Elias: expectans expecto te. |
Nota del Blog: Tomado del hermoso librito "Fisonomía de Santos".
En aquel tiempo, la tierra prometida, la tierra hacia la cual marchó Moisés y que fué dada a Josué, estaba dividida en dos reinos. Israel adoraba el becerro de oro, adoraba a Baal; Achab y Jezabel habían designado a ochocientos cincuenta sacerdotes para ofrecer sacrificios al demonio adorado por los simonianos. Entonces Elías, armado con su espíritu, con su espíritu de celo, con su espíritu de gloria, con su espíritu vengador de la Unidad divina, fué a Achab. "¡Viva el Señor Dios de Israel! —dijo el profeta al idólatra—; desde ahora no caerá una gota de lluvia ni una gota de rocío sobre la tierra, sino por orden mía".
Y se fué al desierto, donde, por orden divina, los cuervos le
alimentaron; al desierto, como Juan Bautista, y bebía el agua del torrente.
Y el cielo era como de bronce, y la tierra desecada. Aquella maldición
fulminada por Elías en el espíritu y majestad del Señor, había suprimido las
naturales relaciones entre los elementos: algo como un entredicho pesaba sobre
la creación.
Y el torrente donde Elías bebía se secó como los otros torrentes, y el
profeta sintió el peso de su propia palabra.
Dios le mandó a Sarepta,
avisándole que allí una viuda se encargaría de sustentarle. Encontró a la
viuda, que recogía leña y sólo tenía un poco de harina en su casa. La mujer
dijo a Elías: "He aquí lo que
me queda para mi hijo y para mí. Después nos moriremos de hambre". Elías respondió: "Hazme una torta
con tu harina; luego harás otra para tu hijo y para ti, y hasta que vuelva la
lluvia, ni tu harina ni tu aceite disminuirán".
Entonces ocurrió una cosa
imprevista: el hijo de la viuda murió. La mujer colmó de reproches a Elías, y Elías elevó aquellos reproches a Dios. "Dame a tu hijo, —dijo
a la mujer—. La mujer se lo dió, Elías
lo puso sobre su lecho, y su oración familiar y llena de audacia resonó al
través de los siglos como un grito de desesperación y de esperanza. —"¡Señor,
—gritaba Elías— Señor, esta viuda me
da el sustento, y Vos matáis a su hijo siendo yo su huésped!" — y se echó
tres veces sobre el niño, y gritó diciendo: —"¡Señor, Dios mío, os lo
suplico, os lo suplico! ¡Que la vida vuelva a las entrañas de esta
criatura!" — y la vida volvió. Elías
dijo a la mujer: — "He aquí a tu hijo que está vivo"; — y la mujer respondió:
— "Sois verdaderamente el hombre de Dios"—. Esta es la primera resurrección que la historia menciona. La muerte fué
invencible hasta aquel día.
Entretanto la sequía y el
hambre aumentaba en Israel. La mayor parte de los profetas habían muerto. Achab y Jezabel prohibieron bajo pena de muerte la palabra de verdad, y así
exterminaron la luz y la justicia. Los crímenes y los azotes multiplicábanse
unos a otros, sin curarse y sin conmoverse. Elías estaba espantado de los efectos de su cólera. El cielo era de
bronce. El profeta que lo había cerrado fué el encargado de abrirlo de nuevo.
Y aquí viene uno de los grandes dramas de la historia humana, y hasta
puede decirse uno de los grandes dramas de la historia divina; drama extraño en
que la antítesis desempeña terrible papel y donde la naturaleza humana nos aparece
primero en manos de Dios, después en manos de sí misma; primero sostenida, y
después abandonada, haciéndonos comprensibles aquellas palabras de Santiago:
"Elías era un hombre semejante a nosotros".
Veamos primero a Elías en la mano de Dios. Preséntase solo ante Achab,
su enemigo mortal; ante Achab, que
hacía que los profetas se refugiaran en el fondo de las cavernas y del
desierto.
— Tú eres, —dice Achab— aquél que desde hace tres años turba mi reino.
