lunes, 18 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VI (II de IV)

Comunicación del ministerio.

Pero, como hemos dicho antes, Jesucristo no es únicamente maestro. Llevando en Sí mismo todos los tesoros de la divinidad que tiene recibidos de su Padre, a todos los que han recibido el primer don de su palabra y que han creído en Él les confiere el don  de ser hijos de Dios (Jn I, 12) y de participar de la naturaleza divina (II Pe. I, 4).
Así la obra de la santificación sigue a la predicación de la verdad, y la Iglesia, que primeramente cree en Él, es decir, que recibe la palabra, a cambio de su fe entra en  esa comunicación divina de la nueva vida que es la vida eterna, y del nuevo ser, que es una participación misteriosa del ser divino.
Y no solamente Jesucristo opera en su Iglesia esta obra inefable, sino que a la misma Iglesia la asocia en esta operación misma y le da el obrar juntamente con Él la salvación de sus miembros.
Este poder, distinto del magisterio, se llama el ministerio, ministerium[1].
Aquí es donde principalmente aparece el carácter sacerdotal de Jesucristo en él mismo y en el orden de los jerarcas que asocia a esta misión.
Para entenderlo bien consideremos que todo el género humano está en el pecado y en la muerte, y que no puede elevarse a la santidad sin que intervenga la expiación, es decir, la oblación del sacrificio (Heb. IX, 22). En la cruz y en su muerte llevó Jesucristo en Sí mismo a toda su Iglesia, justificándola e incorporándosela a la vez, para hacerla vivir de su vida (Jn. XII, 32). Él dijo de su inmolación: «Por ellos me consagro yo mismo» (Jn. XVII, 19); es decir, Él mismo, en esta calidad de cabeza de la nueva humanidad que Él tomó, y en nombre de la Iglesia entera que está en Él, obtiene para esta Iglesia la gracia y la santificación por el mérito del sacrificio.
Jesucristo, que se mostró como maestro en la tierra, aparece pues, en la continuación del misterio como santificador.
Y como confió a la iglesia el depósito de la doctrina, va a confiarle también el depósito del poder santificador en los sacramentos que instituye en ella, y que son los signos y los canales por los que se comunica su único sacrificio y se extiende su virtud sobre todos los hombres.
Detengámonos a considerar la economía de este orden de maravillas.

El centro de todos los sacramentos es el sacrificio de Jesucristo perpetuado en la sagrada eucaristía[2]: la eucaristía es el sacramento por excelencia, y así se llama simplemente «sacramento» en el lenguaje del pueblo cristiano; todo se refiere a ella[3].
Si la Iglesia tiene el bautismo que la purifica y la incorpora a Jesucristo inmolado, el bautismo le da la facultad de vivir de la eucaristía[4].
Alimentarse de la eucaristía es el acto propio y el ejercicio de los derechos del bautismo. El bautismo crea un estado permanente y es como una comunión habitual. El bautizado, dice san Agustín, se ha hecho ya por el bautismo partícipe de lo que es ofrecido, una misma cosa con la víctima y lo mismo que es ofrecido[5], como siendo ofrecido con la víctima, como siendo una misma carne y una misma sangre con la víctima.
Así los frutos del bautismo  y de la comunión eucarística les son mutuamente comunes, como conviene a un hábito y a su acto. La resurrección, efecto del bautismo (Rom VI, 4-5), es a su manera efecto de la participación en la eucaristía (Jn VI, 55). El bautismo mira a esta participación, se refiere a ella. El cristiano no es lavado en la sangre de Jesucristo sino para estar en Él y vivir de Él (Jn. VI, 57-58); y lo que es derecho adquirido en el bautismo y la virtud misma del bautismo se realiza y se ejercita por la sagrada eucaristía; y ya en el bautismo, por la relación que adquiere con esta carne inmolada, cobra como un hábito y un estado permanente de unión con Jesucristo[6].
