le despojaron y, llenándole de heridas, se marcharon, dejándole medio muerto (Lc. X, 30). Es indudable que esta imagen describe exactamente la caída original. Advierte en primer lugar lo cuidadosamente ordenado de todos sus puntos. El hombre era Adán, padre y cabeza del género humano, en el cual todos pecaron. La ciudad de Jerusalén es el primer estado de inocencia, al caer del cual nos sumergimos en esta vida mortal y miserable, designada por la ciudad de Jericó, por su nombre de "luna", incierta siempre entre los sufrimientos de sus defectos y sus vicisitudes. Los ladrones son el diablo y sus ángeles, en cuyas manos cayó el hombre cuando bajaba y porque bajaba; pues si no se hubiese separado voluntariamente de Dios en su interior, nada le hubiese perjudicado la tentación externa. Finalmente, aquella expoliación y aquellas heridas crueles nos ponen ante los ojos la pérdida de la justicia original, lo cual puede ser entendido si advertimos que aquel gran don de la inocencia nos reportaba dos cosas: primero, elevaba al hombre a un fin superior a todas las fuerzas naturales, y segundo, sujetaba las partes inferiores al imperio perfecto de la razón, impidiendo de esta manera el defecto de la concupiscencia, que de otra forma había de surgir espontáneo de los constitutivos naturales. Por lo tanto, la privación de la gracia original equivale a un expolio, en cuanto que priva del orden al fin de la felicidad sobrenatural; pero tiene, además, la semejanza de herida, en cuanto que, al substraerse la inocencia original, se substrae, consiguientemente, lo que perfeccionaba nuestra naturaleza en su orden. De ahí se sigue aquella gran flaqueza para cumplir los preceptos de la ley natural, según lo que dice el Apóstol: Yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado (Rom. VII,14); y a continuación: Pues siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (ibid., 23,24). Por esto, los teólogos, tomando el modo de hablar de esta parábola, acostumbraron a decir que el hombre había sido despojado por la culpa original de los dones gratuitos y herido en los naturales (cf. Suárez, De peccatis, disp.9 sec.5 n.7); lo cual es también expresado por el concilio Tridentino, que afirma que el libre albedrío no se apagó en el hombre, aunque sus vicios sí disminuyeron sus fuerzas" (sess.6 c.1: DB 793).

  "Ocurrió que un sacerdote bajó por el mismo camino y, viéndole, pasó de largo. Del mismo modo hizo un levita que estaba por allí, y que también siguió adelante (Lc. X0, 31-32). El sacerdote y el levita que, visto el herido, pasaron de largo, no son otra cosa sino el sacerdocio y ministerio del Antiguo Testamento, cuyas ceremonias y preceptos sirvieron para poner patentes las heridas del mundo enfermo, pero no para curarlas, puesto que "es imposible que los pecados sean borrados por la sangre de los toros y becerros" (Heb. X, 4). Y ciertamente llegó la Ley, llegaron los Profetas, y todavía no se había encontrado el ungüento de la salud (Eccli. XXXVIII, 7). "Existían, sí, dice Buenaventura en su prólogo a los Comentarios sobre el libro IV de las Sentencias, existían en la Ley funciones figurativas, pero que no sanaban, porque la herida era mortal y la unción superficial. De ahí que el Apóstol dice que los sacramentos del Antiguo Testamento no podían hacer perfecto en la conciencia al que practica el culto consistentes sólo en manjares, bebidas y diversos género de abluciones (Heb. IX, 9-10). No podían curar porque ungían la carne pero la enfermedad mortal estaba en el alma. Por eso Isaías clamaba y decía: hay sólo heridas, contusiones y llagas inflamadas, que no han sido cerradas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite (Is. I, 6). Para que alguien pudiese fabricar el ungüento de la salud, era necesario que aportara una unción espiritual y un poder vital; éste fué Cristo Señor. Unió nuestra mortalidad a la vida, y el que era la vida murió, y así compuso aquella medicina en la cual y por la cual el muerto revive y de su muerte reciben los sacramentos la eficacia de vivificar". Al final de la parábola se nos describe hermosamente este modo de nuestra redención y salud.
