Los que tratan del
crecimiento del cuerpo místico de Cristo, que es su Iglesia, prevén la
posibilidad, y aun necesidad, de que aparezcan en ella nuevos órganos en correspondencia
con nuevas funciones vitales, especificación necesaria o conveniente de la
universal función salvífica de Cristo (Arintero,
La Evolución mística, parte III, capítulo
II). Pues bien, según la revelación positiva, que prevé la final restauración
de Sión en una nueva alianza (Os. XII,
9; Am. IX, 11; Miq. IV, 6-8; VII, 14-15; Is. I, 26.27; XIV, 1; Jer. XXX, 18-21;
XXXI, 4.5, 23; XXXII, 15; XXXIII, 10-12; Ez. XXXVI-XXXXVII; Zac. I, 17; II, 12;
VIII, 4.5; X, 6-10; Mal. III-IV;
al. pass.), y la consiguiente
hegemonía de Israel convertido sobre todos los pueblos y naciones (Am. IX, 12; Is. XI, 14; XIV, 1.2, etc.;
cf. Mich. V, 3; al.), esos nuevos
órganos le nacen automáticamente a la Iglesia con el feliz alumbramiento del
gran Caudillo davídico y la implantación de su universal imperio teocratico, de
concierto con el gran Pontífice: et consilium
Pacis erit inter illos duos (Zac. VI,
13)[1].
Se dirá tal vez que esto
lleva un cambio de organización en la Iglesia de Cristo. De ninguna manera; su
organización fundamental, que es la del sacerdocio cristiano, sigue la misma de
siempre; lo que es que al organismo religioso se agrega oportunamente el
político, paralelo y armónico con él, respondiendo a una necesidad imperiosa
que la Iglesia sintió desde muy antiguo y que manifestó repetidas veces con la fundación
y refundición del sacro romano Imperio, el cual si no llegó nunca a satisfacer
cumplidamente, fue al parecer, por no ser enteramente teocrático, es decir, de
origen divino exclusivamente positivo, cual lo fué el davídico en Israel, y lo
volverá a ser algún día en la Iglesia, según la perspectiva profética.
Y aquí es mucho de notar,
para quienes pudiera dar tal vez en ojos lo tardío de institución tan necesaria,
que lo propio aconteció por ordenación divina en Israel, donde sólo siglos
después de estar aquel pueblo perfectamente organizado en lo religioso, recibió
esa nueva organización en lo político,
con la institución de la teocracia davídica, la cual por cierto no vino a mudar
el orden religioso, sino a ser su mejor amparo y defensa, con reyes conscientes
del puesto que ocupaban, cuales fueron David,
Josafat, Ezequías y Josías.
Es obvio que el mundo
corre a grandes pasos hacia la unidad poítica o hacia la disolución.
Desaparecen las pequeñas nacionalidades o se las hace girar en torno a otras mayores.
Un choque entre las dos o tres grandes potencias remanentes puede arrastrarnos
violentamente a esa unidad política o bien precipitarnos en la anarquía más
completa. Esta última es la perspectiva de los Profetas de Israel que hacen
coincidir con esa anarquía la aparición del tsémah
y la conversión de su pueblo (Is. cap. III
y IV; II Cron. XV, 5.6; cf. Zac. VIII, 9, ss. [in typo]; Mt. XXIV, 6-8, y par., etc.)[2].
Oigamos a uno más por todos, leyendo de nuevo el oráculo de Ageo: Ego movebo cælum pariter et terram, et
subvertam solium regnorum, et conteram fortitudinem regni gentium: et subvertam
quadrigam et ascensorem ejus, et descendent equi, et ascensores eorum, vir in
gladio fratris sui. In die illa, dicit Dominus exercituum, assumam te,
Zorobabel, fili Salathiel, serve meus, dicit Dominus: et ponam te quasi signaculum,
quia te elegi, dicit Dominus exercituum (Ag. II, 22-24).
El establecimiento de esta
teocracia universal para defensa y amparo de la sociedad de la Iglesia, no la
ha de conseguir el gran Caudillo, sino a despecho de la antiiglesia o dragón rojo,
con el que estarán en connivencia la generalidad de los poderes públicos (decem cornua), pero el intrépido
Caudillo da la batalla al monstruo informe con la ayuda de S. Miguel, a quien la Iglesia de hace tiempo llama continuamente en
su auxilio, obtiene de él un triunfo resonante, que aplauden los cielos y la
tierra (Ap. XII, 7-12; cf. Dn. XII, 1), abriendo con ello en el
mundo un orden de cosas nuevo, que dura hasta el último anticristo. Esta
mudanza extraordinaria se le inspiró también a Zacarías, cuando en el capítulo
III ve a Satán (el dragón) acosando
al pontífice Jesús (la Iglesia) y al
ángel (S. Miguel), que sale por el
pontífice[3],
y ordena a los circunstantes que le muden los vestidos poniéndole los de gala.