Tenemos, pues, en la Iglesia la nueva criatura que nace en el bautismo para vivir de la eucaristía. Pero aquí no separamos del bautismo el sacramento distinto de la confirmación, que acaba la obra del bautismo y concurre, a manera de perfección y de consumación, a la obra única de la formación del nuevo hombre[7].
Otros sacramentos vendrán luego a fortificarlo en sus combates, a curar sus heridas, a remediar sus desfallecimientos, a restablecer en su interioridad la vida sobrenatural, es decir, los hábitos del nuevo hombre creados en él por el bautismo y por la perfección del bautismo.
Tal es el magnífico tesoro en cuya posesión entra la Iglesia.
Pero esto no basta todavía. Y, como hemos anunciado, la Iglesia no solamente recibe este tesoro en cada uno de sus miembros, sino que es constituida su dispensadora para con ellos (I Cor. IV, 1); no solamente recibe, sino que también da; no solamente le corresponde poseer, sino también transmitir.
Por tanto, si la eucaristía es de ella para recibirla, es preciso que la eucaristía sea también de ella para darla con todos los bienes que fluyen del sacrificio divino.
No solamente la Iglesia está enriquecida con el don de Dios, sino que, por sus manos, Dios y Cristo enriquecen a los pobres, es decir, a todos los hijos de los hombres (cf. Sal CX, 9)[8].
Así, mientras por el bautismo es hecha partícipe de la víctima y es llamada a alimentarse de la eucaristía, por otro sacramento, el del orden, ofrece la víctima, celebra el sacrificio y dispensa el alimento celestial[9].
Así el sacrificio, o la eucaristía que lo perpetúa, es, con toda verdad, el centro de la entera economía sacramental. El bautismo y el orden, uno y otro, se refieren a ella: por el bautismo recibe la Iglesia el don divino que está contenido en ella, como el bien que debe poseer, y por el orden este mismo bien será transmitido y comunicado por sus manos para siempre.
Los otros sacramentos pertenecen a su manera a esta economía general; toda su  virtud viene del sacrificio de Jesucristo, del que son como frutos, derivaciones o aplicaciones diversas.
Así como estas dependencias del sacrificio siguen las leyes del misterio principal, el bautismo dispone a recibirlos y, el orden autoriza a darlos[10], conviene, en efecto, que las relaciones que miran al objeto principal, es decir, a la sagrada eucaristía, donde se halla el sacrificio mismo de Jesucristo, sean conservadas inviolables en todo lo que mira a las derivaciones misteriosas que de él dimanan.
La penitencia perdona todos los pecados cometidos después del bautismo, hace revivir, reanima la vida del hombre nuevo y repara todos los hábitos de la vida divina en él.
La extremaunción acaba la obra de la penitencia y aporta, al cristiano moribundo, socorros para sus últimos combates.
El matrimonio santifica la familia.
Más allá de los sacramentas y de su número determinado, el poder dado a la Iglesia en el ministerio va hasta crear, al lado del ellos, por su propia institución y como otras tantas dependencias de su institución divina, diversas purificaciones, bendiciones y consagraciones, todas las cuales pertenecen en definitiva a la gran obra de la santificación de los hombres.
Todos estos bienes, es decir, los sacramentos y los sacramentales, como dice la teología, forman el único e inmenso tesoro de la Iglesia. En la virtud del bautismo participan en ellos sus hijos, y en el poder del orden son los ministros sus dispensadores.
Tal es, pues, en su plenitud, el magnífico poder dado a la Iglesia para que viva y haga vivir a sus hijos de la vida de Dios; y ya descubrimos toda su distribución jerárquica.
Jesucristo, pontífice soberano, da a los obispos la plenitud de este poder santificador.
