Nota del Blog: Presentamos esta hermosa aplicación de la parábola hecha por el Cardenal Billot en el proemio a su monumental De Sacramentis, tomo 1, pag. 5 ss.
La traducción, con algunas leves modificaciones y agregados que hemos hecho al texto, basados en la séptima edición, se encuentra en el tomo VII, pag. 51 ss, de la excelente obra "La Palabra de Cristo" de Mons. A. Herrera, y publicado por la BAC en 1955.
Énfasis del original.
El Buen Samaritano. Doré. |
“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, cuando cayó en manos de ladrones,
que le despojaron y, llenándole de heridas, se marcharon, dejándole medio
muerto (Lc. X, 30). Es indudable que esta imagen describe exactamente la
caída original. Advierte en primer lugar lo cuidadosamente ordenado de todos
sus puntos. El hombre era Adán, padre y cabeza del género humano, en el cual
todos pecaron. La ciudad de Jerusalén es el primer estado de inocencia, al caer
del cual nos sumergimos en esta vida mortal y miserable, designada por la ciudad
de Jericó, por su nombre de "luna", incierta siempre entre los
sufrimientos de sus defectos y sus vicisitudes. Los ladrones son el diablo y
sus ángeles, en cuyas manos cayó el hombre cuando bajaba y porque bajaba; pues
si no se hubiese separado voluntariamente de Dios en su interior, nada le
hubiese perjudicado la tentación externa. Finalmente, aquella expoliación y
aquellas heridas crueles nos ponen ante los ojos la pérdida de la justicia
original, lo cual puede ser entendido si advertimos que aquel gran don de la
inocencia nos reportaba dos cosas: primero, elevaba al hombre a un fin superior
a todas las fuerzas naturales, y segundo, sujetaba las partes inferiores al
imperio perfecto de la razón, impidiendo de esta manera el defecto de la
concupiscencia, que de otra forma había de surgir espontáneo de los
constitutivos naturales. Por lo tanto, la privación de la gracia original equivale
a un expolio, en cuanto que priva del orden al fin de la felicidad sobrenatural;
pero tiene, además, la semejanza de herida, en cuanto que, al substraerse la
inocencia original, se substrae, consiguientemente, lo que perfeccionaba
nuestra naturaleza en su orden. De ahí se sigue aquella gran flaqueza para
cumplir los preceptos de la ley natural, según lo que dice el Apóstol: Yo soy carnal, vendido por esclavo al
pecado (Rom. VII,14); y a continuación: Pues
siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena
a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me
librará de este cuerpo de muerte? (ibid., 23,24). Por esto, los teólogos,
tomando el modo de hablar de esta parábola, acostumbraron a decir que el hombre
había sido despojado por la culpa original de los dones gratuitos y herido en
los naturales (cf. Suárez, De peccatis, disp.9 sec.5 n.7); lo cual es también
expresado por el concilio Tridentino, que afirma que el libre albedrío no se
apagó en el hombre, aunque sus vicios sí
disminuyeron sus fuerzas" (sess.6 c.1: DB 793).
"Ocurrió que un sacerdote bajó por el mismo camino y, viéndole, pasó de
largo. Del mismo modo hizo un levita que estaba por allí, y que también siguió
adelante (Lc. X0, 31-32). El sacerdote y el levita que, visto el herido,
pasaron de largo, no son otra cosa sino el sacerdocio y ministerio del Antiguo
Testamento, cuyas ceremonias y preceptos sirvieron para poner patentes las
heridas del mundo enfermo, pero no para curarlas, puesto que "es imposible
que los pecados sean borrados por la sangre de los toros y becerros" (Heb.
X, 4). Y ciertamente llegó la Ley, llegaron los Profetas, y todavía no se había
encontrado el ungüento de la salud
(Eccli. XXXVIII, 7). "Existían, sí, dice Buenaventura en su prólogo a los
Comentarios sobre el libro IV de las Sentencias, existían en la Ley funciones
figurativas, pero que no sanaban, porque la herida era mortal y la unción
superficial. De ahí que el Apóstol dice que los sacramentos del Antiguo
Testamento no podían hacer perfecto en la
conciencia al que practica el culto consistentes sólo en manjares, bebidas y
diversos género de abluciones (Heb. IX, 9-10). No podían curar porque
ungían la carne pero la enfermedad mortal estaba en el alma. Por eso Isaías
clamaba y decía: hay sólo heridas,
contusiones y llagas inflamadas, que no han sido cerradas, ni vendadas, ni
suavizadas con aceite (Is. I, 6). Para que alguien pudiese fabricar el
ungüento de la salud, era necesario que aportara una unción espiritual y un
poder vital; éste fué Cristo Señor. Unió nuestra mortalidad a la vida, y el que
era la vida murió, y así compuso aquella medicina en la cual y por la cual el
muerto revive y de su muerte reciben los sacramentos la eficacia de vivificar".
