LA GRATITUD DE JESUS
Para entrar a fondo en el misterio de Jesús conviene mirarlo tal como El se
presentó al principio: simplemente como un hombre -el Hijo del hombre—, enviado
para buscar la gloria del que lo envió, dando a los hombres noticia de que Dios
tiene corazón de Padre, es decir de amor y misericordia. Ya nos revelará El, al final, el complemento de ese mismo misterio, haciéndonos
saber, por los Apóstoles del N. T., que El mismo con su Redención nos
convirtió, de simples creaturas que éramos, en hijos verdaderos de ese Padre,
exactamente lo mismo que El. Y esto bastará para que nuestra gratitud le entregue
a ese Bienhechor cada latido de nuestro corazón. Pero al principio, antes que
la gratitud hemos de buscar la admiración y simpatía, pues el hombre es más capaz
de ser ingrato cuando no admira ni ama.
I
Jesús
rebosaba de agradecimiento hacia su Padre,
que eternamente le da el Ser de Hijo divino. Quería que nosotros también
supiésemos las maravillas de ese Padre, para hacerlo amar por nosotros como El
lo ama. Desde luego nos hace saber su característica en tal
empresa: “Yo no busco mi gloria” (Juan VIII,
50). Es decir, sólo me interesa que vosotros conozcáis, para admirarlo y
amarlo, a Ese que me envió. Por eso no
le importa a Jesús cuando lo insultan o desprecian a Él. Lo único que quiere es
que presten atención a sus palabras para que puedan comprender esas revelaciones
que viene a hacer sobre su Padre, para que podamos creerlas, pues son demasiado
admirables y asombrosas para creer que son ciertas si no las escuchamos como
niños que todo lo creen a su padre, sin ponerlo en duda ni pretender juzgarlo.
De ahí que, para mostrar de antemano su veracidad y su
derecho a ser creído así, por su sola palabra, Jesús hace toda clase de milagros, muestra el cumplimiento de las
profecías en El y en su precursor que lo anuncia, e invoca el testimonio visible del Padre en el Bautismo, en el Tabor y en su propia
Resurrección que de antemano anuncia, y el testimonio
invisible pero interior del Espíritu
Santo, el “lumen cordium”, que nos hará comprender que su doctrina es de Dios
si la escuchamos dispuestos a aceptarla sin doblez (Juan VII, 17). Si le creemos, nos hará beber de la fuente de aguas
vivas (Juan IV, 10), y nos inundará
con los ríos de esa agua que brota del corazón de aquel Hombre maravilloso (Juan VII, 58 s.), que habló como nadie
habló jamás según confesaron sus propios perseguidores (Juan VII, 46).
Por eso, habiendo dado así previamente esas pruebas de
que Dios estaba con Él, Jesús no se
preocupaba ya de buscar “testimonios de hombres” para apoyar sus palabras (Juan V, 34), como hacían los escribas y
fariseos, sino que hablaba como quien tiene autoridad (Mat. VII, 29). Es decir que enseñaba como Maestro por excelencia, esto es, como uno que sabe más que el discípulo
y tiene derecho a ser creído por su sola palabra. Poco a poco va mostrando que
El es el Maestro único, la Sabiduría encarnada, hasta que dice claramente que
después de El no hay que llamar maestro a nadie más, sino que todos somos
hermanos y que sus discípulos han de enseñar a todas las naciones, pero no
verdades propias, que son tan mezquinas, sino las mismas cosas que El enseñó (Mat. XXVIII, 20).
Pero esas cosas que El enseñó no eran de El sino de su Padre (Juan XII, 49 s.). Jesús
quiere anunciar a su Padre como el Bautista lo anunció a Él, es decir, en forma
que el heraldo disminuya para que crezca el anunciado (Juan III, 30). Yo no quiero mi gloria… no busco gloria de hombres...
Yo glorifico a mi Padre y vosotros me insultáis (Juan VIII, 49).