— No —contestas Elías—, no soy yo, eres tú. Tú eres quien turba tu
reino; ¡tú y tu raza, tú, apóstata, idólatra! Pero yo vendré en auxilio de
Israel.
Convoca al pueblo, convoca a los sacerdotes de Baal.
Convocado el pueblo y los
sacerdotes, Elías les dice: —"¿Hasta cuándo seguiréis así? Es menester
que os decidáis. Si el Señor es Dios, seguidle. Si Baal es Dios, seguidle.
Entre los profetas del Señor, yo soy el único que vivo todavía. Baal tiene cuatrocientos
cincuenta profetas. Dénsenos dos bueyes; ellos tomarán uno, y yo otro. Cada uno
ponga el suyo sobre la leña sin prenderle fuego. Uno y otro invocaremos cada
cual a su Dios, y veremos para quién descenderá el fuego del cielo".
Los sacerdotes de Baal
empezaron. Fué por la mañana, y oraron hasta el mediodía. Nadie les contestó:
Baal no daba señales de vida.
—"¡Gritad con más fuerza!
—les decía Elías—, quizá vuestro Dios esté de camino, o distraído. Quizás duerma.
Es menester despertarle".
Los sacerdotes de Baal
acabaron por abrirse la carne con sus cuchillos: la sangre corría, pero el
fuego no llegaba.
Entonces Elías levantó un altar con doce piedras en bruto que representaban
las doce tribus de Israel. Puso la leña sobre el ara, y, en vez de encender
fuego derramó agua[1].
Enseguida colocó el buey en el altar improvisado, y exclamó: "¡Señor, Dios
de Abraham, de Isaac y de Jacob, mostrad hoy que sois el Dios de Israel, que yo
soy vuestro servidor, y que si hablé fué por orden vuestra. Oídme, Señor, oídme,
para que este pueblo sepa que Vos sois el Señor Dios que puede convertir los
corazones!".
Y cayó el fuego del cielo
consumiendo la víctima, la leña, las piedras, el polvo y hasta el agua
derramada en torno al altar.
El pueblo se precipitó
poniendo el rostro en la tierra. Después los sacerdotes de Baal fueron presos,
condenados a muerte y ejecutados junto al torrente Cirón.
En seguida, Elías dijo a Achab: —"Ahora, come y vete, porque va a caer una gran lluvia".
— Y el profeta, acompañado de su servidor, subió a la cima del Carmelo. Allí se
prosternó, con el rostro entre sus rodillas. — Ve, —dijo a su servidor —mira
por el lado del mar—. El servidor fué, y volvió diciendo: "Nada se
ve". Y así por seis veces seguidas. A la séptima, volvió diciendo:
"Veo una nubecilla, ancha como el paso de un hombre, que se levanta por el
lado del mar".
Algunos momentos después el
agua caía a torrentes.
Para medir el alcance y valor de las cosas sería preciso comprender
todas las relaciones de lo visible y lo invisible. La lluvia, que Elías libró
de las prisiones en que estaba hacía tres años aguardando su mandato futuro,
encadenada por su mandato pasado, aquella lluvia significaba la Encarnación del
Verbo, y la nubecilla era figura de la Virgen.
Al saber la muerte de sus sacerdotes, Jezabel se enfureció y envió un
mensajero que dijera de su parte a Elías: "Juro por mis dioses que mañana
sufrirás igual suerte que aquéllos". Entonces vióse el prodigio de
debilidad de la naturaleza humana.
Elías tembló, y huyó. Tembló con un terror inaudito,
que la Sagrada Escritura sólo nos deja entrever al través de su sobriedad de
palabras; pero del cual las antiguas tradiciones han conservado el recuerdo
como monumento de la debilidad humana.
