Por el Espíritu Santo.
Pero no entenderíamos en toda
su plenitud el sacramento de esta comunión, es decir, esta admirable unidad de
la Iglesia y de Jesucristo extendido
en ella, si esta unidad misma no nos llevara a contemplar el misterio que la
consuma y remata su divina economía.
Esta unidad de la Iglesia, secuela y participación de la unidad
inviolable del Padre y del Hijo, «coherente con los misterios celestiales» de
la sociedad divina, está, como esta eterna sociedad y por ella, sellada y
consumada por la presencia del Espíritu Santo. Detengámonos
y descubramos, en cuanto nos lo permita nuestra flaqueza, algo de las leyes y
como de las necesidades divinas de estas nuevas maravillas.
El Espíritu procede del amor mutuo del Padre y del Hijo: es el fruto
sustancial de este amor. Ahora bien, este Hijo que habita el seno del Padre por
su origen (Jn I, 18), saliendo de este santuario por su misión (Jn VIII, 42),
vino a la Iglesia, se la unió y vive en ella (Ef. V, 25-30). El Padre amará,
por tanto, con el mismo amor, como abarca con una sola mirada, a su Hijo y a la
Iglesia, cuya cabeza es este Hijo: «Tú los has amado, dice nuestro Señor, como me has
amado a mí» (Jn. XVII, 23, según
una variante). Ahora bien, «tú me has
amado» desde toda la eternidad y «antes de la creación del mundo» (Jn. VII, 24);
este amor eterno es el que estará en ellos: «que el amor con que me has amado
esté en ellos», porque “Yo estoy en ellos» (Jn XVII, 26), para ser digno objeto
del mismo y para amarte, a mi vez, en ellos; será, en efecto, preciso que la
Iglesia, que vive toda por el Hijo, tome la persona del Hijo para amar al
Padre. Y así ese amor inmenso y eterno que va del Padre al Hijo y del Hijo al
Padre, por una extensión inefable abraza a la Iglesia misma[1].
Así el Espíritu Santo, que procede de este amor en el misterio de su
origen eterno, procede al exterior, por decirlo así, viene a la Iglesia y la
penetra mediante una misión que es consecuencia de la misión del Hijo, como su
origen eterno es consecuencia de la generación eterna del Padre[2].
El Padre y el Hijo, el Padre de Cristo y Cristo, envían, pues, su
Espíritu a la Iglesia. El Padre lo envía como autor del Hijo y dando al Hijo
ser, con él mismo, principio del Espíritu Santo. «Dios Padre, dice san Pablo,
por ser vosotros hijos, envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál.
IV, 6); y el Hijo, recibiendo del Padre ser, con el Padre, principio del
Espíritu Santo, lo envía también; lo envía en el Padre con una misma misión:
«Es, dice, el Espíritu y Yo os enviaré del Padre» (Jn. XV, 26).
La misión del Espíritu Santo es una consecuencia de la misión del Hijo y
depende absolutamente de ella, tanto que es una propiedad de la misión del Hijo
dar o enviar el Espíritu Santo como es una propiedad del Verbo, en su eterno
nacimiento, ser junta-riente con el Padre la fuente eterna de este mismo
Espíritu.
El Espíritu Santo viene, pues a la Iglesia: la cubre, la penetra, opera
en ella, la ilumina y, volviendo como de rechazo, a su fuente, hace que
asciendan de la Iglesia hacia Dios los gritos tiernos y potentes del amor
filial: «Abba! ¡Padre!» (Rom VIII, 15;
Gál. IV,2) en forma de gemidos de la oración en la vida presente (Rom VIII, 26)
o por los transportes de la acción de gracias eterna en la gloria del cielo.
Así el Espíritu Santo vive en la Iglesia: opera en ella con una eficacia
todopoderosa las maravillas de su actividad íntima; informa y anima a todos sus
órganos (I Cor. XII, 3-11). Pero si viene a la Iglesia y si vive en ella, es porque
el Hijo mismo, en esta Iglesia, es amado del Padre y en ella ama al Padre, es
porque atrae sobre esta Iglesia, que es su extensión y su plenitud, el amor del
Padre y la anima con su propio amor; es porque el misterio del amor del Padre y
del Hijo la envuelve y la contiene en una inefable solidaridad.
El Espíritu Santo es por tanto, en la Iglesia lo que es en el
secreto eterno de Dios, y guarda en su misión su propiedad personal, es decir,
es el «sello», la «prenda», el «testigo» de la sociedad divina del Padre y del
Hijo, sociedad a la que es admitida la Iglesia participando en ella, en Cristo su cabeza (Ef. I, 13-14; IV, 30; II Cor.
