Sancta Trinitas |
EL
PADRE CELESTIAL EN EL EVANGELIO
Si preguntamos quién es el Padre Celestial,
cualquiera nos dirá que es Dios, porque Dios es nuestro Padre.
Si volvemos a preguntar quién es ese Dios, no faltarán
quienes nos digan que es Jesucristo,
pero algunos dirán sin duda que es la Santísima Trinidad.
¿La Santísima Trinidad sería entonces nuestro
Padre? ¿Ese Padre a quien Jesús nos
enseñó a adorar "en espíritu y en verdad"? ¿Ese Padre a quien nos
enseñó a dirigir el Padrenuestro? Ese Padre a quien El llamó "mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios", ¿sería la Santísima
Trinidad? ¿Entonces Jesús sería el
Hijo de la Santísima Trinidad?
Entonces, ¿la Misa y las oraciones de la Iglesia se
equivocan cuando se dirigen al Padre, primera
Persona de la Trinidad? Pues casi
todas terminan pidiéndole "por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo".
¿Podría
haber una ignorancia más grande que la de decir que Jesús es Hijo de la
Trinidad? Tal fué exactamente la herejía del P. Harduin y su discípulo el P. Berruyer, que refutó tan claramente San Alfonso de Ligorio.
El
mal viene de ignorar el Evangelio, pues cualquiera que lo ha leído, aunque sea
una sola vez, no puede dejar de admirar la insistencia de Jesús en hablar de su
Padre, del Padre que lo envió, es decir de esa Primera Persona, cuya gloria es para Cristo una obsesión constante.
De ahí que defina los tiempos mesiánicos como aquéllos en que se va a "adorar
al Padre en espíritu y en verdad,
porque tales son los adoradores que el
Padre quiere" (Juan IV, 23 s.).
"Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre (Juan IV, 34); "vuestro Padre
Celestial es misericordioso" (Luc. VI,
56); "el Padre hace salir el
sol sobre buenos y malos" (Mat. V,
45); "tanto amó Dios (Padre)
al mundo, que le dió su Hijo" (Juan
III, 16); "mi Padre es quien
os da el verdadero Pan del Cielo" (Juan
VI, 32); "si vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros
hijos, ¿cuánto más vuestro Padre Celestial dará cosas buenas a quienes se
las pidan?" (Mat. VII, 11);
"todo lo que pidiereis al Padre
en mi nombre, Yo lo haré" (Juan XIV,
15). "Yo me voy al Padre (Juan XVI, 11); como mi Padre me amó a Mí, así Yo os he amado
a vosotros" (Juan XV, 9);
"Yo vivo por el Padre, y (así)
el que me come vive por Mí" (Juan VI,
58); “el mismo Padre os ama"
(Juan VI, 27); "Yo te alabo, Padre y Señor del Cielo y de la tierra,
porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los
pequeños"... (Luc. X, 21).
II
El que hubiera reflexionado una sola vez sobre estas
y otras mil palabras de Jesús,
¿podría decir que ese Padre, ese Dios a quien Jesús llama su Padre, es la Trinidad y no la Primera Persona? A esta divina Persona, cuyo gloria es la
preocupación de Jesús, se dirige El en su Oración Sacerdotal para darle cuenta
de que ha cumplido su voluntad manifestando a los hombres su Nombre de Padre. Y concluye insistiendo en que
nos hará conocer más y más a ese Padre, que nos ama a nosotros como a
Él lo amó.
