ASPIRAD AL AMOR
(I Cor. XIV, 1)
I
Una parábola oriental refiere que un padre de
familia que tenía dos hijos gravemente enfermos, trajo de lejos un bálsamo que
devolvió a los dos la salud perdida. Uno de ellos no cesaba de elogiar la
eficacia del remedio, en tanto que el otro pensaba en la bondad de su padre que
lo había traído. El padre conoció que esa diferencia entre ambos espíritus era
Cuestión de amor (en el segundo) y desamor (en el primero). Entonces les
descubrió que el bálsamo no era nada en sí mismo, sino agua pura, en la cual él
había dejado caer una lágrima de su amor paterno dolorido por el mal de los
hijos. La eficacia, que parecía propia del bálsamo, no era sino la fuerza de
ese amor.
Precioso ejemplo, lleno de sentido sobrenatural,
que nos enseña a no admirar ni amar creatura
alguna, sino a glorificar en ellas la
bondad del Padre, "en alabanza de la gloria de su gracia, por la cual
nos hizo agradables a sus ojos en su amado Hijo" (Ef. I, 6). Dios nos da algo más que objetos perecederos. El ama con
todo su Ser, que es el amor mismo. De ahí que "mandó” su propia Palabra
(Verbo) para sanarnos (Sal. CIV,
20). De ahí que nos da, para santificarnos y movernos,
su propio Espíritu (Rom. V, 5; VIII, 12).
Véase Amós VIII, 11 s.; Sal. CIII, 29 s.
Para comprender esto, hay que conocer el corazón
de aquel Padre admirable “de quien toma su nombre toda paternidad en el cielo y
en la tierra” (Ef. III, 15). Santo Tomás piensa que El se llamaría Padre
aun cuando no tuviera Hijo, pues la paternidad es tan propia de Él como el amor.
Por eso Jesús reserva para Él el título de Padre, y nos pide que no llamemos padre
a ninguno sobre la tierra, “porque uno solo es vuestro Padre” (Mat. XXIII, 9).
La
única oración que Cristo enseñó a sus discípulos empieza con el dulce nombre de
Padre y es desde la primera hasta la última petición el más sublime canto de alabanza
al “Padre nuestro” en los cielos que nos ama y conoce nuestras necesidades.
San Pablo continúa este canto en las “salutaciones”
y “doxologías”, que resuenan como eco de coros angélicos. Oigamos cómo comienza
su segunda Epístola a los Corintios:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, el
cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos
consolar a los que están en cualquier tribulación, con el consuelo con que
nosotros mismos somos consolados por Dios” (II Cor. I, 3-4).
Y no solamente el consuelo en las tribulaciones
viene de este Padre amabilísimo, sino también esa misericordia que le conmueve a compadecerse de nuestras culpas y caídas,
pues El sabe de qué estamos formados; recuerda que somos polvo (Sal. CII, 14). El que cree de veras en la paternidad misericordiosa de Dios, vivirá en
una amistad íntima y amorosa con Él, la cual no puede ser interrumpida por
nuestras miserias. Al contrario, cuanto más débil es nuestra naturaleza, tanto
mayor es su ternura y bondad. Por eso Cristo no vino a buscar justos sino
pecadores (Luc. V, 52).
Ya en el Antiguo Testamento encontramos retratado
el corazón paternal de Dios en las palabras del Salmista. “Como un Padre que se apiada de sus hijos, así, el Señor se compadece de
los que le temen" (Sal. CII, 13).
Pero tan sólo en el Nuevo Testamento este retrato de Dios asume toda su
plenitud en la revelación de Jesucristo,
quien nos da la total explicación del
misterio de la paternidad divina, que no procede de la simple creación, como en
todos los demás seres, sino de la regeneración que el Espíritu realiza en nosotros
por la gracia en virtud de los méritos de Jesucristo (Juan I, 12; Gál. IV, 4-7;
Ef. I, 5; Col. II, 12; Juan III, 9).
II
Al
amor paternal de Dios ha de corresponder el amor
filial nuestro. Tener amor filial a Dios es empezar a creer en esas
excelencias de su corazón amoroso, para no seguir mirándolo como a un
implacable señor a quien se obedece sólo por miedo. Debemos considerarle como
el sumo bien deseable, lo cual nos hace correr hacia El “como el ciervo a la
fuente” (Sal. XLI, 2), como el hijo pródigo de la parábola a la casa paterna
(Luc. XV, 11 ss).
Jesús enseñó esto con claridad definitiva cuando dijo aquellas palabras (que
suelen mirarse, confesémoslo, como cosa de perogrullo, según se hace con tantas
otras de su adorable sabiduría): "Donde está tu tesoro, está tu
corazón" (Mat. VI, 21), o sea,
que en vano pretenderás seguir a algo o a alguien si antes no lo amas y lo
deseas por estar convencido de que en ello está tu felicidad.
