domingo, 6 de octubre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Segunda Parte: Hacia el Padre, Cap. I

Sancta Trinitas
EL PADRE CELESTIAL EN EL EVANGELIO

Si preguntamos quién es el Padre Celestial, cualquiera nos dirá que es Dios, porque Dios es nuestro Padre.
Si volvemos a preguntar quién es ese Dios, no faltarán quienes nos digan que es Jesucristo, pero algunos dirán sin duda que es la Santísima Trinidad.
¿La Santísima Trinidad sería entonces nuestro Padre? ¿Ese Padre a quien Jesús nos enseñó a adorar "en espíritu y en verdad"? ¿Ese Padre a quien nos enseñó a dirigir el Padrenuestro? Ese Padre a quien El llamó "mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios", ¿sería la Santísima Trinidad? ¿Entonces Jesús sería el Hijo de la Santísima Trinidad?
Entonces, ¿la Misa y las oraciones de la Iglesia se equivocan cuando se dirigen al Padre, primera Persona de la Trinidad? Pues casi todas terminan pidiéndole "por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo".
¿Podría haber una ignorancia más grande que la de decir que Jesús es Hijo de la Trinidad? Tal fué exactamente la herejía del P. Harduin y su discípulo el P. Berruyer, que refutó tan claramente San Alfonso de Ligorio.
El mal viene de ignorar el Evangelio, pues cualquiera que lo ha leído, aunque sea una sola vez, no puede dejar de admirar la insistencia de Jesús en hablar de su Padre, del Padre que lo envió, es decir de esa Primera Persona, cuya gloria es para Cristo una obsesión constante. De ahí que defina los tiempos mesiánicos como aquéllos en que se va a "adorar al Padre en espíritu y en verdad, porque tales son los adoradores que el Padre quiere" (Juan IV, 23 s.).

"Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre (Juan IV, 34); "vuestro Padre Celestial es misericordioso" (Luc. VI, 56); "el Padre hace salir el sol sobre buenos y malos" (Mat. V, 45); "tanto amó Dios (Padre) al mundo, que le dió su Hijo" (Juan III, 16); "mi Padre es quien os da el verdadero Pan del Cielo" (Juan VI, 32); "si vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre Celestial dará cosas buenas a quienes se las pidan?" (Mat. VII, 11); "todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, Yo lo haré" (Juan XIV, 15). "Yo me voy al Padre (Juan XVI, 11); como mi Padre me amó a Mí, así Yo os he amado a vosotros" (Juan XV, 9); "Yo vivo por el Padre, y (así) el que me come vive por Mí" (Juan VI, 58); “el mismo Padre os ama" (Juan VI, 27); "Yo te alabo, Padre y Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños"... (Luc. X, 21).


II

El que hubiera reflexionado una sola vez sobre estas y otras mil palabras de Jesús, ¿podría decir que ese Padre, ese Dios a quien Jesús llama su Padre, es la Trinidad y no la Primera Persona? A esta divina Persona, cuyo gloria es la preocupación de Jesús, se dirige El en su Oración Sacerdotal para darle cuenta de que ha cumplido su voluntad manifestando a los hombres su Nombre de Padre. Y concluye insistiendo en que nos hará conocer más y más a ese Padre, que nos ama a nosotros como a Él lo amó.
A Él se dirige Jesús en la Cruz al decirle: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" A Él la última palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". A Él se refiere la sentencia que oiremos de Jesús como Juez de las naciones: "Venid, benditos de mi Padre”. A Él reverencia el mismo Verbo Encarnado cuando dice “mi Padre es mayor que Yo" (Juan XIV, 28), lo cual se explica perfectamente, pues si la Segunda Persona tiene la plenitud de la Divinidad, lo mismo que la Primera, siempre será cierto que la recibe de Ésta, es decir del Padre (así como el Espíritu Santo la recibe del Padre y del Hijo), en tanto que el Padre que la comunica, no la recibe de nadie. De ahí que Jesús, aunque "Dios le puso todas las cosas en su mano" y "no (le) comunicó su Espíritu con escasa medida" (Juan V, 54-55) y "le dió el tener la vida en Sí mismo" (Juan V, 26), mantiene siempre esa devoción por la Persona del Padre (como lo hace todo buen hijo aunque sea adulto y tan rico y poderoso corno su padre); y esa devoción, y amor, y celo por la gloria de su Padre, es lo que llena su vida entera, desde que a los 12 años se queda en el Templo, aún a trueque de dejar a su Madre en la angustia, para “estar en las cosas de su Padre" (Luc. II, 49).
Desde entonces y sin perjuicio de dejar perfectamente definida la propia divinidad del Hijo ("mi Padre y Yo somos uno”, Juan X, 50) y el misterio de la circuminsesión (“mi Padre es en Mi y Yo soy en mi Padre", Juan XIV, 10), Jesús va ahondando ese concepto del Padre, y lo llama siempre Dios por antonomasia, como veremos también que se hace en todo el Nuevo Testamento.
En cuanto al Antiguo Testamento, en el cual el misterio de las Tres divinas Personas está latente, Jesús lo dice de una manera terminante: “es mi Padre el que me glorifica: Aquel que decís vosotros que es vuestro Dios” (Juan VIII, 54). Lo mismo hace S. Pedro al hablar del “Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob y Dios de nuestros padres”, para referirse a la Persona del Padre, que “glorificó a su Hijo Jesús” (Heb. III, 13). Por donde se ve claramente que en el Antiguo Testamento Dios es también el Padre, Yahvé, el que se reveló a Moisés en la zarza, Aquel de quien dice David las palabras que el mismo Jesús citó a los judíos como prueba definitiva de su propia divinidad: "Dijo Yahvé a mi Señor, siéntate a mi diestra” (Mat. XXII, 44; Salmo, CIX, 1).
En esta misma frase se ve cómo el Padre, que da al Hijo la vida, es también quien le da toda gloria, así como fué El quien lo envió al mundo para que hiciera la voluntad paterna: “He aquí que vengo .. . debo hacer tu voluntad” (Salmo XXXIX, 8-9).