I, 22; V, 5; Jn. XV, 26; l Cor. II, 10). Así
también la presencia activa del Espíritu en la Iglesia es el argumento divino
de la presencia del Hijo que vive en ella por la comunicación misteriosa que le
hace de sí mismo (Gál. IV, 6; Rom VIII,
16).
Por esto, en la Iglesia no
tienen las operaciones del Espíritu otro objeto que las del Hijo, ni viene a
ella el Espíritu por su misión, como lo han pretendido ciertos herejes[3], a hacer una obra nueva y
diferente de la obra de Cristo. Uno y
otro, Cristo y el Espíritu, operan en la Iglesia las maravillas de su vida
única, guardando en esta vivificación todopoderosa sus relaciones y sus
propiedades. El Espíritu opera en la Iglesia la vida misma de Cristo, y no otra
vida sino la de Cristo.
Cristo enseña a la Iglesia toda verdad (Jn XV, 15), pero el Espíritu
enseña a su vez todas las cosas (Jn. XIV, 26), tomando de Cristo y anunciando
lo que Él ha oído (Jn. XVI, 13-15); sugiriendo a la Iglesia todo lo que ha
dicho Cristo mismo (Jn. XIV, 26).
Cristo es la fuente activa de toda gracia y de toda santificación (Jn. I,
14-17; I Cor. I, 30); pero por su Espíritu opera en los sacramentos y comunica
esa gracia y esa santidad (Jn. XX, 22-23), que es la unión con él mismo y la
participación de él mismo. Cristo opera esta santidad dándose, y el Espíritu la
opera con él siendo dado y enviado por él; o más bien Cristo se da en la
operación del Espíritu Santo[4], con el sello, el testimonio y la prenda del
Espíritu Santo; porque el Espíritu, dice san Basilio, es la marca y el
«carácter del Hijo»[5].
Cristo es en la Iglesia la fuente de la autoridad, y los obispos reciben
de él su poder, pero es también «el Espíritu quien los ha puesto para regir la
Iglesia de Dios» (Act XX, 28).
Así el Espíritu sella y consuma con su cooperación íntima y sustancial
toda operación divina de Cristo, y es propiedad suya personal ser como el sello
del Hijo, o más bien ser el sello del Hijo y del Padre, dependiendo sin desigualdad
del Hijo y del Padre, o pertenecer a su principio sin poder ser separado de él
ni en la potencia ni en la operación[6].
El Padre da, pues, al Hijo, en su misión, el enviar el Espíritu Simio,
como le da, en su nacimiento eterno, ser, con Él mismo, principio y fuente de
este mismo Espíritu.
Pero lo que decimos aquí
del don del Espíritu Santo, enviado y dado por Cristo a su Iglesia, debe entenderse de toda la sucesión de nuestras
jerarquías. Como el Hijo, recibiendo del Padre ser con el Padre el único
principio del Espíritu Santo y siendo luego enviado por el Padre, recibe, en su
misión misma, ser, con el Padre, el autor de la misión del Espíritu Santo, así este mismo Jesucristo da, a su vez, a los
obispos ser, con Él y por Él asociados a la autoridad divina por la que envía y
da al Espíritu Santo. Él les comunica de Sí mismo y de su Padre el poder de
dar, por su parte, el Espíritu Santo, es decir, que estando en ellos, lo envía
en ellos y por ellos a la Iglesia.
Asociados a la misión y a
la operación vivificadora de Cristo, son, en él, fuente y autor del don del
Espíritu Santo, no en cuanto subsiste eternamente, sino en cuanto es enviado y
dado a la nueva humanidad[7].
Y por el orden mismo de las jerarquías desciende este poder de la
Iglesia universal a las Iglesias particulares, en las cuales se verifican los
mismos misterios. El obispo, cabeza de una Iglesia particular, en quien está
Cristo y en quien está el Padre de Cristo, por el poder divino que deriva sobre
él de Cristo, y en virtud de su misión, que es una extensión de la de Cristo,
da a su pueblo el Espíritu Santo por los sacramentos y por el misterio de su
comunión; y así el Espíritu Santo viene hasta la Iglesia particular. En ella es
producido en su misión por el Padre y el Hijo, y por el ministerio del obispo,
que recibe del Padre y del Hijo el poder de darlo, y está presente en ella para
ser en ella el sello y el vínculo de su unidad, «su paz»[8] y la fuerza de su comunión.
Esto es, a no dudarlo, el
resultado de las leyes íntimas e inviolables de nuestras jerarquías. Como en
todas estas jerarquías se halla reproducido el tipo de la «sociedad del Padre y
de su Hijo Jesucristo» (cf. I Jn I, 3),
así también veneramos en ellas la presencia del Espíritu, sello y consumador de
esta divina sociedad.