El Señor vuelve a confirmarlo cuando dice a San Judas Tadeo que quien lo ama
guardará sus palabras, y quien no lo ama no las guardará (Juan XIV, 25 s). Y ya sabemos que guardarlas, o conservarlas, es el
camino para cumplirlas, según lo enseña el Espíritu Santo por boca de David, diciendo: "Guardé tus palabras
en mi corazón para no pecar contra Tí" (Sal. CXVIII, 11).
Sin
amor a Dios se congela la vida sobrenatural y se marchita el amor filial, como
una flor sin agua. El hombre sin amor es una máquina sin aceite, un reloj sin
resorte, un cadáver viviente. El que no ama a Dios, ni siquiera lo conoce,
puesto que Dios es amor (I Juan IV, 8), y negándole el amor muestra que tiene
un falso concepto de Dios, pues no lo reconoce como Padre; lo considera como
tirano, a quien se debe servir porque no hay más remedio; y así se le apagan
los afectos de hijo, sin los cuales no hay vida cristiana.
El que
no ama, no es capaz de cumplir la Ley de Dios, en
tanto que "del amor a Dios brota de por sí la obediencia a su divina
voluntad (Mat. VII, 21; XII, 50; Marc. III,
35; Luc. VIII, 21), la confianza en su providencia (Mat. VI, 25-34; X, 29-53; Luc. XII, 4-12 y 22-34; XVIII, 1-8), la oración devota (Mat. VI, 7-8; VII, 7-12; Marc. XI, 24; Luc. XI, 1-15; Juan XVI, 23-24)
y el respeto a la casa de Dios (Mat. XXI,
12-17; Juan II, 16)" (Lesétre).
III
¿Cómo se manifiesta el amor a Dios? Para ello Jesús nos ha dado algunas señales, que
son a la vez pruebas de su pedagogía divina. Al anunciar a sus discípulos el mandamiento
del amor fraternal les dice: “En esta
reconocerán todos que sois discípulos míos, si tenéis amor unos para otros"
(Juan XIII, 53). Y para que nadie se
atreva a ver en el amor al prójimo un simple precepto, le da carácter
excepcional, llamándolo "nuevo" (Juan
XIII, 34), diríamos inaudito, y combinándolo, en el "gran mandamiento",
con el amor a Dios: "Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón, con
toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. El
segundo le es igual: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos
mandamientos pende toda la Ley y los Profetas". (Mat. XXII, 57-40).
Este doble mandamiento, de la caridad, en el cual
están resumidos todos los demás, debería estar grabado en todas las paredes y
escrito al comienzo y final de todos los libros. La fusión de los dos grandes
amores en uno es tan audaz, tan divino, que ninguno de los sabios paganos pudo
imaginarla y mucho menos enseñarla. Pero
lo más divino es la vinculación de los dos amores a un amor tercero, que es el
más natural, el amor propio. Amarás a
tu prójimo como a tí mismo, y amando al prójimo como a ti mismo mostrarás tu
amor a Dios. En esta unión vital de los tres glandes amores, tomando el amor de
sí mismo como medida del amor al prójimo, y éste como prueba del amor al Padre,
Jesús nos trazó no solamente una nueva doctrina, sino un nuevo mundo.
Lástima
que el gran mandamiento de la caridad haya encontrado tan pocos cumplidores. Y
es cada vez más difícil plantarlo en los corazones. Explicarlo al mundo moderno,
desgarrado por egoísmos particulares y colectivos, es como predicar ante los mentecatos
de un manicomio. La humanidad de hoy parece continuar por su conducta el dicho
de aquel escritor que narra haber visto cómo se enterraba la caridad y nadie lloraba.
Felizmente resulta que no es imposible reprimir
nuestra natural maldad y egoísmo, pero esto no es obra de nuestro esfuerzo,
sino, como todo lo bueno, fruto de la gracia que Dios nos dispensa gratuitamente.
Apenas dejamos nacer en nuestro corazón la más pequeña flor de un buen deseo, entonces
es el mismo Dios quien se pone a obrar, enviando a nuestra alma su Espíritu
Santo y haciendo en nosotros grandes cosas, como dice la Virgen en el
Magnificat. Y es El, entonces, quien nos da “el querer y el hacer” (Filip.
II, 13); es Él quien nos prepara las obras para que las hagamos (Ef. II, 10); es Él quien nos consuela
para que podamos consolar a los demás (II
Cor. I, 4); es también El quien nos da con abundancia para que puedan
abundar nuestras buenas obras (II Cor. IX,
10), y quien, además, completa nuestras obras (Sab. X, 10) para que sean perfectas a sus ojos.
Lo malo consiste no solamente en esto que nosotros
nos creamos incapaces de cumplir la Ley de caridad, sino que el mal más grande
es la propia suficiencia, que se atribuye a sí mismo lo que es obra de Dios. El
más austero ascetismo no alcanza a suplir la caridad, la cual es "el
vínculo de la perfección" (Col. III,
14).