CRECER EN EL CONOCIMIENTO DE CRISTO
I
Es
en Cristo en quien están escondidos todos
los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.
Así nos enseña San Pablo en Col. II, 3. ¡Están escondidos! Pues, como dice el mismo Apóstol en otro lugar,
la sabiduría de Dios se predica “en el misterio" (I Cor. II, 7). ¡Y pensar que hay hombres que miran a Cristo como un tema cualquiera de investigación!
Como si El necesitase someterse de nuevo al interrogatorio de Caifás y Pilato, o fuese un enfermo y nosotros sus médicos. Poco ha, vimos
un libro cuyo autor toma a Cristo
por un loco, el que sólo gracias a la falta de manicomios en Galilea pudo predicar
la "loca idea de un reino de Dios" ¡Y se permite que se impriman tan
groseras blasfemias! ¿No se levantarán algún día las mismas máquinas y tipos de
la imprenta para matar a tales blasfemos?
Es
que no conocen que en Cristo están escondidos todos los tesoros de la
sabiduría, y que el hombre es incapaz de reemplazarlos con las lucubraciones de
su falaz inteligencia.
Uno puede llegar a ser un erudito en todo lo que es
relativo a la Biblia, en todo lo que es extrínseco, pero eso no sacia la sed
de aguas vivas. Alguien decía que era como si tuviéramos, cerrado
herméticamente, un frasco de exquisitos caramelos y nos preocupásemos, todo el
tiempo, del frasco, y de su historia, y de los intentos de los que no supieron
abrirlo... pero no llegáramos nunca a comer los caramelos.
Algo semejante ocurre en el estudio demasiado teórico
de los idiomas, que son cosa viva.
Como hace observar un notable vulgarizador del griego y del latín, las lenguas,
aún las llamadas muertas, se aprenden más por la práctica que por la teoría. Y
añade que la práctica siempre es posible desde el primer día, con citas de
versos y textos que fácil y agradablemente aprendemos de memoria y que en dos o
tres líneas resumen mayor contenido gramatical aplicado que cuanto pudiera
estudiarse en varios fríos capítulos preceptivos. Y así proclama el fracaso de
esos sistemas, en que el alumno, sin saber aún la menor palabra del griego,
debe aprender, como introducción a la gramática, todo un tratado filológico
sobre la formación de las palabras, etc.
No olvidemos que en la Sagrada Escritura, cuya
inteligencia está prometida a los pequeños más que a los sabios y prudentes (Luc. X, 21), los caramelos interesan mucho
más que el frasco. Nada mejor sobre esto que la explicación de San Agustín respecto de la sexta Bienaventuranza:
"Los limpios de corazón son los que
ven a Dios, conocen su voluntad, oyen su voz, interpretan su palabra. Tengamos
por cierto que para leer la santa Biblia, sondear sus abismos y aclarar la
oscuridad de sus misterios poco valen las letras y ciencias profanas, y mucho
la caridad y el amor de Dios y del prójimo".
II
Ahora
bien, el misterio fundamental de la Biblia es el misterio de Cristo; por lo cual la vida espiritual
depende necesariamente de su compenetración, como lo exige San Pablo en I Tim. V,
16 ("Misterio de la piedad"). En otras palabras, depende del crecimiento “en Cristo", sin el
cual nada podemos (Juan XV, 1-5); crecimiento que consiste principalmente en
tomar conciencia de la posición en que Dios nos ha colocado por amor a su Hijo.
Es evidente que, si un hombre que se creía siervo, se entera de que es hijo del
Amo, cambiará su posición con la nueva conciencia de su estado, y su conducta
ya no será la de un siervo, sino la de un hijo.
Así, pues, dice San
Pedro que hemos de desear ardientemente, "como niños recién
nacidos", la leche espiritual del conocimiento que es lo que hace crecer
nuestra salud (I Pedro II, 2-3). Y
la postrera palabra, con que se despide al final de su última carta, es para
insistir en ello: "Creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro
Señor y Salvador Jesucristo" (II
Pedro III, 18).
También San
Pablo habla de este crecimiento y nos enseña que, siguiendo la verdad en el
amor, crezcamos en todo en Aquel que es
la Cabeza, Cristo, (Ef. IV, 15).
El sumo bien que el Apóstol nos desea, es que "el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria, nos dé el espíritu de sabiduría y de
revelación por su conocimiento, iluminando los ojos de nuestro espíritu para
que conozcamos cuál es la esperanza a que nos llama" (Ef. I, 17-18). El mismo Apóstol, al disponerse a hablarnos del
"Misterio escondido desde antes de todos los siglos" (Col. I, 26), ruega que para ello seamos
"llenados del conocimiento de su voluntad con toda la sabiduría y la inteligencia
espiritual, para caminar así de una manera digna del Señor, para agradarle en
todas las cosas, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento
de Dios" (Col. I, 9-10).
