La institución de un vicario.
No tenemos necesidad de
extendernos mucho sobre las prerrogativas de Jesucristo, cabeza de la Iglesia universal, puesto que éstas son
manifiestas.
Siendo como es Jesucristo principio de su vida, no hay
en ella nada en que Él no opere y que no dependa de Él. Su autoridad doctrinal no
tiene otros límites que los que Él puso a la revelación de los misterios,
respetando la debilidad del elemento humano y reservando para la visión de la
gloria lo que no podía soportar el estado presente.
Su poder sacerdotal y
santificador no tiene límites, como no los tiene el mérito de su sacrificio, y
no hay ningún sacramento ni ninguna acción sacerdotal que no dependan absolutamente
de su pontificado.
Finalmente, su autoridad
es la del Hijo de Dios y del Hijo del hombre, en cuyas manos puso Dios todo
juicio. Sin hablar aquí del poder que tiene sobre todos los pueblos, sobre
todas las criaturas y sobre los elementos mismos para hacerlos servir a sus
fines, vemos suficientemente que la autoridad particular que tiene en la
Iglesia como su cabeza y su esposo, por el derecho de la redención y de
resultas del nuevo nacimiento que le ha dado, es un poder soberano que le viene
de arriba, no de abajo; que tiene este poder por sí mismo, no por consentimiento
y delegación de los súbditos, y que por consiguiente este poder saca de sí
mismo la legitimidad de todas las leyes y de todos los decretos que emana.
Lo que tenernos que
estudiar principalmente es la institución que este jerarca soberano y universal
juzgó oportuno elegir y que Él mismo creó para ejercer a perpetuidad su
gobierno en este bello imperio que se procuró al precio de su sangre.
No entraba dentro de los designios de Dios que permaneciera visible en
medio de los hombres hasta el fin de los
siglos. El día de su ascensión debía retornar a la gloria del Padre, que ojos
humanos no pueden contemplar. Sentado a su diestra no cesará, es cierto, de
animar invisiblemente todo el cuerpo de su Iglesia por la comunicación de su
gracia y la asistencia de su Espíritu, y así le deja su presencia invisible en
sus sacramentos y en la perpetuidad de su sacrificio.
Pero esto no basta y todavía hay que gobernarla, hablarle incesantemente
y aparecer a su cabeza por alguna señal indubitable, para que esté siempre
segura de su guía.
Jesucristo, pues, siendo su firme e inquebrantable apoyo y prometiéndole
su asistencia hasta el fin de los siglos, erigió en medio de ella el signo manifiesto
y eficaz de su presencia.
De esta manera, permaneciendo invisible en el seno del Padre, presidirá
visiblemente todos los movimientos de este gran cuerpo y lo someterá visiblemente
a su acción.
Jesucristo realizó esta maravilla mediante la institución de un vicario,
su órgano y su representante, por el que el gobierno de la Iglesia universal se
ejerce para siempre en su propio nombre y en su propia virtud.
Tomó este vicario en el
cuerpo del episcopado a un obispo, que en calidad de tal no es más que los
otros obispos, pues los obispos son sus iguales. El episcopado no sufre
inferioridad en ninguno de sus miembros, y el obispo de Roma no es más obispo
que el de una ciudad oscura[1].
Pero este obispo, vicario de
Jesucristo, ejerce un poder que no está contenido en los poderes esenciales
del episcopado, sino que está por encima del episcopado por su naturaleza y por
su título; porque este poder es el poder
mismo de Jesucristo, cabeza, principio y soberano del episcopado.
Pertenece, en efecto, a la esencia del vicario que constituya una sola
persona jerárquica con aquel al que representa, que ejerza toda su autoridad
sin dividirla y sin formar un grado distinto por debajo de él.
El vicario de Jesucristo, en el gobierno de la Iglesia, tiene en esta
Iglesia, por su institución, una misma autoridad con Jesucristo, o más bien
toda la autoridad única de Jesucristo, sin que ésta sea dividida ni dada con
limitación.
