En el único principado de la cabeza.
Primeramente, san Pedro es cabeza de la Iglesia. Su prerrogativa es el principado, es decir, él es en la
Iglesia fuente y principio y todos los demás jerarcas reciben de él todo lo que
son, mientras que él no recibe nada de los otros[1].
«Tú eres la piedra sobre la que Yo edificaré mi Iglesia» (Mt XVI, 18). ¿Qué
expresión más enérgica que la de piedra fundamental? Lo propio de un fundamento
es comunicar la firmeza a todo el edificio y a cada piedra del edificio, de tal
modo que no haya ninguna que reciba de otra parte su firmeza, y que aquella
única que es la piedra fundamental no reciba la firmeza de ninguna otra.
Es todavía lo que el Señor
dice en otro lugar: «He orado por tí a fin de que no desfallezca tu fe. Tú,
pues... confirma a tus hermanos» (Lc.
XXII, 32). La firmeza del cuerpo depende de la que tenga la cabeza[2];
la gracia otorgada a Pedro no es una
gracia privada que se detiene en su persona; su infalible firmeza en la fe es
tal que él deberá comunicarla y que, comunicada por él, vendrá a ser la firmeza
de todo el cuerpo.
Éste es ciertamente, una
vez más, el carácter del principado, fuente, principio, origen, tal como nos
aparece en la jerarquía, en la que todo viene de arriba, donde Dios da a Cristo, donde Cristo, a su vez, da a la Iglesia, donde el obispo mismo comunica a
su pueblo y donde la autoridad y el don divino descienden sin cesar de las
cumbres y no ascienden jamás de los grados inferiores a los superiores.
La tradición confirma esta
noción del principado en san Pedro: «Si la sede de Pedro flaquea, dicen los
obispos de las Galias todo el episcopado se tambalea», pues él es el origen del
episcopado[3]. Los términos «cabeza», «fundamento»,
«fuente» y «origen» se emplean constantemente. En todas partes aparece san
Pedro recibiendo principalmente y comunicando lo que recibe a sus hermanos, los
apóstoles o los obispos, que no tienen nada sino por él[4].
Pero si san Pedro es así constantemente la cabeza de la Iglesia
universal, hay que considerar, en segundo lugar, que tiene esta calidad en
unión con Jesucristo, al que representa. Es una sola cabeza con él, o más bien
no es cabeza sino en la persona de Jesucristo que representa aquí en la tierra.
Esta doctrina sobre la
naturaleza del principado del vicario de Jesucristo
no es un mero sistema teológico, sino la tradición y la enseñanza misma de la
santa sede y de la Iglesia universal. «La
Iglesia, que es una y única, dice el papa Bonifacio VIII en la bula Unam sanctam,
tiene un solo cuerpo, una sola cabeza, no dos, como un monstruo, es decir,
Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor», sino que, según la palabra
del Señor, las ovejas de Cristo son las ovejas de Pedro, sin distinción ni
división[5].
El cuerpo no puede, en efecto, tener dos cabezas en el sentido propio de
la palabra. El centro de la vida, o la cabeza de un cuerpo animado, es único;
ahora bien, este centro y este principio de vida en el cuerpo de la Iglesia es
Jesucristo mismo. Si a san Pedro no se le considera propiamente como su órgano
y su vicario, una vez que no es nada sino en calidad de tal y por cuanto le
representa, no le puede convenir el nombre de cabeza en todo el rigor y
propiedad de su significado.
Pero si, por el contrario, su autoridad no se distingue de la de
Jesucristo, ¿quién no ve que no hay poder alguno en la tierra que la pueda
limitar? Así los galicanos, que quisieron atribuir a los obispos y a los
concilios el derecho de ponerle límites, se vieron llevados a negarle la
calidad de cabeza en el sentido propio y natural del término. Es, dicen, cabeza
de la Iglesia en cierta manera, quodam
modo[6], mas no en la entera y simple realidad.
Pero, por otra parte, si su autoridad, cualquiera que sea, está por
encima del episcopado, sin ser la misma
de Jesucristo, ¿quién no verá, dicen los griegos, que el episcopado queda
singularmente rebajado, no dependiendo ya inmediatamente de Jesucristo? Así la
lógica arrastra a los galicanos a ejemplo de los griegos hacia el sistema
episcopal, que considerando a la Iglesia como privada de su cabeza Jesucristo,
ahora ya ausente, la reduce a buscar su supremo apoyo en el colegio episcopal
entero y a suplir, por decirlo así, la falta causada por la ausencia de la
cabeza, ahora ya invisible, con los poderes de este colegio. La autoridad
suprema pertenece, según estos falsos doctores, al cuerpo de los obispos.
Así en las Iglesias
particulares cuya sede está vacante se ve al colegio de los sacerdotes suplir
la falta del obispo, su cabeza, suprimido por la muerte.
En el fondo el sistema episcopal se reduce a esto y reduce a este estado
de invalidez a la Iglesia universal.