Marchados qué fueron el sacerdote y el levita judíos, he aquí que se acerca al herido un samaritano forastero, que, existiendo en la forma de Dios y no juzgando cosa de rapiña el hacerse igual a Él, descendió de los cielos por nosotros, hombres, y por nuestra salud emprendió el camino de esta vida. Vino, pues, junto a él y, al verle, se movió a misericordia (Lc. X, 33), porque, tomando la forma del siervo y encontrado en hábito humano, entró en nuestros confines por compasión y se hizo vecino por el deseo de consolarnos[1]. Mas no pudo contentarse con una misericordia estéril, y, acercándose, vendó sus heridas y, derramando sobre ellas aceite y vino, lo montó sobre su jumento, lo llevó a la posada y lo cuidó (ibid., 34). Su jumento es la carne, en la cual se dignó venir a nosotros y sobre la cual colocó al herido cuando llevó en su cuerpo nuestros pecados a la cruz. Las vendas de las heridas, el aceite y el vino que derramó sobre ellas, significan el remedio de los sacramentos, instituidos por nuestro Señor para sanar las llagas del pecado. Finalmente, la posada es la Iglesia actual, fundada por Él mismo en la tierra para que en ella reparen sus fuerzas los viajeros que en esta peregrinación vuelven hacia la patria celestial.
  "Como quiera que el samaritano no podía permanecer indefinidamente en este mundo, sino que era necesario que volviese a aquel otro de donde había bajado, por eso, digo, al otro día, que fué después de su pasión y resurrección, cuando ya había de subir al Padre, no se olvidó de encomendar a fieles enfermeros ese hombre al que con inefable caridad había arrebatado de la muerte. Y sacó dos denarios y se los dió al posadero, y le dijo: Cuídate de él, y si gastares algo más, cuando vuelva te lo pagaré (ibid., 35). El posadero es la jerarquía apostólica, a la que el Señor, a punto de marcharse, colocó en la Iglesia. Los dos denarios, suficientes para devolver y consumar nuestra salud, son la doctrina del Evangelio y los sacramentos de la nueva ley, cosas ambas sobre las que San Mateo (XXVIII, 19) dice: Id y enseñad..., bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El bautismo es la puerta e inicio de todos los sacramentos. Dicho esto y hecha esta última encomienda, el celestial Samaritano desapareció, pues “fue elevado, viéndolo ellos, y una nube lo recibió quitándolo de sus ojos” (Hech. I, 9), pero al marcharse prometió que había de volver: cuando vuelva, dijo. Es más, desde el mismo momento en que penetraba en los cielos, cuando todavía sus discípulos tenían los ojos fijos en lo alto, envió a los ángeles para que confirmasen su palabra: Varones de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Este Jesús que ha subido a él, volverá como le habéis visto marcharse (Act. I, 11). Sí, vendrá en esa forma para, completada la cura, recibir a sus redimidos en sí mismo y que estemos nosotros donde está El participando de su felicidad. Por eso Ambrosio, en el L. 7 sobre Lucas: “¿Cuándo volverás Señor si no es en el día del juicio? Pues aunque siempre estás en todas partes, y estando en medio de nosotros, no te dejas ver claramente, sin embargo, vendrá el tiempo en el cual toda carne te verá volver. Devuelve, pues, lo que debes. ¡Bienaventurados a los que les debes! ¡Ojalá seamos deudores idóneos; ojalá podamos devolver lo que recibimos, y que no nos ensoberbezca el oficio de sacerdote o ministro! ¿Cómo pagarás Señor Jesús? … Pagarás… al decir: “¡Bien!, siervo bueno y fiel; en lo poco has sido fiel, te pondré al frente de lo mucho” (Mt. XXV, 21).
  Así, pues, los sacramentos de la nueva ley, que recibieron su eficacia del Verbo encarnado y que dispensan sus ministros en la posada de la Iglesia, son ciertas medicinas destinadas a curar al hombre, hasta que al fin del mundo vuelva otra vez el celestial Samaritano".




  [1] Beda, l. 3 in Lucam, c. 10. (P.L. 92, 469).