II
Con este motivo nos enseña Jesús una verdad inapreciable en el orden psicológico y moral, que
nos servirá siempre de piedra de toque para descubrir, en nosotros y en los
demás, el apostolado verdadero y el falso. Esa verdad profundísima y sencilla a
un tiempo, como todas las de Jesús a
quien los niños entienden más que los sabios (Luc. X, 21), esa verdad es la que El aplica ante todo a Sí mismo,
diciendo que el hombre veraz y sin
injusticia se conoce en que no busca
gloria para él, sino para su mandante (Juan VII, 18). Tal fué el sello con que se presentó también como el
pastor bueno, señalando como ladrones y salteadores a los pastores de antes, es
decir, a los falsos profetas, cuya característica a través de toda la Biblia es
la de robarse para sí esa gloria a que sólo el Padre tiene derecho, y profanar
su tremenda misión cosechando simpatía personal o ventajas y diciendo, como de
parte de Dios, cosas que El no ha dicho (Deut.
XVIII, 20).
En todo esto vamos viendo a Jesús como hombre: en su actitud de apóstol, de enviado, de
predicador humildísimo. Era el “Servidor
de Yahvé" (Is. XLII, 1 ss.;
Mat. XII, 18), que había tomado forma de siervo (Filip. II, 7) y que estaba entre los hombres “como el
sirviente" (Luc. XXII, 27). Y
así también enseñó a los suyos a que el primero fuese como el más bajo servidor
de los demás (Luc. XXII, 24 ss.),
hasta el extremo de lavarles los pies como El lo había hecho (Juan XIII, 13 ss.).
¿Por
qué toda esta humildad? Porque era la
condición indispensable para que su predicación tuviese el sello de la
sinceridad, sin que su propia gloria o provecho o triunfo del amor propio
pudiese mezclarse con la pura glorificación del Padre, que El buscaba con tal
ardor que le llama “mi alimento" (Juan IV, 31-34).
Notemos
que la gloria, exteriormente, consiste
en el elogio, el honor, la admiración. Eso es lo que Jesús busca todo entero para
el Padre; eso quiere que busquemos todos siguiéndolo a Él. La gloria es el
extremo opuesto de la humildad. Y ambas cosas son correlativas. Para poder
glorificar al Padre, Jesús recogía para Sí mismo humillaciones y desprecio, y
así hemos de hacer nosotros inevitablemente; pues, como tanto lo previno El a
sus discípulos, es imposible que el mundo nos acepte y comprenda (Juan XV ,18
s.), porque el mundo busca su propia gloria y no podrá soportar que se le diga
que no tiene derecho a ser glorificado, y que tal derecho es exclusivo de Aquel
a quien Jesús predicó.
En
cuanto nosotros seamos fieles en buscar gloria sólo para el Padre, recibiremos
para nosotros descrédito, burla y persecución como la que sufrió Jesús. El que
en vez de esto tuviera triunfos debería temblar, porque Jesús dijo
rotundamente: "¡Ay de vosotros cuando os aplaudan!” (Luc. VI, 26). ¡Dichosos
cuando os persigan y desprecien por Mí! ¡Saltad de gozo! (Luc. VI, 22). Vemos
así, al pasar, que el seguir a Cristo no es algo que nos recomiende, como tal
vez suele creerse, al respeto, confianza, elogio y simpatía, como un testimonio
de buena conciencia. Es todo lo contrario, porque “no es el servidor más que su
Señor" (Juan XV, 20), por lo cual está escrito de los discípulos lo mismo
que de Él: "Fué contado entre los criminales" (Is. LIII, 12; Marc. XV,
28).
III
Pero volvamos a la idea que queríamos recalcar como
noción de inmenso valor para nuestra vida espiritual: Jesús es ante todo, y así se muestra en el Evangelio, poseído de un agradecimiento sin límites
hacia la Persona de su Padre, primera Persona de la Santísima Trinidad.
