miércoles, 13 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. VI

LO QUE JESUS DA Y PROMETE

I

Lo que Jesús da y promete no son tales o cuales cosas, sino sus propias cosas, todo lo que El es y lo que El tiene, lo que El mismo recibió por la amable voluntad de su Padre. Y nótese que el Padre se lo da todo absolutamente y desde toda la eternidad, junto con el Ser divino: "todas las cosas me han sido dadas por mi Padre" (Luc. X, 22). De ahí que San Pablo diga que todas las cosas son nuestras, y nosotros de Cristo, y Cristo de Dios (I Cor. III, 22-25), es decir, del Padre que se las sometió todas (I Cor. XV, 28) y que también lo hace vivir de su propia vida (Juan VI, 57); que le da el tener vida en Sí mismo (Juan V, 26), y su Espíritu sin medida; que lo ama y pone todo en su mano (Juan V, 54-55) y le muestra todo lo que hace (Juan V, 20); que le da toda potestad en el cielo y en la tierra (Mat. XXVIII, 18), el poder de resucitar (Juan V, 21), y el poder de juzgar (Juan V, 27), y le ofrece en herencia las naciones (Sal. II, 8), y sobre ellas una dominación eterna y un reino que no tendrá fin (Dan. VII, 14), y el trono de David su padre (Luc. I, 32).
Pues bien, apenas Jesús ha recibido todo eso de su Padre, nos lo da todo, si así le creemos. Le dice al Padre que la gloria recibida de El nos la ha dado a nosotros (Juan XVII, 22) y que quiere para nosotros eternamente la misma gloria que El recibió antes de todos los siglos (Juan XVII, 24); nos promete la realeza como su Padre se la dió a El (Luc. XXII, 29) y sentarnos a su mesa en su reino (Luc. XXII, 30), después de transformar nuestro vil cuerpo, haciéndolo como el Suyo glorioso (Filip. III, 20-21). A los Apóstoles les promete doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mat. XIX, 28); a los demás el compartir su trono y dominar a las naciones (Apoc. III, 21; Apoc. II, 26) y ciudades (Luc. XIX, 15-19), y aún que juzgarán a los ángeles, según lo revela San Pablo (I Cor. VI, 3).



II

Entretanto, y mientras El se va a prepararnos la morada en casa de su Padre para volver y tomarnos (Juan XIV, 2-5), nos deja la paz, pero no cualquiera, sino la suya propia: "os dejo la paz, os doy la paz mía" (Juan XIV, 27). Antes nos ha dado todas las Palabras que oyó del Padre (Juan XVII, 8), para que dejemos de ser siervos y seamos sus amigos (Juan XV, 15), y le dice al Padre que nos ha dado esas palabras para que nosotros tengamos el gozo cumplido que El tiene (Juan XVII, 13). Ese gozo que es fruto del Espíritu (Gál. V, 22), de la Palabra (I Juan I, 4) que es Espíritu y es Vida (Juan VI, 63; Vulgata VI, 64).
Ese gozo cumplido es lo que Jesús nos enseña a pedir con la seguridad de obtenerlo. Bien se comprende esa seguridad, pues vimos que el gozo es fruto del Espíritu, y ese Espíritu no se niega a nadie que lo pide al Padre, así como nosotros no negamos el pan a nuestro hijo que nos lo pide, ni le damos en cambio una piedra (Luc. XI, 13). De ahí que en el pasaje "pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido" (Juan XVI, 24) algunos prefieren la versión: "pedid y recibiréis que vuestro gozo sea cumplido" esto es: "pedid que vuestro gozo sea cumplido y lo recibiréis". Con lo cual queda dicho que el gozo pleno, o sea la felicidad, está en nuestras manos si lo pedimos y no desconfiamos. Y no puede sorprender esto aunque sea cosa tan admirable, pues la misma Escritura nos dice, según la Vulgata, que el gozo, así como prolonga la vida del hombre, es también un tesoro inagotable de santidad (Ecli. XXX, 23), por lo cual San Pablo nos dice y repite: "Gozaos constantemente en el Señor" (Filip. IV, 4).


III

Mas no hemos terminado de ver las cosas suyas que nos da Jesús: antes de padecer nos da como “verdadera comida y bebida" (Juan VI, 55; Vulgata VI, 56) su Cuerpo que será partido para nosotros (Luc. XXII, 19) y su Sangre que será derramada para nosotros como Nueva Alianza (Luc. XXII, 20), a fin de que vivamos de su propia vida y recordemos sin cesar su Sacrificio redentor (I Cor. XI, 26).
Antes de morir le entrega a San Juan su propia Madre (Juan XIX, 27), y después de su Resurrección, habiéndonos ganado ya el bien supremo de la filiación divina que se da a los que creen en El (Juan I, 22), nos da eso, es decir, lo más grande de todo, que es su propio Padre divino, de quien El todo lo recibe eternamente y a quien El todo lo debe. Y entonces ya nos llama hermanos, porque tenemos el mismo Padre (y aún la misma Madre) que El: "Ve -le encarga a Magdalena- y di a mis hermanos que subo a mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios" (Juan XX, 17). Y no nos da ese Padre de cualquier manera, sino para que nos ame con el mismo amor que a Él (Juan XVII, 26), de modo que seamos "consumados en la unidad" con el Padre y con el Hijo (Juan XVII, 23).

A la luz de tan asombrosos dones como los que aquí vemos ¿tendría disculpa quien siguiera pensando que el Evangelio es solamente una colección de mandamientos?