Esto es tan propio del
término de vicario que, aun en un grado inferior, vemos constantemente al
obispo de una Iglesia particular tomar un vicario que lo representa con la
plenitud de su autoridad ordinaria.
Este vicario del obispo se
toma de entre los presbíteros, pero ejerce un poder que no está contenido en
los poderes del presbiterado, puesto que tal poder es la autoridad misma que el
obispo tiene sobre los presbíteros en su calidad de cabeza de los mismos. Así
este vicario no forma con su obispo más que una sola persona jerárquica, ni
tampoco forma un grado distinto en la jurisdicción y en la jerarquía de la Iglesia
particular.
Pero si tal es el sentido
propio del nombre de vicario y si la idea que hay que hacerse de él es que el
vicario representa perfectamente al que le escoge para ocupar su lugar, ¿cuál
no será la dignidad singular del vicario de Jesucristo?
Digamos, en una palabra,
que tiene toda la autoridad de Jesucristo
sobre la Iglesia y el episcopado, sin que tal autoridad quede dividida o
disminuida, es decir, que es con Jesucristo
y por Él, en todo el rigor del término, cabeza de la Iglesia universal y cabeza
de los obispos. «Es, dice el concilio de Florencia, el verdadero vicario de
Cristo», y por consiguiente, «cabeza de toda la Iglesia»[2].
No es una cabeza intermediaria o secundaria, situada entre Jesucristo y
el episcopado. El episcopado quedaría rebajado si hubiera algún grado jerárquico
entre Jesucristo y él mismo. Menos todavía es un obispo que reciba de la
delegación o de la institución de todo el colegio episcopal su prerrogativa y
su rango y que por sí solo ejerza para el bien público el poder soberano
radicalmente común a todos sus hermanos: es con Jesucristo, por encima del
episcopado, una misma cabeza del episcopado; una misma cabeza, un mismo doctor,
un mismo pontífice, un mismo legislador de la Iglesia universal; o mejor dicho,
es Jesucristo, cabeza única, hecho visible, hablando y obrando en la Iglesia
por el órgano que se ha elegido; porque se declara por boca de su vicario,
habla por él, obra y gobierna por él.
Esto no quiere, sin
embargo, decir que se manifiesta en su vicario para hacer por él nuevas
revelaciones o instituir un nuevo orden de cosas y nuevas sacramentos; porque
no es de esto de lo que se trata. Hace al papa su representante para enseñar su
doctrina y mantener la fiel tradición de la misma[3] y
para ejercer sin interrupción alguna el gobierno conforme al orden establecido
por Él mismo.
La institución de este
vicario, así entendida en toda su fuerza, es la institución principal de la que
dimanará toda la formación de la Iglesia, puesto que de ella debe depender a
perpetuidad. Es el primer fundamento del edificio.
Así nuestro Señor anuncia
desde el comienzo de su vida pública este gran designio. Llama a Simón y le
dice: «Tú te llamarás Cefas, que quiere decir "piedra"» (Jn. I, 42). El efecto sigue a esta
primera palabra y, después de haber recibido la confesión de su fe, que será la
fe principal, instituirá lo que tiene prometido: «Yo te digo que tú eres Pedro
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no
prevalecerán contra ella” (Mt. XVI, 18).
Detengámonos a considerar
el misterio de estas palabras.
Jesucristo, declarando en el Evangelio su voluntad e inscribiendo en él
las credenciales de su vicario, le da al mismo tiempo un nombre y una prerrogativa
que no convienen sino al Señor mismo. «La piedra es Cristo» (I Cor. X, 4). Él
mismo es la «piedra angular» (Is. XXVIII, 16; Sal CXVII, 22; I Pe. II, 6), el
único fundamento y el nombre de Pedro que comunica a su vicario es incomunicable
a quien quiera que ocupe en la jerarquía un grado inferior a su propio principado.