El dragón, empero, no
sufre por mucho tiempo tamaña humillación, y, rencoroso por la derrota
inesperada, reacciona con violencia en todas partes (Ap. XII, 13 ss.), hasta que logra entronizar al anticristo, que es
su sexta cabeza (Ap. XIII, 2; XVII, 10),
llamada también la bestia, de la cual todo el organismo draconiano toma desde
enton-ces ese nombre. Y es digno de notarse que mientras la Iglesia verdadera procede
de Cristo, aquí sucede lo contrario:
que no es la antiiglesia creación del anticristo, antes el anticristo lo es de
la antiiglesia, el cual, tras varias alternativas (Ap. XIII, 3; cf. XI, 7;
XVII, 11) llega a ser el ídolo de la Humanidad descreída (II Thes. II, 9-11); y al desaparecer de
la escena el gran Caudillo o uno de sus sucesores (Ap. XII, 5.6 anticipate; cf. Is.
XXII, 25), persigue por doquier con más violencia a los restos de cristianismo (Ap.
cap. XI, XIII y XVII), hasta hacer cesar el sacrificio perpetuo (Dn. VIII, 11-14; IX, 27; XII, 11) lo
cual supone la extinción del entero orden eclesiásiástico.
Y entonces es cuando la
Iglesia, destituida a la vez del Caudillo y del Pontífice, es milagrosamente
sustentada por obra de los dos testigos; de quienes vamos a decir ahora[4].
[1] Nota del Blog: Nos parece
que el principal problema del autor está en una falsa apreciación de la
cronología de los sucesos apocalípticos. Todo estos acontecimientos que enumera,
por fuerza deben durar un máximo de tres años y medio, que es el tiempo dado a Elías para predicar, tras los cuales
viene el Anticristo a destruir toda
la obra del gran Profeta; por su parte Ramos
García afirma que esta restauración es total
y durable. Una vez más, afirmamos que
está confundiendo ambas restauraciones: la parcial con la total y definitiva.
[2] Nota del Blog: Si el autor
alude aquí a los siete primeros sellos más las primeras cinco trompetas, o algo
parecido, nada tenemos que objetar.
[3] Y por cierto que S. Judas, a
todo nuestro entender, alude también en su canónica a este episodio del
altercado de S. Miguel con el
diablo, acerca del cuerpo, o persona, del pontífice Jesús (v. 9), cuyo
nombre malamente se trocó ahí por el de Moisés
(v. 5). Leer, pues, en el v. 5: quoniam Moyses (no “Jesus”) populum de terra Ægypti salvans;
y en el 9: Cum Michaël Archangelus cum
diabolo disputans altercaretur de Jesu (no “Moysi”) corpore.
Y de este modo, fuera de restablecerse en el texto la verdad histórica, hacese
desaparecer la supuesta alusión a algún apócrifo (Ramos García).
Nota
del Blog: Nos parece que nada
autoriza este cambio en el texto sino una exégesis preconcebida.
[4] Nota del Blog: ¡cuánta
confusión…! Es difícil decidirse por dónde comenzar. Demos algunos puntos, nada
más:
1) La batalla se da entre San
Miguel y Satanás en el cielo, y no en la tierra.
2) El “triunfo resonante” no es ni de la Iglesia, ni siquiera de Israel,
sino de San Miguel, que expulsa al
demonio del cielo.
3) Después de ser expulsado, el demonio persigue a la Mujer que acaba de
dar a luz, pero la Mujer, sin luchar
contra él, es puesta a salvo por Dios en el desierto.
4) El Filius masculus, es Jesucristo y nadie más.
5) En ningún lado se dice que el “Caudillo” pelee contra el Demonio.
6) En ningún lado se habla de un nuevo orden (cristiano) de cosas tras la
derrota del Demonio. Los acontecimientos son claramente descriptos de la
siguiente manera:
a) La Mujer (Israel) quiere dar a luz a Jesucristo, la cual corresponde a la profesión pública de Jesucristo llevada a cabo por Israel en cuanto nación.
b) El demonio intenta impedirlo, primero en la tierra y luego en el cielo.
c) El demonio lucha contra San
Miguel en el cielo y es vencido y arrojado a la tierra.
d) El demonio persigue a la Mujer, la cual es puesta a salvo por Dios en
el desierto.
e) El demonio persigue entonces al linaje de la Mujer (los cristianos),
por medio de las dos Bestias.
7) La Bestia del Mar no es la sexta cabeza sino la octava (Apoc. XVII, 11), una de cuyas cabezas,
la undécima, parece ser lo que conocemos con el nombre de Antcirsto-Persona física.
8) Los dos testigos no aparecen después del Anticristo sino antes.
Seguramente se
podrán agregar otras razones pero estas nos parecen más que suficientes.
No había
necesidad de apartarse de las grandes líneas de Lacunza.