Al obispo corresponde bautizar, y al obispo también corresponde celebrar la sagrada eucaristía. Le corresponde hacer nacer por el bautismo y perfeccionar a la nueva criatura mediante la confirmación; le corresponde ofrecer el sacrificio eucarístico y alimentar con él a su pueblo. Perdona el pecado en la penitencia[11]. Y si bien en el sacramento del matrimonio los esposos mismos se comunican la gracia, no lo hacen sino en virtud del bautismo que recibieron de él.
Jesucristo opera así por el obispo toda santificación en la Iglesia.
A su vez, el episcopado asocia a su operación santificadora el orden inferior de los presbíteros.
Éstos, con igual eficacia — ya que la operación misma de Jesucristo fluye indivisiblemente por todos los canales de la jerarquía— aunque con dignidad menor, bautizan, celebran la sagrada eucaristía, perdonan los pecados[12]. Reciben de Jesucristo, por el episcopado, el poder de hacer todas estas obras místicas: lo hacen guardando en ello su rango de simples sacerdotes, que participan del sacerdocio cuya plenitud reside en el episcopado y se deriva a ellos del episcopado[13]; porque, por la institución de Jesucristo, el episcopado no fue incluido en el sacerdocio, sino que el sacerdocio fue instituido e incluido en el episcopado. Hacen, por tanto, estas acciones como asociados al episcopado, reciben del episcopado, son inferiores al episcopado, mientras que el obispo realiza estos mismos actos que le son comunes con los sacerdotes en virtud de un título más elevado que el de los sacerdotes, en virtud de su sacerdocio principal, en su calidad misma de obispo, cabeza y príncipe de los sacerdotes, sus auxiliares, y fuente del sacerdocio.
Así, si el obispo, en las acciones mismas que le son comunes con los sacerdotes, conserva la prerrogativa de un rango y su dignidad de cabeza; sólo a él corresponde hacer sacerdotes y ministros, porque sólo él es la cabeza y la fuente del poder que reposa en éstos y que éstos se limitan a recibir sin poder de darlo a su vez.
Por lo demás, todo viene a converger en el obispo, no sólo como en el origen, sino como en el consumador, en el que da la perfección y hasta en la obra de la regeneración del nuevo hombre, después del bautismo que puede conferir el sacerdote, le está reservado acabar y consumar la obra de la nueva creación con el sello de la confirmación[14].




[1] Muchos teólogos lo llaman sacerdotium. Pió XII, en la encíclica Mediator Dei (1947) menciona, después de la jurisdicción y del magisterio, el “poder sacerdotal” (sacerdotalis potestas), en virtud del cual el sacerdote “representa al pueblo porque representa la persona de Jesucristo”; Dz 38, 2300.
[2] Santo Tomás III, q. 65, a. 3: “Esta conclusión dimana de la conexión interna del organismo sacramental, estando todos los sacramentos ordenados a éste (a la eucaristía) como a su fin”.
[3] Id. III, q. 73, a. 4, ad 2: “Lo que es común a todos los sacramentos se atribuye a éste por antonomasia, por razón de su excelencia»; cf. A.M. Roguet, L'Eucharistie, t. 1, p. 30. Cf. A. M. Roguet, en Iniciación teológica III, Herder, 1964, p. 441 s. San Juan Marro, patriarca de Antioquía, Exposición de la liturgia de Santiago 2, en Simón Assemani, Codex liturgicus, l. 4, p. 2, ed. Welter, 1902, t. 5: “Si se nos pregunta por qué bajo la simple palabra "sacramento" (mysterium) designamos el sacramento del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor, siendo así que, con toda verdad, se llaman también sacramentos el bautismo, la confirmación, el orden, la penitencia, el matrimonio contraído según la ley cristiana, y la unción unida a la oración sobre los enfermos, responderemos: Cierto que todos estos ritos son verdaderos sacramentos; pero los santos Padres llamaron a la eucaristía "el sacramento de los sacramentos", porque es superior a los otros. Por esto al oír hablar del "sacramento" simplemente, entendemos este "sacramento de los sacramentos".