De una gratitud tan infinita como explicable, porque a esa Persona le deben el
Ser desde toda la eternidad tanto el Hijo como el Espíritu Santo, en tanto que
ese Padre, de quien todo procede, no debe nada a nadie: El es el dador que a todos
da, y más que a nadie al Verbo eterno y a Jesús
Hombre, a quien dice igualmente: “Tú eres mi Hijo" (Sal. II, 7).
Ahora bien, ese
Dador, que todo lo da y nada recibe, ¿no merecerá recibir siquiera nuestro reconocimiento, nuestra proclamación de
sus dones, nuestra admirada alabanza de su generosidad, nuestra amorosa
gratitud por su amor y por la misericordia que viene de ese amor? Pues eso
es lo que se llama la gloria del Padre, eso es glorificarlo a Él, eso es no
solamente el deber y el destino de todas las creaturas, sino también el sumo
anhelo de Cristo, que no es creatura pero es engendrado como Hijo único, es decir,
que Él tiene al Eterno Padre una gratitud infinitamente mayor aún que la nuestra.
Esta gratitud, y amor, y deseo de alabanza para el
Padre, constituye el fondo mismo del Espíritu de Cristo, que es el Espíritu
Santo, o sea la unión de Ambos en la Trinidad. No sólo buscó Jesús esa gloria del Padre durante los
años que como Hombre vivió en la tierra, sino que desde toda la eternidad el
Verbo del Padre no tuvo ni tiene otro anhelo que amar, agradecer o glorificar a
ese Padre inmenso. "Cristo es de
Dios", nos dice San Pablo, es decir, del Padre. Ahora, sentado a su
diestra como Sacerdote, le ruega sin cesar por nosotros, como lo hacía en las
noches de su vida mortal (Hebr. VII, 24 s.). Y "cuando haya entregado su
reino a su Dios y Padre" (I Cor. XV, 24), ese Verbo Divino, como si
hubiese olvidado que El también es Dios, cifrará su felicidad eterna e infinita
en estar "sujeto", como dice S. Pablo, a ese Padre que antes le habrá
sujetado a El todas las cosas, "para que el Padre sea todo en todo” (I
Cor. XV, 28).
IV
Pero si el Padre le había dado a El ser Dios y a
nosotros el ser hombres; si El era Hijo y nosotros sólo creaturas, esa
diferencia desapareció gracias al mismo Cristo y al Padre que nos lo envió, porque
ahora el Espíritu Santo, a quien también debemos gracias infinitas
como Enviado del Padre y del Hijo, nos ofrece el ser tan hijos del Padre como
lo es Jesús, es decir, no adoptivos
sino verdaderos" (I Juan III, 1;
Ef. I, 5). De Cristo recibimos
"la misma gloria que el Padre le dió a El" (Juan XVII, 22-24), de
modo que El ya no es Hijo único, sino "primogénito entre muchos hermanos"
(Rom. VIII, 29), y nosotros somos "semejantes a Él” (I Juan III, 2), no
sólo en el espíritu, sino también en nuestros cuerpos que, si con El los humillamos
(Filip. III, 10 s.), El hará iguales a su cuerpo glorioso (Filip. III, 20-21).
Hemos dicho que el Espíritu Santo nos ofrece esta maravilla
de la filiación divina (cf. II Pedro I,
4). Habríamos podido decir "nos da", en vez de "nos
ofrece". Pero la distinción es conveniente. Porque esto no se produce sólo
de una manera externa como quien trata a un ser inanimado o dormido o muerto.
Para recibirlo todo, se nos impone como condición el creer que es verdad.
He aquí, pues, la suprema enseñanza y el supremo
ejemplo de Jesús: la gratitud sin límites de un hijo a su
Padre, a quien debe todo; gratitud que se empeña eternamente en darle honor
y alabanza y gloria, y no puede soportar que nadie se la dispute. Y por eso quiere
que todos seamos párvulos, como esos niños muy pequeños que aún no han aprendido
lo que es desear la gloria propia.