Veamos cómo lo declara san León: «Él se lo une a sí mismo con una unidad indivisible y quiere
que sea llamado lo que es Él mismo»[4]. «Tú eres Pedro, le dice, y he aquí lo que hay
que entender: Siendo Yo la piedra inviolable, Yo mismo la piedra angular, Yo
mismo el fundamento fuera del cual no se puede poner otro (Ef. 14.20), Yo te lo
digo: Tú también eres piedra, porque tú me estás unido en la solidaridad de una
misma fuerza, y las prerrogativas que son mi propiedad permanente te son comunes
conmigo por la comunicación que Yo te hago de ellas»[5].
En otro lugar del
Evangelio él, pastor único, lo hace consigo pastor universal e indiviso del
único rebaño (Jn. XXI, 15-17). Una
vez más se nos muestra la misma unidad de poder[6].
Así Jesucristo y san Pedro, por la institución de su incomparable
dignidad, nos aparecen indivisiblemente unidos como un solo fundamento de la
Iglesia universal como una sola cabeza de este cuerpo, como un solo pastor de
este rebaño, y, en los términos mismos de la institución divina, nos dice san
León, «aprendemos, por el misterio de las apelaciones dadas a Pedro, cuán
estrecha es su unión con Cristo mismo»[7]. «Porque, dice san Cirilo de Alejandría,
Cristo dio a Pedro y no dio a ningún otro, sino a él sólo plenísimamente la
plenitud de lo que es para siempre de Él mismo[8].
San Pedro es, por tanto, con Jesucristo y en la persona de Jesucristo a
quien representa, la verdadera cabeza de la Iglesia y una sola cabeza con Él:
«Cristo es cabeza de la Iglesia», dice el apóstol (Ef. V, 23); y lo mismo se
dice del sucesor de Pedro: «Es la cabeza de toda la Iglesia»[9].
San Pedro es la cabeza de la Iglesia y una sola cabeza con Jesucristo; estos
dos aspectos de una misma verdad merecen que nos detengamos a considerarlos.
[3] Concilio Vaticano I, constitución Pastor aeternus, c. 1: Dz. 3070; 1836: «Pues no fue prometido a los
sucesores de Pedro el Espíritu Santo
para que, por revelación suya, manifestaran una nueva doctrina, sino para que,
con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación
transmitida por los apóstoles, es decir, el depósito de la fe.»
[6] Pío
VI, breve Super soliditate (28 de noviembre de 1786), Bullarii Romani continuatio,
t. 6, pars 2, Prato 1848, p. 1751: «Ciertamente la Iglesia es la única grey de
Cristo, cuyo único pastor supremo, Cristo mismo, que reina en los cielos, dejó
un único vicario supremo visible en la tierra, y en la voz de éste oyen las
ovejas la voz de Cristo.» San León, loc. cit. “Pedro gobierna en propiedad a
todos a quienes gobierna Cristo mismo. Es una grande y admirable participación
en su poder, que le otorgó la divina bondad.»
[7] San
León, Sermón 3, en el aniversario de su consagración, 3; PL 54, 146: “En
efecto, si está puesto a la cabeza de los otros, si se le llama Pedro, si es
proclamado Piedra fundamental, si es establecido portero del reino de los
cielos, juez de lo que hay que atar o desatar, siendo ratificada en los cielos
la decisión de sus juicios, es antepuesto de esta manera para que conozcamos
qué clase de unión (societas) con
Cristo revela el misterio de estas apelaciones.»
[8] Suárez,
Del primado del sumo pontífice, c. 17, n. 5, en Opera omnia, ed. Vivés, 1859,
t. 24, p. 288: «Santo Tomás refiere (Opúsculo primero contra los errores de los
griegos, c. 32) que el mismo Cirilo (de Alejandría) dice en su libro Thesaurus:
"Como Cristo recibió de su Padre la plenitud del poder, así lo dio con toda plenitud a sus sucesores."
Y también: "A ningún otro que a Pedro dio la plenitud de sus bienes,
solamente a él. "Aunque estos testimonios no se hallen ahora ya en el
Thesaurus, no se puede dudar de ellos, por una parte por razón de la autoridad
de santo Tomás y por otra porque sabemos que se han perdido diversos libros del
Thesaurus.»