[4] Santo Tomás III, q. 65, a. 3: «El sacramento del bautismo tiene como fin la recepción de la eucaristía”. Cf. Ritual de los sacramentos, bautismo, oración de la imposición de la sal: “No permitas que por más tiempo padezca hambre, sino que saciado con el alimento celestial...”.
[5] San Agustín, Contra dos cartas de los pelagianos (Casta al papa Bonifacio): “Nadie debe en modo alguno vacilar en admitir que todo fiel participa en el cuerpo y sangre del Señor cuando por el bautismo se hace miembro del cuerpo de Cristo; no se le debe juzgar extraño a la comunión de este pan y de este cáliz, aun cuando abandone este mundo antes de comer este pan y beber este cáliz ya que está establecido en la unidad del cuerpo de Cristo»; cf. A.M. Roguet, L'Eucharistie, t. 1, p. 25.
[6] Santo Tomás III, q. 73, a. 3: «La realidad de este sacramento (res sacramenti) es la unidad del cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación... Por consiguiente, por el hecho de ser bautizados los niños son ordenados por la Iglesia a la eucaristía... y... por su intención desean la eucaristía y reciben su realidad”; cf. A.M. Roguet, loc. cit., p. 24.
[7] Ibid., q. 72, a. 6: «La confirmación es al bautismo lo que el crecimiento es a la generación»; a. 11: «Este sacramento de la confirmación es en cierto modo la perfección última del bautismo”.
[8] Santo Tomás, Supplementum, q. 34, a. 1: «Para que no faltara esta armonía a la Iglesia estableció un orden en ella: unos dispensarían los sacramentos a los demás, imitando en esto a Dios a su manera, colaborando en alguna manera con Dios».
[9] Ibid, q. 37, a. 2: «El sacramento del orden tiene como fin el sacramento de la eucaristía, el sacramento de los sacramentos».
[10] Id. III, q. 63, a. 6: «El sacramento que se refiere al culto divino, para proporcionarle ministros, es el orden, que diputa a ciertos hombres para que transmitan a otros los sacramentos. Finalmente, el sacramento que se refiere al culto divino para proporcionarle sujetos, es el bautismo, pues da al hombre el poder de recibir los otros sacramentos de la Iglesia: así es llamada la puerta de todos los sacramentos»; cf. A.M. Roguet, Les Sacrements, p. 127.
[11] Pontifical romano, consagración de un obispo: “El obispo debe juzgar, explicar (la Escritura), consagrar, ordenar, ofrecer (la eucaristía), bautizar y confirmar.» Cf. Simeón de Tesalónica, De las sagradas órdenes, 1; PG 155, 363: «En virtud de su ordenación es el obispo capaz de bautizar, de consagrar el santo perfume y de poner la perfección en todo lo que se relaciona con el ministerio, con la perfección, con la iluminación..., finalmente, de dar todo esto por la gracia de Cristo. En efecto, todas las acciones de Iglesias son perfeccionadas por él, como por la fuente de la luz
[12] Pontifical romano, ordenación de un presbítero: “El sacerdote debe ofrecer (la eucaristía), bendecir, presidir, predicar y bautizar”.
[13] Tertuliano, Tratado del bautismo 17; PL, 1326:1327: «El poder de darlo corresponde, en primer lugar, al primer sacerdote, es decir, al obispo; después de él al presbítero y al diácono,  pero jamás sin autorización del obispo».
[14] Aquí hablamos de la administración ordinaria de los sacramentos. Dios, en su misericordia,  permitió que los ministros ordinarios fueran suplidos por ministros llamados extraordinarios, que los representan por voluntad divina. Así toda criatura humana puede dar el bautismo, y los sacerdotes, con la aprobación de la Iglesia o por privilegio apostólico, pueden confirmar. Acerca de los nuevos poderes de los párrocos a este propósito, cf. el decreto Spiritus Sancti munera (14 de septiembre de 1946), AAS, 1946, p. 348-358.