Este terror llegó a ser célebre. Dícese que Elías tuvo
miedo más allá de cuanto puede decirse. Dícese que el carro de fuego fué pedido
en el exceso de aquel terror, y que Elías fué llevado lejos de la tierra y de
sus amenazas por no poder resistir el espanto que éstas le causaron. Supónese
que aquel exceso de terror fué el que le dió alas para huir, y que las ruedas
del carro de fuego fueron estas alas. Esta antigua tradición, consignada en un
libro muy viejo y raro, es uno de los documentos más preciosos sobre la
naturaleza humana. Elías, que había resucitado al hijo de la viuda; Elías, que
fué el primer vencedor de la muerte; Elías, cuya gloria la Escritura misma
debía celebrar; que había desafiado y confundido al feroz y poderoso Achab; que
había cerrado y vuelto a abrir el cielo; que había hecho caer de él primero el
fuego y después el agua; aquel cuyo nombre significaba Maestro y Señor, tembló,
como quizá no había temblado nunca otro hombre, ante la amenaza de una mujer
cuyos defensores había confundido e inmolado. Fuése al desierto y allí,
sentado, se lamentaba e invocaba la muerte, aquella muerte de la que iba
huyendo. La Sagrada Escritura nos pone de manifiesto esta debilidad como nos
pone también la de San Pedro, mostrándonos así el corazón humano tal cual es,
monstruo de inconstancia.
Elías, hastiado de sí mismo, sentóse bajo un enebro para morir allí. Pero he aquí que un ángel
del Señor llegóse a él en sueños y le dijo: "Levántate y come". Elías
abrió los ojos y vió a su lado un pan cocido bajo las cenizas y un vaso de
agua. "Levántate y come" —le dice el Enviado del Señor—, "porque
te queda largo camino que recorrer". Elías, en la fuerza de este alimento,
dice la Escritura, anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al monte
Horeb.
Horeb significa visión. Después de la debilidad y del desierto, Elías
llegó a la montaña de la Visión. El Señor le dice: "Elías, ¿qué
haces?" Y Elías responde: "El celo me ha devorado, el celo por el
Señor Dios de los Ejércitos, porque los hijos de Israel han hecho traición a su
alianza. Ellos destruyeron vuestros altares y degollaron a vuestros profetas;
sólo yo he quedado sobreviviente, y ahora me buscan para matarme". El
Señor le dice: "Sal y muéstrate en la montaña ante mi faz".
La escena es imponente. El Señor va a pasar. Levántase una tempestad espantosa
que quiebra las peñas, pero el Señor no está en ella.
Después de la tempestad, tiembla toda la tierra; y el Señor no está en
el terremoto. Después del terremoto, el rayo; y el Señor no está en el rayo.
Pero entonces se levanta un vientecillo ligero como un soplo, y el profeta tomó
su manto para velar su rostro.
Una discreción singular, profunda, casi espantosa, se cierne sobre este
momento de la narración, sobre el airecillo suave y lo que el mismo contiene. Nosotros
no podemos comprenderla más que por sus efectos. Elías tomó su manto para
velarse el rostro. No sabemos más; y los más gigantescos esfuerzos del hombre
no lograrían alcanzar ni contener tanto como estas breves palabras. Se
presiente que el que las dice renuncia a mirar, por sentirse demasiado pequeño,
abismado en el terror de lo infinitamente grande.
Dios ordenó a Elías que consagrara rey de Siria a Hazael, y rey de Israel a Jehú, y a Eliseo profeta del Señor. Encontró a éste labrando la tierra con
doce bueyes y echóle encima su manto, cuyo misterioso contacto le cambió en
otro hombre. El labrador fué profeta, sucesor de profeta.
Entonces Jezabel tomó la viña de Naboth.
La profundidad de este detalle no se descubrirá sino en el valle de Josafat.
¿Hay nada más insignificante, en apariencia, que la viña de Naboth? El rey pone su mano en la
hacienda del pobre. Elías vuelve a
encontrar a Achab: el profeta ha
recobrado su valor. Jezabel había
calumniado a Naboth y se había
desembarazado de él. "Rey —dice Elías
a Achab—, tú has matado y poseído;
pero escucha la palabra terrible de Dios. En el lugar donde los perros han
lamido la sangre de Naboth, lamerán
también tu sangre. Los perros comerán a tu mujer en el campo de Jesrael". Achab fué herido por una flecha y los perros lamieron su sangre. Jezabel fué echada de arriba abajo de
su palacio. "Sepultad a esta maldita, —dijo Jehú—; es hija del rey". Pero cuando fueron para sepultarla,
no encontraron más que el cráneo y las extremidades de los pies y las manos.