III

Por su parte, S. Pablo acentúa este mismo concepto. Empieza por decirnos que, así como nosotros somos de Cristo, Cristo es de Dios su Padre (I Cor. III, 23). Más adelante dice: “Sin embargo, para nosotros no hay más que un solo Dios, que es el Padre, del cual tienen el ser todas las cosas y que nos ha hecho para El; y un solo Señor, Jesucristo, por medio de quien han sido hechas todas las cosas, y por El somos nosotros” (I Cor. VIII, 6). Después en la misma epístola nos dice que el fin último de todas las cosas será “cuando el Hijo entregue el Reino a su Dios y Padre, habiendo destruido todo imperio y toda potestad y toda dominación” (I Cor. XV, 24).
Entretanto “debe reinar hasta ponerle (el Padre) todos los enemigos bajo sus pies” (I Cor. XV, 25) “porque todas las cosas las sujetó bajo sus pies” (I Cor. XV, 26).
Mas cuando dice: “todas las cosas están sujetas a Él, sin duda queda exceptuado Aquel que se las sujetó todas. Y cuando ya todas las cosas estuvieren sujetas a Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto al (Padre) que se las sujetó todas, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas” (I Cor. XV, 27-28).
Esto es tan terminante, que nos asombraría quizá si no fuera el Espíritu Santo quien lo dice. A tal punto, que la herejía de los arrianos, viendo que el Verbo se muestra tan sometido al Padre, se atrevió a sostener que la Persona de Cristo era simple creatura como nosotros, sin comprender que, si Cristo tiene naturaleza humana, no tiene dos personas, sino una única Persona que es la divina del Verbo, la cual, como dice el Credo, no ha sido hecha a la manera de las creaturas, sino engendrada, y es por lo tanto consustancial a Dios Padre de quien procede, siendo esta procesión (generación) desde la eternidad, por lo cual el Hijo o Verbo no es menos eterno que el Padre: “Tú eres mi hijo, Yo te he engendrado hoy" (Salmo II, 7).
Nada más expresivo que esta asociación del pretérito: "Yo te he engendrado”, y del presente "hoy". El pretérito significa que la generación de que se trata está ya consumada; el presente denota que es permanente, acto eterno, que no tiene pasado ni presente, ni hoy ni mañana (cf. Sal. CIX, 5).
Bien vemos entonces por qué Jesús dice "mi Padre es mayor que Yo" (Juan XIV, 28), sin perjuicio de decir también que Él es Uno con el Padre (Juan X, 30). Y vemos también que no conviene decir que en aquella frase habló Jesús como persona humana, puesto que, como hemos visto, no hay en Jesús dos Personas, sino una sola, y Esta es divina.


