Comunicación
del gobierno.
Por
la palabra es llamada la nueva humanidad a la vida; por los sacramentos la recibe;
y así, por el magisterio y el ministerio es formado y animado el nuevo
hombre. La comunicación divina está acabada en él; Jesucristo, el Hijo de Dios, que es el
Verbo de Dios y la sustancia de Dios, se ha dado enteramente a la nueva
criatura, y ésta le está asociada en las profundidades de su ser.
Pero ¿a quién va a pertenecer en adelante? ¿Qué autoridad
extenderá sobre ella su cetro? ¿A quién se dirigirá su obediencia en esta vida
nueva de que está totalmente llena y cuya expansión va a llenar el mundo?
¿No es evidente que pertenece a aquel que le da el
ser, y que Jesucristo es su rey?
Él mismo pertenece a su Padre porque nace de Él sin
desigualdad en la eternidad, y porque nace de Él en su humanidad en el tiempo.
Como hemos dicho anteriormente, el que es igual al Padre y pertenece al Padre
en la igualdad de la majestad y de la soberanía divinas, le pertenece también
en la inferioridad y en la obediencia total y absoluta de la humanidad de que
se revistió. Cristo, Hijo de Dios,
pertenece a Dios, que es su cabeza: siendo cabeza de la Iglesia, ésta, que es
su obra, debe pertenecerle. «Pide, le dice su Padre, y te daré las naciones en
herencia» (Sal II, 8). En la cruz
hizo esta petición, y las naciones le fueron dadas en la hora misma de su
sacrificio. Él va posesionándose, poco a
poco de ellas a medida que van oyendo su palabra y recibiendo la nueva vida; y
porque le pertenecen, ejerce sobre ellas su autoridad.
Pero,
así como en el cuerpo del episcopado y en la jerarquía sacerdotal asocia la
Iglesia a la predicación de la palabra y a la santificación del hombre dándole
participación en el magisterio y en
el ministerio, así es preciso que
también en la continuación del misterio le dé participación en su soberanía.
Como madre de sus hijos que nacen por obra de Él y a través de ella, debe
compartir, en maternal solicitud, los trabajos de su gobierno. Y así los obispos,
como asociados en todo a Jesucristo, gobiernan con Él y debajo de Él a la
Iglesia universal.
Mas, como hemos dicho antes, al hablar del magisterio
de ellos, Jesucristo, su cabeza, se
hizo visible al frente de ellos en un vicario que lo representa plenamente. Este vicario no cesa de ejercer en nombre
de Él la plena y suprema autoridad que es propia de la cabeza. Jesucristo le dijo: «Apacienta mis
rebaños, apacienta mis ovejas» (Jn XXI,
15-17); y, por Él, el colegio de los
obispos ve siempre donde está la autoridad y donde se muestra perpetuamente la
cabeza divina, Jesucristo, hecho perpetuamente visible en su órgano.
Este vicario, en la plenitud del poder de aquel cuyo
lugar ocupa aquí abajo, es, con Él, un solo y universal monarca de la nueva
ciudad santa, y ejerce en ella un poder independiente, soberano y absoluto por
su esencia misma y por la prerrogativa de la soberanía de Jesucristo.
La Iglesia es una sociedad perfecta: nada debe faltar
a la plenitud de su vida. La autoridad que hay en ella debe, por tanto,
satisfacer todas las necesidades sociales del nuevo pueblo[1].
Para ello es plenamente suficiente esta autoridad, y
ningún poder terrestre está llamado a introducirse en la Iglesia para suplir
las ausencias o las deficiencias del poder que es propio de ella[2].
Este
poder comprende, por tanto, en primer lugar, el poder legislativo. A la la autoridad de Jesucristo ejercida por su
vicario corresponde prescribir para toda la Iglesia en forma de ley permanente
todo lo que dicha autoridad juzga útil para el bien de los pueblos.
Los obispos están asociados a esta única autoridad y
formulan, con el vicario de Jesucristo,
cánones, es decir, leyes que obligan al universo.
Por lo que hace a sus formas, esta legislación puede,
como toda legislación soberana, expresarse en declaraciones solemnes del
legislador o establecerse en la costumbre por su voluntad tácita.
En
segundo lugar, la autoridad de Jesucristo y de la Iglesia comprende el poder judicial. El papa, en su soberanía
absolutamente independiente, y los obispos, en su rango inferior de asociados y
de cooperadores, pronuncian sentencias que obligan a las almas.
Finalmente,
le es dado también el poder ejecutivo,
y todos deben someterse a sus órdenes y sufrir, por tanto, la sanción de sus juicios[3].
No tenemos necesidad de detenernos para mostrar que
este poder del imperium, a la vez
legislativo, ejecutivo y judicial, desciende de la Iglesia universal a la
Iglesia particular por el obispo que la preside, y reside en ella, apropiándose
y reduciéndose a las proporciones de un pueblo determinado.
En
efecto, el obispo aporta a su Iglesia particular toda la operación de Jesucristo:
le da su palabra por su magisterio; la anima con los sacramentos; es el padre
de su vida. Como consecuencia necesaria, su Iglesia le pertenece como la
Iglesia universal pertenece a Jesucristo; o mejor dicho, por Él esta Iglesia
particular entra en la Iglesia universal y pertenece a Jesucristo.