Este aspecto del misterio
de nuestras jerarquías hace resaltar todavía más la unidad profunda que hay
entre ellas. Como ya lo hemos reconocido, las inferiores subsisten en las
superiores y se remontan hacia su centro y su origen, que es la sociedad misma
del Padre y de su Cristo, porque esta inefable sociedad las penetra y las
abraza en sí misma.
Pero, a su vez y por las
leyes del mismo misterio, el Espíritu único que vive y respira en la única
sociedad del Padre y del Hijo, derramado por todas las jerarquías las reduce a
esta sociedad única. Las penetra para unificarlas en esa unidad suprema en la
que son concebidas y fuera de la cual no pueden subsistir. Es, por tanto, por
su operación incesante, el alma de la comunión de la Iglesia, en todos sus
grados[9].
Así, en el misterio de
esta comunión nos aparece la Iglesia en primer lugar completamente reunida en
el Hijo; y luego, como resultado de su unión con el Hijo, nos aparece también
completamente penetrada y animada por el Espíritu del Hijo[10],
a la vez una en el Hijo y una en el Espíritu del Hijo y, para decirlo todo con
una sola palabra, asumida con toda verdad en la sociedad del Padre y del Hijo
en el Espíritu Santo y participando de toda la Santísima Trinidad[11].
[1] San Agustín, Sermón 34, c. 2, n.° 3; PL
38, 210: “Pues tenemos tan grandes motivos de confianza, amemos a Dios con la
ayuda de Dios; sí, puesto que el Espíritu Santo
es Dios, amemos a Dios con la ayuda de Dios. Como he dicho, "la caridad de
Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado". Es, por tanto, una consecuencia legítima, puesto que el Espíritu
Santo es Dios y no podemos amar a Dios sino por el Espíritu Santo, amamos a
Dios con el auxilio de Dios”.
[4] San Atanasio, Discurso contra los arrianos,
l. 3, n.° 25; PG 26, 375: “El Verbo está en el Padre, y el Espíritu, que viene
del Verbo, nos es dado; habiéndolo recibido, también nosotros tenemos el
Espíritu del Verbo que está en el Padre, y aparece claro que nosotros mismos
hemos venido a ser uno por el Espíritu en el Verbo y por el Verbo en el Padre.”
[5] San Basilio (330-379), Contra Eunomio 5; PG 29, 723 y 726: «¿Cómo
puede la criatura elevarse a la semejanza de Dios, sino participando de un
carácter divino? Ese carácter divino no tiene nada de humano, sino que es una
imagen viva y realmente existente de una imagen, y produce verdaderamente esta
imagen en todas las cosas, para que éstas sean imágenes de Dios. Imagen de
Dios, Cristo, que es la imagen del Dios, invisible, como él lo dice de sí mismo.
Imagen del Hijo, el Espíritu... El Espíritu no es, por tanto, una criatura,
sino el "carácter" de la santidad de Dios y la fuente de
santificación para todos.» Cf. D. Petau,
S.I. (1583-1632), De la Trinité, l.
7, c. 7, ed. Vives, París 1865, t. 3, p. 314-319, sobre todo 316-317.
[9] San Fulgencio de Ruspe (467-532), A
Mónimo, l. 2, n. 11; PL 65, 190: “Esa gracia por la que la Iglesia es el
cuerpo de Cristo, la pedimos para que todos los miembros de la caridad...
perseveren en la unidad del cuerpo. Pedimos que esto sea en el don del
Espíritu, que es el único Espíritu del Padre y del Hijo.»
[10] Hugo de San Víctor (hacia 1100-1141), De los sacramentos de la fe cristiana, l. 2, p. 2, c. 2; PL 176,
416: «La santa Iglesia es el cuerpo de Cristo, vivificada por su único Espíritu…
todos son un solo cuerpo por causa del único Espíritu... Cuando te hiciste cristiano,
viniste a ser miembro de Cristo, miembro del cuerpo de Cristo, partícipe del
Espíritu de Cristo.”
[11] Bossuet (1627-1704), Lettre
4 a une demoiselle de Mete, n. 7, Oeuvres complétes, ed. Gauthier, 1828, t. 46, p. 18: «En la unidad de la Iglesia
aparece la Trinidad en unidad: el Padre, como el principio al que nos unimos;
el Hijo, como el medio en que nos unimos; el Espíritu Santo, como el nudo por
el que nos unimos; y todo es uno. Amén a Dios, así sea”.