viernes, 3 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VIII (II Parte)

Acción de la cabeza.

Así en la Iglesia universal, a semejanza de la operación divina, primeramente la cabeza aparece con frecuencia sola: el papa, vicario de Jesucristo, lo decide y regula todo por sí mismo; y así se ve claramente manifestada la acción. Pero el episcopado, en su misma obediencia, coopera, inseparablemente unido a su cabeza, con género de autoridad que le viene de él. No es que la cabeza tenga necesidad de aguardar este concurso, como si su acción fuera imperfecta por sí misma; pero este concurso no puede faltar, y no es otra cosa que el influjo de vida de acción que desde la cabeza penetra todo el cuerpo.

Acción del colegio episcopal.

En segundo lugar el colegio episcopal, cuando place a Dios y a la cabeza de la Iglesia y por razones que son un secreto de la Providencia divina, aparece unido con su cabeza. Tal es el concilio, en el que la jerarquía de la Iglesia universal, es decir, por una parte Jesucristo por medio de su vicario, y por otra el episcopado, se reúne imitando el consejo de las personas divinas tal como se manifiesta en algunas de las obras de Dios; pero tampoco aquí se invierten las relaciones de las personas jerárquicas, la acción es siempre toda entera acción del vicario de Jesucristo, que es la cabeza, y se comunica, sin dividirse, al colegio de los obispos, que son los miembros. Este colegio se mantiene en el orden en que fue establecido; no usurpa la función principal ni aparece tampoco como aportando, por mitad, su concurso a la obra que se hace.
Cierto que algunos galicanos lo pretendieron: se preguntaban qué acción correspondía todavía a los obispos, si la autoridad del Papa era siempre por sí misma soberana y suficiente. ¿No convendría, por lo menos, que el papa no pudiera nada en el concilio sin los obispos, como los obispos no podrían nada sin el papa? Así habría como el concurso de dos elementos parciales en la obra común y total. Además, decían, ¿para qué reunir el colegio episcopal, si el Papa puede por sí solo todo lo que puede con el colegio?
Pero estos doctores se formaban una idea menguada de la jerarquía y de las relaciones de las personas jerárquicas; no entendían el misterio de la cabeza y de la Iglesia, de Jesucristo y del episcopado, ni el misterio de la comunicación que hay entre ellos. Buscaban el tipo y la razón de la sociedad eclesiástica en las asociaciones humanas, donde todo es puramente colectivo y donde las fuerzas parciales componen la potencia total. Hay que borrar todas estas nociones, indignas de nuestra sociedad que tiene su tipo en la sociedad misma del Padre y de su Hijo Jesucristo. Como el Padre da al Hijo operar con Él, y como la operación es toda entera operación del Padre aun cuando la comunica a su Hijo, así el vicario de Jesucristo, cabeza de la Iglesia y del episcopado, da al episcopado obrar con él y por él, aun cuando la acción permanece entera e indivisible, y es siempre su propia acción a título principal. La verdadera grandeza del episcopado no está, por tanto, en entrar en participación con su cabeza dividiendo la autoridad que es indivisible, sino que consiste en recibir de ella y ejercer con ella esa misma y única autoridad.

Sabemos que en esto hay un misterio y que los razonamientos tomados de las analogías humanas no pueden alcanzarlo; los gobiernos humanos y el buen orden de los Estados no ofrecen nada semejante; pero hay que elevarse más y buscar en la augusta Trinidad la razón y el tipo de toda la vida de la Iglesia.
El Padre, dando al Hijo todo lo que es, no se ve disminuido. La potencia que da al Hijo no queda debilitada en Él mismo; y sin embargo, el Hijo la posee y la ejerce plena y muy realmente.
Asimismo, en el concilio, los obispos actúan verdadera y eficazmente y, sin embargo, la acción de su cabeza no se ve disminuida ni limitada por su acción; por el contrario, así es como, sobre todo, se declara su potencia, y se muestra tan grande con respecto  a ellos, que rebosa, por decirlo así, y se derrama sobre ellos, obrando en ellos y por ellos.
El poder dado por Jesucristo a la Iglesia, sin dejar de pertenecer a Él mismo principalmente y por entero, se manifestará así en el juicio final: porque hará que sus apóstoles y elegido se sienten en doce asientos para juzgar a Israel, al mundo y a los mismos ángeles (Mt. XIX, 28; I Cor. VI, 2-3).
¿Hallarán aquí lugar esos mediocres razonamientos? Jesucristo, a quien su Padre dio  todo juicio (Jn V, 22) y que da el juicio a su Iglesia, ¿será despojado de su autoridad al comunicarla? ¿O verá tan dividida su autoridad que ya no podrá nada sino con la autoridad particular de los elegidos? ¿O bien los elegidos no juzgarán verdaderamente, según la  promesa que se les ha hecho, porque su juicio no añadirá nada al de Jesucristo, suficiente por sí mismo?
¿No vemos, por el contrario, que la Iglesia, asociada a Jesucristo sin sombra ni vicisitud en aquel gran día, tendrá con Él y por Él un mismo poder como también una misma voluntad, en una misma visión de la verdad y de la justicia?
Así sucede ya acá abajo, a través de las oscuridades y de las discusiones que surgen entre los hombres congregados.
En el concilio se une la Iglesia a su cabeza y no tiene con esta cabeza sino un poder, un juicio, como no tiene con ella sino una misma visión de la verdad y de la justicia; sigue a su cabeza y obra con ella, y este misterio de su consentimiento en el amor y en la luz, siempre necesariamente inmutable y garantizado por la institución divina, aunque algunas veces en esas grandes asambleas, se vea por algún tiempo velado por el polvo que se levanta de la humanidad y por las nubes de discusiones, finalmente se despeja y resplandece con un brillo que lleva en sí mismo el testimonio de Dios.
Por lo demás, como toda la vida de la Iglesia está marcada con el mismo tipo divino, se encuentran por todas partes los ejemplos y las analogías de estas cooperaciones necesarias para una acción que no puede dividirse.
Cuando en el altar, según la antigua disciplina, ofrece el obispo el sacrificio, asistido por la corona de su presbiterio, y todos sus sacerdotes concelebran con él, el obispo, que es el sacerdote principal, consagra eficazmente: la palabra que pronuncia es suficiente para el misterio; sin embargo, todos los sacerdotes consagran con toda verdad con él, y las palabras que pronuncian producen su efecto sin que sufra el menor menoscabo la acción del obispo, su cabeza.
En el concilio hay análogamente, entre, el vicario de Cristo y sus obispos, una como concelebración mística en la declaración de la verdad y en la definición divinamente infalible del dogma; porque así el mismo Jesús que se da a los hombres en la divina eucaristía, siendo la palabra y la verdad de Dios, se les da también por la enseñanza de la fe.

Tal es el misterio del concilio, donde aparecen reunidos y operando en su unión la cabeza del episcopado y el colegio de los obispos.