viernes, 1 de noviembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. IV (II de II)


La Iglesia en el obispo

Por este misterio admirable de las procesiones y de las asunciones en la unidad, que es el fondo de las jerarquías, como hay una circumincesión del Padre y de su Hijo (Jn. XIV, 10), hay igualmente una circumincesión de Jesucristo y de la Iglesia universal (Jn. XIV, 20): «Vosotros estáis en Mí, y Yo en vosotros», lo que hace que  se  diga incluso del vicario de Cristo por ocupar el puesto de la cabeza: «Donde está Pedro, allí está la Iglesia»[1]. Finalmente, hay una circumincesión del obispo y de la Iglesia particular, por lo cual dice San Cipriano: «Debéis comprender que el obispo está en la Iglesia y la Iglesia en el obispo»[2].
¡Qué sublime es este misterio! El Hijo está en el Padre como en su  principio; el Padre está en el Hijo como en su esplendor consustancial. La Iglesia está también en  Cristo como en su principio, y Cristo está en la Iglesia como en su plenitud. Finalmente, la Iglesia particular está también en su obispo como en su principio, y el obispo está en su Iglesia como en su plenitud, su esplendor, irradiación de su sacerdocio su fecundidad.
Por esta razón la Iglesia católica no hace una cosa vana al conservar a algunos obispos los títulos de Iglesias derribadas por los infieles y, al parecer, destruidas sin remisión. Reducidas a no contar actualmente con clero ni con fieles, viven, y subsisten todavía en sus obispos; en la virtud de su episcopado y de su título lleva el obispo multitudes y una jerarquía, como vemos que toda una familia subsiste con sus derechos y sus esperanza en un solo heredero. La antorcha de una Iglesia particular no se ha extinguido en tanto subsiste y está ocupada la cátedra episcopal.
Sin embargo, antes de alejarnos de este tema debemos considerar a la Iglesia particular no sólo en este estado que acabamos de indicar, en el que todas sus fuerzas están como reunidas en germen en la persona del obispo, sino que hay que ver también esta flor de la jerarquía en su plena eclosión.
El obispo tendrá en torno a sí a su  pueblo, fecundidad de su sacerdocio único. Sus fieles han recibido su bautismo, que es el bautismo de Jesucristo, y están sentados a su mesa mística[3].
Sin embargo, faltaría todavía algo a la belleza y a la plenitud de este misterio de la Iglesia particular si el obispo no tuviera en ella cooperadores que formaran la corona de su sede, si obrara él siempre solo y no pudiera comunicar más que el fruto de su sacerdocio, pero no la operación sacerdotal misma.


Los cooperadores del obispo.

Conviene que su jerarquía imite más perfectamente a las jerarquías superiores; y como los obispos son los cooperadores de Jesucristo, el synthronos, el consessus, el senado y el presbyterium de la Iglesia universal[4], sentado con Jesucristo para apacentarla y gobernarla; como Jesucristo es el consejo eterno de su Padre, opera en su virtud y comparte su trono, conviene que el obispo extienda su operación a personas hechas partícipes de la misma[5]. Su Iglesia es una esposa: es preciso que tenga también la fecundidad de una madre y una parte en la autoridad del esposo; es preciso que tenga miembros principales en los que reciba estas prerrogativas, como la Iglesia universal recibe en los obispos y posee por el cuerpo de las obispos, que participan del sacerdocio de Jesucristo, la prerrogativa de ser una madre y  una reino con autoridad sagrada.
El obispo dará, pues, la última perfección a la Iglesia particular al formar en ella una corona de cooperadores[6]. Por una última participación de la misión sacerdotal habrá un orden de sacerdotes, inferior en todo al episcopado: éstos participan de su virtud, pero no pueden transmitirla; porque tampoco hay ya más jerarquía debajo de la jerarquía de la Iglesia particular, cuya  cabeza es el obispo, y así los sacerdotes que le asisten serán el colegio de su sede, sin ser nunca cabeza en el sentido propio y jerárquico de la palabra. Son el senado de la Iglesia particular y componen en ella esa asamblea que la antigüedad llamaba el presbiterio (presbyterium)"[7].
Por tanto, hay que saber que la unción sacerdotal no termina, en modo alguno, en el episcopado y que una última efusión de esta unción forma un orden inferior en todo al episcopado, apoyo y cooperador del mismo. Así, según la observación de Thomassin,  el sacerdocio admite como tres grados: Jesucristo, cabeza y primero en el sacerdocio, protos arkhiereus; los obispos, jerarcas dependientes de esta primera cabeza, arkhiereis; los sacerdotes, dichos simplemente hiereis, consagrados, pero no consagrantes, que participan en el sacerdocio, pero no lo comunican, que reciben el sacerdocio, pero no pueden ser cabeza de una nueva jerarquía[8].
Al sacerdocio de estos últimos se dirige el obispo para dar remate a la estructuración de su Iglesia particular; los asocia a ella, los destina para darle toda su forma.
Podríamos detenernos aquí[9]; pero conviene que digamos todavía algunas palabras sobre un orden de personas que, sin recibir el sacerdocio mismo, son sus brazos y sus auxiliares, y sobre las que desciende, por causa de esta función, algo de la sobreabundancia de la gracia y de la unción de que está llena de jerarquía sacerdotal. Son los ministros propiamente dichos, constituidos en los orígenes en el orden principal del diaconado.
Los diáconos son los auxiliares del obispo; tienen cerca del obispo un ministerio de preparación y de asistencia; pero no corresponde propiamente a su orden actuar y operar en los misterios.
Del hecho de ser los auxiliares del obispo se sigue que son también los auxiliares de los sacerdotes, porque los sacerdotes tienen, en grado inferior, un solo y mismo sacerdocio con el obispo, y el obispo da a los sacerdotes todos sus bienes, salvo los que le pertenecen como cabeza de la jerarquía.
En la Iglesia son los diáconos semejantes a los ángeles[10]: ora aparecen en el altar  como guardianes y testigos de los misterios; ora llevan lejos y hacen ejecutar las órdenes sacerdotales; se mezclan con el pueblo para sostenerlo, prepararlo, examinarlo y conducirlo al obispo o al sacerdote, por lo cual se llama al diácono «el ojo y la mano del obispo»[11].
Desde los primeros tiempos desgajó la Iglesia del diaconado diversas partes de sus augustas funciones: de este orden único principal sacó los múltiples y distintos órdenes de los ministros inferiores. Estos órdenes tienen todos origen divino en el diaconado que los contiene, y la Iglesia recibió de Dios el poder de extraerlos de él y de establecer su repartición[12]. Ha usado diversamente de este poder según los tiempos y los lugares, dado que esta repartición es de derecho eclesiástico. Así, mientras que los órdenes del sacerdocio, es decir, el episcopado y el presbiterado, y el orden del diaconado son universales e inmutables y conservan inviolablemente todo lo que les es propio, los órdenes de los ministros inferiores, sus títulos, sus atribuciones, difieren de Oriente a Occidente.
Cuando hagamos objeto de un estudio especial la vida propia de la Iglesia particular tendremos ocasión de reconocer cómo los diáconos y los otros ministros que le están aplicados contribuyen a su ornato y a su vigor.