IV

Jesús vino, pues, a revelarnos el Nombre de Padre que tiene la Primera Persona, cuyo conocimiento es, por consiguiente, fundamental en la doctrina cristiana. Y de tal manera nos quiere llevar a ese conocimiento y amor de la Primera Persona, que dice claramente: "Si me conocierais a Mí, conoceríais también a mi Padre” (Juan XIV, 7). Esto lo dice porque El, Jesús, "resplandor de la gloria del Padre y figura de su sustancia" (Hebr. I, 3) es el espejo purísimo en cuya faz vemos reflejarse las mismas perfecciones del Padre; y también porque el divino Hijo habló tanto de su Padre, tanto lo alabó, tanto se humilló (Fil. II, 8) para darle al Padre toda la gloria; tanto insistió en que Él era Enviado que nada hacía sin el Padre. . . que realmente es imposible conocer, por poco que fuera, a semejante fiel Enviado, sin conocer a aquella Primera Persona que lo envió y a quien Él tanto se empeñó por dar a conocer a los hombres.
No conocer al Padre de Jesús, es, pues, el mayor desaire que podría hacerse a Jesús, la mayor prueba de no haber prestado atención a sus palabras, sobre todo al Evangelio de San Juan, que es el menos conocido.
EI mismo Jesús explica que “la vida eterna consiste en conocer al Padre y a Jesucristo como enviado por el Padre” (Juan XVII, 5), es decir, en saber que ese Padre Dios fué capaz de amarnos hasta darnos su Hijo como Víctima, además de dárnoslo como Mediador, Maestro, Amigo, Hermano, Alimento...
Ahora bien, si la vida eterna estriba en ese conocimiento del Padre, parece que la falta de ese conocimiento debe ser muy grave. Veamos lo que enseña sobre ello Jesús. Al anunciar a sus verdaderos discípulos la persecución, no sólo por parte de los incrédulos sino también por parte de los que pretenden agradar a Dios, les dice: "Tiempo llegará en que cualquiera que os quite la vida, creerá ofrecer con ello un homenaje a Dios". E inmediatamente nos da la explicación de esta aberración tan monstruosa: "Y esto harán porque no conocen al Padre, ni a Mí”. Y añade todavía, como para prevenir a los que vivieren en esos malos tiempos: "Os lo he dicho para que, cuando llegue ese tiempo, os acordéis de que Yo os lo he dicho" (Juan XVI, 1-5).


V

Apresurémonos, pues, a sacar la saludable consecuencia de estas lecciones de Jesús: la necesidad urgente de conocer al Padre, y esto, mediante el Único que puede revelárnoslo porque es el Único que lo conoce: "A Dios nadie lo ha visto nunca. Su Hijo Unigénito que está en el Seno del Padre, Ese es quien le dió a conocer. Así dijo el Evangelista Juan (Juan I, 18), y Cristo mismo confirma: "Nadie conoce... al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo” (Luc. X, 22). "Nadie viene al Padre sino por Mí" (Juan XIV, 6).
Esta doctrina básica de toda espiritualidad auténticamente cristiana, está sintetizada por San Juan, el discípulo amado, quien en su gran Epístola nos dice que nos ha dado a conocer (en su Evangelio) la Vida que estaba en el Padre y vino a nosotros”, para que vuestra unión (ut societas vestra) sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo (I Juan I, 2 y 5).
¿Y el Espíritu Santo? dirá alguno. El Espíritu Santo es precisamente quien nos está llevando al conocimiento y amor del Padre y del Hijo, pues Él es el Amor que une a Ambos en la misma Esencia. Pero no es la Esencia distinta de las tres Personas lo que se adora, sino las Personas. Así lo define una importantísima decisión del IV Concilio de Letrán para prevenirnos de que la Divinidad no existe sino en las Personas y en cada una de Ellas, y que por lo tanto hemos de adorar y glorificar al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo (la Iglesia oriental dice: "al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo").
Pretender adorar a un Dios que no fuese el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo, sería, declara el Concilio, introducir una como "cuaternidad", atribuyendo personalidad a la esencia divina (Denzinger 432). ¿No es acaso éste el vago concepto deísta que muchos tienen cuando dicen Dios, o "el Señor", o Nuestro Señor, o Dios nuestro Señor, sin saber si hablan de Cristo o del Padre; o cuando oran sin pensar a qué Persona se están dirigiendo?

Concluyamos recordando la gravedad que atribuía a esto San Cirilo de Jerusalén al decir que el Anticristo es la apostasía, y que ésta consiste en abandonar la verdadera fe confundiendo el Padre con el Hijo (Cyrillus Hieros. Catech. 15).