Este
imperio dado a la Iglesia por Jesucristo es, como hemos dicho, enteramente independiente
de todo lo que se halla fuera de ella: ningún principado terrenal tiene derecho
a imponerle leyes o a dictarle órdenes; ningún principado terrenal tiene
derecho a ponerle trabas en el ejercicio de su soberanía[4].
Es, por tanto, usurpación manifiesta y herética que
los emperadores de Bizancio, los reyes
de Inglaterra, los príncipes alemanes y las repúblicas protestantes pretendan
inmiscuirse en el gobierno eclesiástico, hacer o imponer leyes, instituir
pastores o deponerlos, reglamentar el culto divino y dar órdenes a la esposa de
Jesucristo.
Es usurpación no menos manifiesta la de príncipes
católicos que han pretendido someter a su tribunal las decisiones de Jesucristo, formuladas por boca de su vicario
y de los obispos que enseñan y juzgan con él[5].
Los
príncipes no pueden nada en estas materias sino por libre y soberana concesión
de la Iglesia misma.
Ya hemos dicho que el Estado y la familia representan
al antiguo Adán: son los restos de la
antigua humanidad, conservados en la tierra hasta el fin del mundo, para que
aguarden y reciban el beneficio de la regeneración. ¿Quién osaría pretender que
este Adán, plegado bajo el peso de
la muerte y constantemente desfalleciente, pueda tener algún derecho sobre Jesucristo y extender sobre Él su cetro
quebrado? ¿Se puede sostener que la
ciudad que procede de Adán rija a la ciudad que procede de Jesucristo?
Pero no basta con establecer la independencia de la
sociedad eclesiástica y de la autoridad que hay en ella, frente a los poderes
que no son ella misma. Éstos no tienen respecto a la Iglesia únicamente el
deber de no oprimida.
Se
ha pretendido, es cierto, que ambos poderes deberían vivir aquí abajo aislados
y sin relaciones mutuas, ignorándose mutuamente. Esta separación sería, decían,
el orden supremo e ideal, y la Iglesia no podría exigir nada al Estado fuera de
la libertad que le deja cuando hace
profesión de no conocerla[6].
Pero
no es ésta la realidad, y este gran error social desconoce todo el orden de las
obras de Dios y las relaciones entre sus diversas creaciones.
En
efecto, Jesucristo no sólo recibió de su Padre el imperio sobre la nueva
criatura, a la que hace renacer en Él mismo y que es su obra y su fecundidad,
sino que todo el universo creado le es dado y le pertenece (Sal II, 8; I Cor
XV, 26-28) y la Iglesia, que le está asociada en todo, recibe con Él un poder
que se extiende más allá de la familia de los hijos de Dios, cuya madre es.
De
la misma manera la autoridad de un padre de familia no se extiende únicamente a
sus hijos que son su posteridad, sino que abarca a todos los servidores de
quienes sus hijos reciben asistencia y a los que él alimenta con la abundancia
de sus riquezas. Ahora bien, las obras de Dios que no son la Iglesia son los
servidores de la Iglesia, y el imperio de la Iglesia se extiende a ellos según
su naturaleza y su aptitud especial.
No
basta, por tanto, con proclamar a la Iglesia independiente del Estado, sino que
hay que reconocer que en su prerrogativa soberana llama en su ayuda — y a ello
tiene derecho— al Estado mismo y a la sociedad civil, que no es la Iglesia ni
se confunde con ella[7].
Ya dijimos anteriormente que el antiguo Adán, en el Estado y en la familia que
procede de él, debe servir al nuevo. El hombre nace en la familia y es guardado
por el Estado. Pero nace para ser regenerado en la Iglesia. El Estado y la
familia aportan constantemente a la Iglesia los elementos frágiles, de los que
ella hace su propia sustancia, las criaturas humanas que ella se incorpora y de
las que hace hijos de Dios.
Consiguientemente a este orden de relaciones, el
Estado y la familia deben secundar a la Iglesia, asistir a la Iglesia en su peregrinación
aquí abajo[8].
La Iglesia, extranjera en la tierra, honra a sus
servidores que aquí habitan, es decir, a los príncipes y a los pueblos, al recibir
de ellos una hospitalidad que conviene que sea magnífica.
El profeta Isaías
había cantado este servicio prestado por el género humano a la Iglesia: «Yo
hago señal con la mano a las naciones y alzo mi estandarte a los pueblos. Ellos
te traerán tus hijos en su manto y tomarán tus hijos sobre sus hombros. Reyes serán
tus padres adoptivos, y sus princesas tus nodrizas. Rostro a tierra se
postrarán ante ti y lamerán el polvo de tus pies» (Is. XLIX, 22-23).