[1] San Ambrosio, Comentario del Salmo 140, 30; PL 14, 1082.

[2] San Cipriano, Carta 66, 8; PL, 4, 406. También San Ignacio carta a los Esmirniotas, 8, PG 5, 713, dice: “Dondequiera apareciere el obispo, allí está la comunidad, al modo que allí donde estuviere Jesucristo allí está la Iglesia universal”.

[3] San Ignacio, Carta a los Esmirniotas, 8; PG 5, 713: “Sin contar con el obispo, no es lícito ni bautizar ni celebrar la eucaristía”.

[4] Todas estas expresiones se hallan ya en el siglo I en los escritos de San Ignacio, por ejemplo, en Carta a los Filadelfios 5;  PG 5, 701: «Refugiado… en los apóstoles como en el presbyterium».

[5] San Ignacio, Carta a los Magnesios 2; PG 5, 664: “Se somete a su obispo como a la gracia de Dios, y al presbyterium como a la ley de Jesucristo”; Ibid. 6; PG 5, 667: «Os exhorto a que pongáis empeño por hacerlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los presbíteros, que representan el colegio de los apóstoles... formad una sola cosa con vuestro obispo y con los que os presiden, en imagen y lección de incorruptibilidad». Ibid. 13; PG 3, 673: «Someteos a vuestro obispo, y también los unos a los otros, al modo que Jesucristo está sometido, según la carne, al Padre, y los apóstoles a Cristo, y al Padre, y al Espíritu». Id. Carta a los Tralianos 2; PG 5, 676: “Es necesario... que no hagáis cosa alguna sin contar con el obispo; antes someteos también al presbyterium, como a los apóstoles de Jesucristo”. Ibid. 3; PG 5: “Todos habéis también de respetar al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros, que representan el senado de Dios y el colegio de los apóstoles».

[6] Id. Carta a los Magnesios, 13; PG 5, 673: «La espiritual corona, digna de ser ceñida, de vuestro presbyterium».

[7] Id. Carta a los Efesios 4.20; Carta a los Magnesios 2.13; Carta a los Tralianos 2.7.13; Carta a los Filadelfios 4.7; Carta a los Esmirniotas 8.12; PG 5, 647.662.664.674.676.685.700.713.717.

[8] Thomassin, Discipline ecclésiastique, 1 parte L 1. 1, c. 1, n. 14, éd. Guérin, Bar-Le-Duc 1864, p. 5.

[9] San Ignacio, Carta a los Filadelfios 4; PG 5, 700: «Un solo altar, así como no hay sino un solo obispo, juntamente con el presbyterium y con los diáconos».

[10] Orígenes (185-253), Comentario sobre san Mateo (traducción latina anónima) (77), n.° 10: «Los siete diáconos son los arcángeles de Dios, y a sus misterios fueron ordenados los siete diáconos mencionados en el libro de los Hechos.»

[11] Constituciones apostólicas (compilación siria, hacia 380), l. 2, c. 44; PG 1, 703.

[12] Santo Tomás, Supplementum, q. 37, a. 2, ad 2: «En la primitiva Iglesia… todos los ministerios inferiores estaban confiados a los diáconos, como resulta de la afirmaciones de Dionisio... Todos estos poderes mencionados en el artículo, existían pero estaban contenidos implícitamente en el del diácono. A través de los tiempos se amplió el culto divino y lo que la Iglesia poseía implícitamente en un orden lo distribuyó en varios. En este sentido pudo decir el Maestro de las Sentencias que la Iglesia creó otros órdenes».