Acción de la cabeza.
Así en la Iglesia universal, a semejanza de la operación divina, primeramente
la cabeza aparece con frecuencia sola: el papa, vicario de Jesucristo, lo
decide y regula todo por sí mismo; y así se ve claramente manifestada la acción.
Pero el episcopado, en su misma obediencia, coopera, inseparablemente unido a
su cabeza, con género de autoridad que le viene de él. No es que la cabeza
tenga necesidad de aguardar este concurso, como si su acción fuera imperfecta
por sí misma; pero este concurso no puede faltar, y no es otra cosa que el
influjo de vida de acción que desde la cabeza penetra todo el cuerpo.
Acción del colegio episcopal.
En segundo lugar el
colegio episcopal, cuando place a Dios y a la cabeza de la Iglesia y por
razones que son un secreto de la Providencia divina, aparece unido con su
cabeza. Tal es el concilio, en el que la
jerarquía de la Iglesia universal, es decir, por una parte Jesucristo por medio
de su vicario, y por otra el episcopado, se reúne imitando el consejo de las
personas divinas tal como se manifiesta en algunas de las obras de Dios; pero
tampoco aquí se invierten las relaciones de las personas jerárquicas, la acción
es siempre toda entera acción del vicario de Jesucristo, que es la cabeza, y se
comunica, sin dividirse, al colegio de los obispos, que son los miembros. Este
colegio se mantiene en el orden en que fue establecido; no usurpa la función principal
ni aparece tampoco como aportando, por mitad, su concurso a la obra que se hace.
Cierto que algunos galicanos lo pretendieron: se preguntaban qué acción
correspondía todavía a los obispos, si la autoridad del Papa era siempre por sí
misma soberana y suficiente. ¿No convendría, por lo menos, que el papa no
pudiera nada en el concilio sin los obispos, como los obispos no podrían nada
sin el papa? Así habría como el concurso de dos elementos parciales en la obra
común y total. Además, decían, ¿para qué reunir el colegio episcopal, si el Papa
puede por sí solo todo lo que puede con el colegio?
Pero estos doctores se formaban una idea menguada de la jerarquía y de
las relaciones de las personas jerárquicas; no entendían el misterio de la cabeza
y de la Iglesia, de Jesucristo y del episcopado, ni el misterio de la comunicación
que hay entre ellos. Buscaban el tipo y la razón de la sociedad eclesiástica en
las asociaciones humanas, donde todo es puramente colectivo y donde las fuerzas
parciales componen la potencia total. Hay que borrar todas estas nociones,
indignas de nuestra sociedad que tiene su tipo en la sociedad misma del Padre y
de su Hijo Jesucristo. Como el Padre da al Hijo operar con Él, y como la
operación es toda entera operación del Padre aun cuando la comunica a su Hijo,
así el vicario de Jesucristo, cabeza de la Iglesia y del episcopado, da al episcopado
obrar con él y por él, aun cuando la acción permanece entera e indivisible, y es
siempre su propia acción a título principal. La verdadera grandeza del
episcopado no está, por tanto, en entrar en participación con su cabeza dividiendo
la autoridad que es indivisible, sino que consiste en recibir de ella y ejercer
con ella esa misma y única autoridad.
Sabemos que en esto hay un
misterio y que los razonamientos tomados de las analogías humanas no pueden
alcanzarlo; los gobiernos humanos y el buen orden de los Estados no ofrecen
nada semejante; pero hay que elevarse más y buscar en la augusta Trinidad la
razón y el tipo de toda la vida de la Iglesia.
El Padre, dando al Hijo todo lo que es, no se ve disminuido. La potencia
que da al Hijo no queda debilitada en Él mismo; y sin embargo, el Hijo la posee
y la ejerce plena y muy realmente.
Asimismo, en el concilio, los obispos actúan verdadera y eficazmente y,
sin embargo, la acción de su cabeza no se ve disminuida ni limitada por su acción;
por el contrario, así es como, sobre todo, se declara su potencia, y se muestra
tan grande con respecto a ellos, que
rebosa, por decirlo así, y se derrama sobre ellos, obrando en ellos y por
ellos.
El poder dado por Jesucristo a la Iglesia, sin dejar de
pertenecer a Él mismo principalmente y por entero, se manifestará así en el juicio
final: porque hará que sus apóstoles y elegido se sienten en doce asientos para
juzgar a Israel, al mundo y a los mismos ángeles (Mt. XIX, 28; I Cor. VI, 2-3).
¿Hallarán aquí lugar esos
mediocres razonamientos? Jesucristo,
a quien su Padre dio todo juicio (Jn V, 22) y que da el juicio a su
Iglesia, ¿será despojado de su autoridad al comunicarla? ¿O verá tan dividida
su autoridad que ya no podrá nada sino con la autoridad particular de los
elegidos? ¿O bien los elegidos no juzgarán verdaderamente, según la promesa que se les ha hecho, porque su juicio
no añadirá nada al de Jesucristo,
suficiente por sí mismo?
¿No vemos, por el
contrario, que la Iglesia, asociada a Jesucristo
sin sombra ni vicisitud en aquel gran día, tendrá con Él y por Él un mismo poder
como también una misma voluntad, en una misma visión de la verdad y de la
justicia?
Así sucede ya acá abajo, a
través de las oscuridades y de las discusiones que surgen entre los hombres
congregados.
En el concilio se une la
Iglesia a su cabeza y no tiene con esta cabeza sino un poder, un juicio, como
no tiene con ella sino una misma visión de la verdad y de la justicia; sigue a
su cabeza y obra con ella, y este misterio de su consentimiento en el amor y en
la luz, siempre necesariamente inmutable y garantizado por la institución
divina, aunque algunas veces en esas grandes asambleas, se vea por algún tiempo
velado por el polvo que se levanta de la humanidad y por las nubes de
discusiones, finalmente se despeja y resplandece con un brillo que lleva en sí
mismo el testimonio de Dios.
Por lo demás, como toda la
vida de la Iglesia está marcada con el mismo tipo divino, se encuentran por
todas partes los ejemplos y las analogías de estas cooperaciones necesarias
para una acción que no puede dividirse.
Cuando en el altar, según la antigua disciplina, ofrece el obispo el
sacrificio, asistido por la corona de su presbiterio, y todos sus sacerdotes
concelebran con él, el obispo, que es el sacerdote principal, consagra
eficazmente: la palabra que pronuncia es suficiente para el misterio; sin embargo,
todos los sacerdotes consagran con toda verdad con él, y las palabras que pronuncian
producen su efecto sin que sufra el menor menoscabo la acción del obispo, su
cabeza.
En el concilio hay análogamente, entre, el vicario de Cristo y sus
obispos, una como concelebración mística en la declaración de la verdad y en la
definición divinamente infalible del dogma; porque así el mismo Jesús que se da
a los hombres en la divina eucaristía, siendo la palabra y la verdad de Dios,
se les da también por la enseñanza de la fe.
Tal es el misterio del
concilio, donde aparecen reunidos y operando en su unión la cabeza del episcopado
y el colegio de los obispos.