El corazón apostólico de San Pablo expresa los mismos anhelos en otras muchas ocasiones, por
ejemplo cuando confiesa: "No ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos
en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la
gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Cristo" (Ef. I, 16-17).
Estos textos sirvan de estímulo para aquellos que
beben en los pobres arroyuelos de la sabiduría humana y no en los raudales de
la Sagrada Escritura, que, rebosando de sabiduría divina, nos invita a buscar en
ella los tesoros del conocimiento que están escondidos en Cristo (Col. II, 3).
Esta sabiduría supera inmensamente a todos los conceptos de nuestra inteligencia,
pues lleva en sí el germen de la vida eterna: "La vida eterna consiste en
conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, Enviado tuyo" (Juan XVII, 3). ¿Quién no quiere
alcanzar la vida eterna? Pues bien, aprenda a conocer a Cristo y crecer en su conocimiento.
III
Desde el Antiguo Testamento sabemos que no es difícil
llegar al conocimiento de los misterios de Dios que los Libros sapienciales
resumen bajo el nombre de sabiduría.
Desear la sabiduría es ya tenerla, porque “se deja ver fácilmente de los que la
aman y hallar de los que la buscan" (Sab.
VI, 13). Esta maravillosa revelación divina se confirma a través de toda la
Biblia. El que desea la sabiduría ya la
tiene, pues si la desea es porque el Espíritu Santo ha obrado en él para
quitarle el miedo a la sabiduría, ese sentimiento monstruoso de desconfianza
que nos hace temer la santidad y aún huir de ella, como si el conocimiento de
un misterio divino no fuese nuestra felicidad, sino nuestra desdicha. Vémoslo,
pues, claramente: Si yo no creo que esto es un bien ¿cómo voy a desearlo? Por
consiguiente, si lo deseo, ya he descubierto que ello es un bien deseable, y ya
me he librado de aquel miedo que es la obra maestra del diablo y del cual nadie
puede librarme sino el Espíritu Santo, que es el Espíritu de mi Salvador Jesús; y entonces ya soy sabio y crezco
"hacia adentro de Aquel que es la cabeza, Cristo" (Ef. IV, 15).
Tengamos, pues, cuidado de no disfrazar, como si fuera
obediencia a la jerarquía, nuestra indiferencia
por conocer a Cristo, nuestra falta de interés por los misterios y promesas del
Evangelio y de San Pablo.
¿Pretenderemos acaso que el Sumo Pontífice nos mande un telegrama cada vez para
definirnos el sentido de tal o cual versículo dudoso, o que el Obispo o el
Párroco esté junto a nosotros todo el día para decirnos qué pasaje podemos leer
en cada instante? ¿Tenemos ese mismo escrúpulo para leer el diario o las
novelas? ¿No conocemos acaso los reiterados llamados de los Sumos Pontífices a
leer diariamente la Biblia? ¿No hay ediciones de la Biblia con comentarios que
guían al lector? ¿Es que acaso se trata
de dogmas que hayamos de inventar, y no se trata más bien de creer en la
intimidad y el amor de nuestro Redentor, a quien siempre podemos acercarnos?
Así como no hay peor sordo que el que no quiere oír, así también no hay peor
miedo que el miedo a la luz, el cual, como dice Jesús es propio de los que obran el mal (Juan III, 20).
Dice un proverbio: "Allí donde hay una voluntad
hay un camino". Esto, que tomado en el sentido puramente estoico no valdría
nada, es aquí verdad sólo en virtud de esa asombrosa benevolencia de Dios que
está deseando prodigar los tesoros de su sabiduría y solamente espera que nos
dignemos aceptarlos, como si el beneficio fuese para El y no para nosotros. No
de otro modo suplica la madre al niño que tome su alimento, y se siente feliz cuando
ve que lo acepta, como si fuera ella quien recibe el beneficio.
Sin
embargo, aunque Dios ofrece sus tesoros todos muy liberalmente (Sant. I, 5),
quiere que se los pidamos. Así también el don más grande, el conocimiento de
Cristo, es solamente para los que lo buscan y anhelan, los humildes y pequeños,
no para los soberbios que por su conducta demuestran que nada les importa de
Cristo, ni de su palabra y obra.
Quien
se libra de esta suficiencia y se interesa por crecer en el conocimiento de Cristo,
no tardará en experimentar la suavísima verdad de que Dios revela a los
pequeños lo que oculta a los sabios (Luc. X, 21). Quien, en cambio, desprecia
la palabra divina no crece espiritualmente y pertenece siempre a la categoría
de los que son "niños fluctuantes y llevados a la deriva por todo viento
de doctrina, al antojo de la humana malicia y de la astucia que conduce engañosamente
al error" (Ef. IV, 14). Nunca alcanzan "el estado de varón perfecto,
la estatura propia del Cristo total" (Ef. IV, 15); mueren tan necios como
nacieron, porque prefirieron la luz de la linterna a los rayos del sol.