ORAR CON CRISTO
I
Al
considerar las características de la piedad cristiana hemos de recordar en
primer término que no oramos solos, ni como individuos aislados, ni sólo como
representantes de una comunidad o de un pueblo, sino como miembros de un Cuerpo
Místico, cuya cabeza es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre.
"Per Christum Dominum nostrum" -por Jesucristo, nuestro Señor-
elevamos nuestras oraciones a Dios, y en esto se distingue fundamentalmente la
oración cristiana de las preces formuladas por los adeptos de otras religiones.
No
es nuestro "yo" el que da valor a la oración, sino la unión del
"yo" humano con el divino Mediador, que se hizo sustituto nuestro
ante el Padre. Por eso dice El mismo, según San Juan XV, 5: "Sin Mí nada
podéis hacer"; y San Pablo
agrega que el que nos anima y capacita para pronunciar el nombre del divino
Sustituto es el Espíritu Santo, quien es a la vez el glorificador de Jesús (cf. Juan XVI, 14): "Nadie puede decir que Jesús es el Señor sino por el Espíritu Santo" (I Cor. XII, 5). Es pues, por Jesucristo y su Santo Espíritu, que dirigimos nuestras oraciones
al Padre, como el mismo Apóstol lo expresa en la Carta a los Romanos: "No sabemos qué hemos de pedir en
nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo; el mismo Espíritu hace nuestras
peticiones con gemidos que son inexplicables" (Rom. VIII, 26).
Es
ésta una gran luz para los flacos en la fe y en la confianza, que no creen en
la eficacia de la oración o se creen incapaces de orar sin distracción. ¡Cristo
y el Espíritu Santo nos ayudan! Y sus acentos dan gracia a nuestro balbuceo
ante el Padre. Todo al revés del mezquino concepto que tal vez nos hemos formado
de la parte divina en nuestros actos de piedad, como si Dios, después de la
creación del mundo, se hubiese entregado a la pasividad, para que la actividad
humana se manifieste sin trabas. En realidad es la oración tanto más perfecta
cuanto más parte tiene en ella Dios y menos el hombre.
Orar con Cristo
es, por consiguiente, como dijimos en la nota al versículo citado ("Las
Cartas de San Pablo", edic. Plantín, pág. 38), "una actividad más bien receptiva,
pero incompatible con la distracción, pues, está hecha precisamente de
atención a lo que Dios obra en nosotros con su actividad divina fecundante. Esa
atención no acusa modificaciones sensibles, sino que es nuestro acto de fe
vuelto hacia las realidades inefables de misericordia, de amor, de perdón, de
redención y de gracia que el Esposo obra en nosotros apenas se lo permitimos,
pues sabemos que El siempre está dispuesto, ya sea que lo busquemos -en cuyo
caso no rechaza a nadie (Juan VI, 57),--,
o que simplemente le dejemos entrar, porque El siempre está llamando a la
puerta (Apoc. III, 20); y aun cuando
no le abramos, atisba El por las celosías (Cant.
II, 9), y aun nos persigue como un "lebrel del cielo". Cuanto más
sabemos esto más aumenta nuestra confianza y más se despierta nuestra atención
a la realidad espiritual de la oración".
II
Orar con Cristo
no sólo significa estar unido con El místicamente, sino también seguir, por
decirlo así, su método. Si Jesús es nuestro Maestro, ¿nos habrá
acaso dejado sin instrucciones sobre el elemento más vital de la piedad?
¿Cómo practicaba El la oración? ¿Tenemos ejemplos de su oración? Sí, los
tenemos. Y lo más interesante es que la
primera oración de Jesús no está en el Evangelio, sino en el Salterio, lo cual
nos muestra una vez más la unión de los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo,
que se completan mutuamente y se arrojan luz el uno sobre el otro.
Esa primera
oración de Cristo se halla en el Salmo
LIX, vers. 7 y 8, y para que no dudemos de su autenticidad, el Espíritu
Santo la hizo citar por San Pablo en
la Carta a los Hebreos, donde
leemos: "Por lo cual dice Jesús
al entrar en el mundo: Sacrificio y oblación Tú (oh Dios), no los quisiste,
pero un cuerpo me has preparado. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te
agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo; así está escrito de Mi en el rollo
del Libro, para que haga, oh Dios, tu voluntad" (Hebr. X, 5-7).