Al final de la parábola se nos describe hermosamente este modo de nuestra
redención y salud.
Marchados qué fueron el sacerdote y
el levita judíos, he aquí que se acerca al herido un samaritano forastero, que,
existiendo en la forma de Dios y no juzgando cosa de rapiña el hacerse igual a Él,
descendió de los cielos por nosotros, hombres, y por nuestra salud emprendió el
camino de esta vida. Vino, pues, junto a él y, al verle, se movió a
misericordia (Lc. X, 33), porque, tomando la forma del siervo y encontrado
en hábito humano, entró en nuestros confines por compasión y se hizo vecino por
el deseo de consolarnos[1]. Mas no
pudo contentarse con una misericordia estéril, y, acercándose, vendó sus heridas y, derramando sobre ellas aceite y vino,
lo montó sobre su jumento, lo llevó a la posada y lo cuidó (ibid., 34). Su
jumento es la carne, en la cual se dignó venir a nosotros y sobre la cual
colocó al herido cuando llevó en su cuerpo nuestros pecados a la cruz. Las
vendas de las heridas, el aceite y el vino que derramó sobre ellas, significan
el remedio de los sacramentos, instituidos por nuestro Señor para sanar las
llagas del pecado. Finalmente, la posada es la Iglesia actual, fundada por Él
mismo en la tierra para que en ella reparen sus fuerzas los viajeros que en
esta peregrinación vuelven hacia la patria celestial.
"Como quiera que el samaritano
no podía permanecer indefinidamente en este mundo, sino que era necesario que
volviese a aquel otro de donde había bajado, por eso, digo, al otro día, que fué después de su
pasión y resurrección, cuando ya había de subir al Padre, no se olvidó de
encomendar a fieles enfermeros ese hombre al que con inefable caridad había
arrebatado de la muerte. Y sacó dos
denarios y se los dió al posadero, y le dijo: Cuídate de él, y si gastares algo
más, cuando vuelva te lo pagaré (ibid., 35). El posadero es la jerarquía
apostólica, a la que el Señor, a punto de marcharse, colocó en la Iglesia. Los
dos denarios, suficientes para devolver y consumar nuestra salud, son la
doctrina del Evangelio y los sacramentos de la nueva ley, cosas ambas sobre las
que San Mateo (XXVIII, 19) dice: Id y enseñad...,
bautizando en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. El bautismo es la puerta e inicio de todos los
sacramentos. Dicho esto y hecha esta última encomienda, el celestial Samaritano
desapareció, pues “fue elevado, viéndolo ellos, y una nube lo recibió
quitándolo de sus ojos” (Hech. I, 9), pero al marcharse prometió que había de
volver: cuando vuelva, dijo. Es más,
desde el mismo momento en que penetraba en los cielos, cuando todavía sus
discípulos tenían los ojos fijos en lo alto, envió a los ángeles para que
confirmasen su palabra: Varones de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Este
Jesús que ha subido a él, volverá como le habéis visto marcharse (Act. I, 11).
Sí, vendrá en esa forma para, completada la cura, recibir a sus redimidos en sí
mismo y que estemos nosotros donde está El participando de su felicidad. Por
eso Ambrosio, en el L. 7 sobre Lucas: “¿Cuándo volverás Señor si no es en el
día del juicio? Pues aunque siempre estás en todas partes, y estando en medio
de nosotros, no te dejas ver claramente, sin embargo, vendrá el tiempo en el
cual toda carne te verá volver. Devuelve, pues, lo que debes. ¡Bienaventurados
a los que les debes! ¡Ojalá seamos deudores idóneos; ojalá podamos devolver lo
que recibimos, y que no nos ensoberbezca el oficio de sacerdote o ministro!
¿Cómo pagarás Señor Jesús? … Pagarás… al decir: “¡Bien!, siervo bueno y fiel;
en lo poco has sido fiel, te pondré al frente de lo mucho” (Mt. XXV, 21).
Así, pues, los sacramentos de la
nueva ley, que recibieron su eficacia del Verbo encarnado y que dispensan sus
ministros en la posada de la Iglesia, son ciertas medicinas destinadas a curar
al hombre, hasta que al fin del mundo vuelva otra vez el celestial Samaritano".
[1] Beda, l. 3 in Lucam, c. 10. (P.L. 92, 469).