En este sistema la
autoridad, en cuanto tal, que se deja al sucesor de Pedro, o bien emana en su sustancia del colegio episcopal, o por lo
menos — porque hay diferentes grados en el error y se procura no llegar hasta
las últimas consecuencias — está subordinada a este colegio. Esto equivale a dar al cuerpo de los
obispos radical y habitualmente todo el poder[7] y a reducir la prerrogativa de san Pedro a
no ser más que una institución ordenadora, destinada a facilitar el buen ejercicio
del gobierno; porque la multitud, no puede tampoco — y en ello se está de acuerdo
— ejercer sin confusión el poder supremo, y hay que mantener cierto orden en el
colegio episcopal, en el fondo el único verdaderamente soberano, tanto para la
expedición ordinaria de los negocios, como para conservarle cierto género de
unidad.
El sistema episcopal, conducido a este extremo por la lógica, ¿qué
agravio no hace a la inmortal cabeza de la Iglesia universal, Jesucristo, y a
la misma Iglesia entera? Jesucristo no está muerto; su trono no está vacante;
no se le puede, por tanto, considerar como faltando al gobierno de su pueblo, y
Él mismo no abandona su cetro al cuerpo entero de la Iglesia. No cesa de ser
cabeza de esta Iglesia, de animarla y de regirla, y, aun estando en la gloria
de su Padre le conviene aparecer siempre como su maestro y su guía.
El obispo muerto no puede ejercer su poder, ni siquiera
tener un vicario. No se puede decir lo mismo de Jesucristo; siempre vivo, puede
nombrarse, y se nombra, un vicario.
Como el cuerpo de la
Iglesia es visible, es preciso que su cabeza se muestre visible. Él le prometió
su presencia hasta el fin, es preciso que esta presencia se declare de alguna
manera. Por ello se elige un vicario y se muestra por él. Por esta institución
el príncipe de los pastores afirma claramente que su poder no ha muerto ni
falta en su Iglesia, sino que está siempre vivo y activo. Y este vicario, su
puro órgano, claramente designado por Él en el Evangelio bajo los nombres y con
las prerrogativas que sólo le convienen a Él mismo, es saludado en calidad de
tal, es decir, como otro Cristo, por
la tradición de todos los siglos y por la voz de los pueblos.
¿Por qué, en efecto, no invocar, para terminar, el testimonio humilde y
popular de las almas sencillas y oscuras que forman las multitudes? La voz del
bautismo habla en ellas, y los sistemas inventados por los hombres no alteran
en sus labios la sinceridad del testimonio divino. Para ellas el vicario de
Cristo es la manifestación de Dios. «El papa, decía un pastorcito italiano a
monseñor De Ségur, es Cristo en la tierra.» La definición de aquel humilde niño
es suficiente, pues contiene toda la teología del gobierno de la Iglesia.
[1] San León, sermón 4, en el aniversario de su consagración, 2; PL 54, 149-150: “Por él, como de la fuente de todos los
carismas, fue inundado con tan abundantes efusiones, que, aunque recibió no
pocas cosas para él solo, a nadie se otorgó nada sin su participación... Si (la
divina condescendencia) quiso que los otros príncipes (de la Iglesia) tuvieran
con él privilegios comunes, lo que no negó a los otros no lo dio nunca sino por
él”. Texto citado por León XIII,
encíclica Satis cognitum (29 de junio
de 1896).
[3] San Avito De Vienne, Carta 31 a Fausto y, Símaco, senadores romanos;
PL 59, 248: “Estábamos con la mayor ansiedad y en el mayor temor a propósito de
la Iglesia romana, visto que, a nuestro parecer, flaquea la estabilidad si se
ataca a la cumbre, y que aun sin mala voluntad por parte de muchos, una sola
acción criminal nos herirá a todos si logra hacer flaquear la estabilidad de la
cabeza.»
[4] San León, Sermón 83, para la fiesta del apóstol san Pedro, 2; PL 54, 430: «Se dijo
al bienaventurado Pedro: "Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y
todo lo que atares en la tierra, será atado en los cielos, y todo lo que
desatares será desatado en los cielos." A los otros apóstoles dio el derecho de este mismo poder, pero no en
vano dio a uno solo lo que fue comunicado a todos.» Cf. Sermón 4, 2; PL 54,
150.
[7] Richer,
Opuscule sur le pouvoir ecclésiastique et Politique, c. 1, París 1611: “La Escuela
de París, dotada de este infalible apoyo, de acuerdo con el espíritu de todos
los antiguos doctores de la Iglesia, enseña desde siempre y constantemente que
Cristo, al fundar su Iglesia, dio las llaves, es decir, la jurisdicción,
primero, más inmediatamente y de manera más esencial a la Iglesia que a Pedro...
Consiguientemente, la entera jurisdicción de la Iglesia pertenece al romano
pontífice y a los otros obispos de manera instrumental, ministerial y solamente
para la ejecución”. Cf. Sínodo de Pistoya (1794): Dz 2603.