Los
príncipes y los pueblos cristianos han escuchado, siempre con respeto lleno de
fidelidad y de amor, la voz de la esposa de Jesucristo y han comprendido toda
la grandeza de una sumisión que los ennoblece y que eleva hasta los confines de
la eternidad su existencia terrena y laboriosa. Han comprendido que esta
sumisión era para ellos, incluso en el tiempo, la principal prenda de paz y de
fidelidad, y su repudio, una fuente de males. No les han faltado las lecciones
de la experiencia: la historia está llena de los beneficios que les ha procurado
su docilidad a la Iglesia, así como las calamidades que los abrumaron cada vez
que creyeron hacerse más libres sacudiendo el yugo de Dios y de su Cristo.
Añadamos todavía una palabra.
Esta subordinación que resulta del plan divino y del
puesto que ocupan en él la Iglesia y el Estado, no es una confusión.
La Iglesia no es el Estado, y el Estado no es la
Iglesia; y aunque Cristo, en ella,
tiene derecho al servicio de todas las criaturas y todas le deben obediencia en
la proporción y según la naturaleza de su servicio, sin embargo, cada una de
las obras de Dios guarda en su rango la plenitud de su vida y de su libertad en
el orden en que deben ejercerse[9].
La Iglesia tiene por arma principal la espada de la palabra, y se le ha encomendado
la fe: «Las armas de nuestro combate no son carnales, pero tienen por la causa
de Dios el poder de derribar las fortalezas. Nosotros destruimos los sofismas y
todo poder altanero que se alza contra el conocimiento de Dios y cautivamos
todo pensamiento para inducirlo a obedecer a Cristo. Y estamos prontos a castigar toda desobediencia» (II Cor. X, 4-6).
El viejo Adán,
es decir, el Estado, la familia, el individuo pone al servicio de la Iglesia y
en su defensa las fuerzas sociales y las fuerzas individuales, y la espada manejada
por el brazo de carne se ennoblece sirviendo a la justicia y a la verdad en la
Iglesia.
Los restos del viejo Adán pueden sustraerse a estos servicios, que son su fin más alto
en el plan divino, y rebelarse contra la autoridad divina declarada por la
Iglesia.
El individuo que se niega a escuchar la voz de esta
reina es herido por Dios para su castigo o su corrección; es excluido por Dios
mismo de las esperanzas de la vida eterna (Mt
VIII, 17; Mc. XVI, 16). Un Ananías
cae fulminado a la voz de san Pedro
(Act. V, 1-5); otros son entregados
a Satán por el poder apostólico (I Cor.
V, 5; I Tim. I, 20) o heridos providencialmente en su cuerpo o en sus
bienes, y la misericordia aparece todavía en el ejemplo de la pena o en la
conversión de los rebeldes.
Cuando, a su vez, el Estado niega la fe y la
obediencia, se sustrae al orden providencial y, por el hecho mismo, cae bajo el
golpe de las sanciones que acompañan a este orden y que castigan su
perturbación. No es nuestro intento mostrar aquí el cumplimiento en la historia
de esta ley necesaria, ni hacer que del fondo de las sociedades en rebelión
contra la Iglesia (entregadas una tras otra al espíritu de sedición que las desgarra,
o esclavizadas bajo un yugo brutal que va desde la licencia hasta la tiranía) se
alce el testimonio de sus dolores o de su agonía.
[1] El error contrario está expresado en la
proposición 19 del Syllabus (1864),
Dz 2919; 1719: «La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta,
completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella
conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir
cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales pueda
ejercer esos mismos derechos.»
[4] Concilio Vaticano I, constitución Pastor aeternus, cap. 3, CL, t. 7, col. 385; Dz 3062; 1829: “Condenamos
y reprobamos las sentencias de aquellos que dicen poderse impedir lícitamente
esta comunicación de la cabeza suprema con los pastores y rebaños, o la someten
a la potestad secular, pretendiendo que cuanto por la sede apostólica o por la
autoridad de ella se estatuye para el régimen de la Iglesia, no tiene fuerza ni
valor, si no se confirma por el placet
de la potestad secular.»
[7] Bonifacio VIII, Bula
Unam sanctam: (1302); Dz 873-875; 469: «Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia: la
espiritual y la material. Mas ésta ha de esgrimirse en favor de la Iglesia;
aquélla, por la Iglesia misma. Una, por mano del sacerdote; otra, por mano del
rey y de los soldados, si bien a indicación y consentimiento del sacerdote...
Ahora bien, someterse al Romano Pontífice lo declaramos, lo decimos, definimos
y pronunciamos como absolutamente necesario para la salvación para toda humana
criatura.»
[9] León XIII, Encíclica Immortale Dei (1
de noviembre de 1885) ASS, t. 18 (1885), 166; Dz 3168; 1866: «Dios ha distribuido el gobierno del género
humano entre dos potestades, a saber: la eclesiástica y la civil; una está al
frente de las cosas divinas; otra, al frente de las humanas. Una y otra es
suprema en su género; una y otra tienen límites determinados, en que han de
contenerse, y éstos definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de
donde se circunscribe una como esfera en que se desarrolla, por derecho propio,
la acción de cada una.» Cf. id., carta Officio
sanctissimo (22 de diciembre de 1887) a los obispos de Baviera; Id.
encíclica Sapientiae christianae (10
de enero de 1890).