El Apóstol ve en esta oración la de Cristo con motivo de su entrada en el
mundo, o sea en aquel momento en que se materializó su existencia humana en el
seno purísimo de la Virgen, y en que su alma, bajo los irresistibles impulsos
del Espíritu Santo, ofreció al Padre ese santísimo cuerpo que había recibido
para el cumplimiento de su misión redentora.
III
¿No
es notable y digno de la mayor atención que la primera oración de Jesús sea una
palabra del Salterio? Si el Hijo de
Dios, el "hombre" más inspirado que jamás viviera en la tierra, al
elevar su corazón al Padre, ha recurrido a la Escritura como fuente de las
palabras más dignas del Altísimo, ¿cuán mal parados quedamos entonces nosotros
al pretender crear fórmulas mejores y más acertadas? Del ejemplo que nos ha
sido dado por Cristo, hemos de sacar la enseñanza de que hemos de obrar como Él,
y no confiar en nuestra propia inspiración, sino dejarnos conducir por las Sagradas Escrituras, por la palabra de Dios y las fuentes sobrenaturales,
como lo hace la Iglesia al formular las oraciones del Misal y Ritual. Imitemos
a Cristo y a la Iglesia, bebamos en el manantial inagotable de la Biblia, donde
encontramos siempre la mejor inspiración y la expresión más sublime y más adecuada
para lo que deseamos decir, pues ese mismo Espíritu que inspiró el Libro
Sagrado, inspira también al que ora rectamente, como vemos en Rom. VIII, 26.
No
fué solamente la primera oración la que el Hijo del hombre sacó del Salterio;
también sus últimas palabras proceden de ese mismo libro
divino. Cuando su cuerpo se desangraba bajo horribles tormentos físicos y su
alma cargada con los pecados de la humanidad (II Cor. V, 21) apuraba la última
gota del cáliz de la amargura, no encontraba palabras más apropiadas para expresar
su dolor que las del salmista: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?" (Sal. XXI, 2; cf. Mat. XXVII, 46; Marc. XV, 34). Y en su
último aliento escuchamos igualmente palabras de la Sagrada Escritura, pues de
los Salmos fueron las que pronunciara al expirar, diciendo con esa amorosa y
confiada entrega que hemos de aprender de Él: "Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu" (Sal. L, 6; cf. Luc. XXIII, 46).
IV
Como
Jesucristo, así también su santísima Madre usaba como "devocionario"
la Escritura, especialmente los Salmos. El Magnificat de la Virgen (Luc. I, 46
ss.) es un tejido de textos bíblicos, lo mismo que el Cántico de Zacarías (Luc.
I, 68 ss.). Esto prueba hasta qué punto aquellos santos se habían compenetrado
de la Palabra de Dios, y cómo sabían aprovecharla para sus oraciones e himnos
eucarísticos. También San Esteban concluye su glorioso martirio con una palabra
de la Escritura (Hech. VII, 59).
¿Es
extraño que los apóstoles, que tantas veces presenciaron la oración de Jesús,
le pidieran que les enseñase a orar? (Luc. XI, 1). Y El les enseñó el Padrenuestro, la oración que en su sola
estructura contiene ya toda la substancia de ambos Testamentos.
Por todo esto vemos la inmensa importancia que en la
oración de Jesús y de sus discípulos
tiene la Biblia, sin la cual no entenderíamos sus oraciones, como tampoco las
de la Iglesia, las cuales rebosan de reminiscencias, ideas y citas literales
del Libro sagrado, que no revelan su verdadero sentido sino a los que conocen
los textos aludidos, al igual que las vidrieras góticas con sus figuras y
escenas sólo son comprendidas por los que conocen los originales bíblicos que
ellas representan.
Usando
la Sagrada Escritura como texto de su oración Jesús nos ha mostrado también de
una manera práctica las íntimas relaciones entre la Antigua y la Nueva Alianza,
que hoy todavía son tan estrechas, que un libro del Antiguo Testamento, el
Salterio, es la oración oficial de la Iglesia y de todos los sacerdotes del
orbe católico.
Orar
con Jesús es, pues, no solamente orar en unión con Él y con la Iglesia, su cuerpo,
sino también en cuanto es posible, con las mismas palabras que El consagró en
los días de su vida terrena cuando de sus labios brotaron las oraciones del
Libro eterno.