Los perros habían comido lo demás. Los cascos de los caballos la aplastaron y
los perros la comieron; y las gentes que pasaban y veían sus dedos en gran
parte devorados, se decían unas a otras: "He aquí a la gran Jezabel".
Naboth
quedaba vengado. Naboth representa
al pobre; ya sabemos qué lazos ligan al pobre con Dios.
Ocozías
sufrió una caída, y envió a consultar a Beelzebuth
sobre la suerte que le aguardaba. Elías
fué al encuentro de los mensajeros. "¿Por ventura no hay Dios en Israel
—les dijo—, que vais a consultar a Beelzebuth? Por haberlo consultado, morirá el
rey".
El rey mandó un oficial con
cincuenta hombres para prender al profeta. "Hombre del Señor —dijo el
oficial—, el rey os manda bajar de la montaña". El profeta contestó:
"Si soy el hombre del Señor, que el fuego del cielo os devore a ti y a los
tuyos". Cayó el fuego del cielo. El caso repitióse por segunda vez.
Acercábase la hora suprema: Elías iba a abandonar la tierra.
Ordinariamente abandonar la tierra significaba morir, pero con Elías no sucedió
así. "Detente, —dijo a Eliseo—, el Señor me manda a Jericó". "No
te abandonaré", contestó Eliseo. Y los hijos del profeta se agruparon
alrededor de Eliseo, diciendo: "Elías va a abandonar la tierra".
"Lo sé, —contestó Eliseo—, ¡silencio!"
Elías se abrió pasó por en medio del río Jordán tocándolo con su mano, y
después de haberlo pasado dijo a Eliseo: "¿Qué don quieres?"
"Que vuestro doble espíritu repose en mí", contestó Eliseo.
"Pides una cosa difícil —repuso Elías—, pero si me ves en el momento en
que desapareceré, tendrás lo que pides".
Y he aquí que apareció un carro de fuego; los caballos separaron a
Eliseo de Elías, y éste fué llevado en un torbellino. "¡Padre mío, padre
mío! —gritaba Eliseo—, ¡el carro de Israel y su conductor!". Y vió
desaparecer a Elías, cuyo manto cayó a sus pies.
Entonces quiso pasar el Jordán
de regreso, y lo tocó con el manto para que le abriera paso; y como el río se
resistiera, Eliseo, indignado por la
desobediencia, exclamó: "¿Dónde está, pues, el Dios de Elías?" Entonces el río se abrió.
Elías se fué Dios sabe dónde, para aguardar desde arriba la hora de volver
a anunciar el segundo advenimiento.
Pedro, Santiago y Juan le volvieron a ver más tarde con Moisés, en el
Tabor.
Según los comentadores, el rapto de Elías es imagen de la Ascensión.
Pues bien, los ángeles dijeron a los Apóstoles: "Jesucristo volverá de
igual modo que le habéis visto irse a lo alto".
La Ascensión y el juicio final
tienen, pues, una relación misteriosa. Elías,
que es figura de la Ascensión, es, al mismo tiempo, precursor del juicio final.
Así las armonías se llaman y
responden una a otras. Este Elías,
de quien el Espíritu Santo se hizo panegirista, extiende su sombra sobre la
historia del mundo. En el Antiguo Testamento hace brotar el agua, la sangre y
el fuego. Aparece en el Tabor. Es precursor del segundo advenimiento, y la
orden del Carmelo le reconoce por su fundador. La orden del Carmelo se fundó
sobre una piedra puesta por Elías, y en la lontananza de los siglos, San Juan y Santa Teresa se preparaban; y cuando el fuego del cielo cayó sobre
el sacrificio del profeta, una mirada más profunda que la nuestra hubiera visto
resplandecer aquella predestinación eterna llena de coronas y reflejos, de
relámpagos y truenos.
[1] III Reyes, XVIII, 32.