A Él se dirige Jesús en la Cruz al decirle: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" A Él la última palabra:
“Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu". A Él se refiere la sentencia que oiremos de Jesús como Juez de las naciones:
"Venid, benditos de mi Padre”. A
Él reverencia el mismo Verbo Encarnado cuando dice “mi Padre es mayor que Yo" (Juan XIV, 28), lo cual se explica perfectamente, pues si la Segunda
Persona tiene la plenitud de la Divinidad, lo mismo que la Primera, siempre
será cierto que la recibe de Ésta, es decir del
Padre (así como el Espíritu Santo la recibe del Padre y del Hijo), en tanto
que el Padre que la comunica, no la
recibe de nadie. De ahí que Jesús,
aunque "Dios le puso todas las cosas en su mano" y "no (le)
comunicó su Espíritu con escasa medida" (Juan V, 54-55) y "le dió el
tener la vida en Sí mismo" (Juan V, 26), mantiene siempre esa devoción por la Persona del Padre
(como lo hace todo buen hijo aunque sea adulto y tan rico y poderoso corno su
padre); y esa devoción, y amor, y celo por la gloria de su Padre, es lo que
llena su vida entera, desde que a los 12 años se queda en el Templo, aún a
trueque de dejar a su Madre en la angustia, para “estar en las cosas de su Padre" (Luc. II, 49).
Desde entonces y sin perjuicio de dejar
perfectamente definida la propia divinidad del Hijo ("mi Padre y Yo somos uno”,
Juan X, 50) y el misterio de la
circuminsesión (“mi Padre es en Mi y Yo
soy en mi Padre", Juan XIV, 10),
Jesús va ahondando ese concepto del
Padre, y lo llama siempre Dios por antonomasia, como veremos también que se hace
en todo el Nuevo Testamento.
En cuanto al Antiguo
Testamento, en el cual el misterio de
las Tres divinas Personas está latente, Jesús
lo dice de una manera terminante: “es mi
Padre el que me glorifica: Aquel que decís vosotros que es vuestro Dios” (Juan VIII, 54). Lo mismo hace S.
Pedro al hablar del “Dios de
Abrahán, de Isaac y de Jacob y Dios de nuestros padres”, para referirse a
la Persona del Padre, que “glorificó a su Hijo Jesús” (Heb. III, 13). Por donde se ve claramente que en el Antiguo
Testamento Dios es también el Padre, Yahvé, el que se reveló a Moisés en la zarza, Aquel de quien dice
David las palabras que el mismo Jesús citó a los judíos como prueba
definitiva de su propia divinidad: "Dijo
Yahvé a mi Señor, siéntate a mi diestra” (Mat. XXII, 44; Salmo, CIX, 1).
En esta misma frase se ve cómo el Padre, que da al
Hijo la vida, es también quien le da toda gloria, así como fué El quien lo
envió al mundo para que hiciera la voluntad paterna: “He aquí que vengo .. . debo hacer tu voluntad” (Salmo XXXIX, 8-9).
III
Por su parte, S.
Pablo acentúa este mismo concepto. Empieza por decirnos que, así como nosotros somos de Cristo, Cristo
es de Dios su Padre (I Cor. III, 23). Más adelante dice: “Sin embargo, para
nosotros no hay más que un solo Dios, que
es el Padre, del cual tienen el ser todas las cosas y que nos ha hecho para
El; y un solo Señor, Jesucristo, por medio de quien han sido hechas todas las
cosas, y por El somos nosotros” (I Cor. VIII,
6). Después en la misma epístola nos dice que el fin último de todas las cosas será “cuando el Hijo entregue el Reino
a su Dios y Padre, habiendo destruido
todo imperio y toda potestad y toda dominación” (I Cor. XV, 24).
Entretanto
“debe reinar hasta ponerle (el Padre) todos
los enemigos bajo sus pies” (I Cor. XV, 25) “porque todas las cosas las
sujetó bajo sus pies” (I Cor. XV, 26).
Mas
cuando dice: “todas las cosas están sujetas a Él, sin duda queda exceptuado
Aquel que se las sujetó todas. Y cuando ya todas las cosas estuvieren sujetas a
Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto al (Padre) que se las sujetó todas, a fin de que Dios sea todo en todas las
cosas” (I Cor. XV, 27-28).
Esto
es tan terminante, que nos asombraría quizá si no fuera el Espíritu Santo quien
lo dice. A tal punto, que la herejía de los arrianos, viendo que el Verbo se
muestra tan sometido al Padre, se atrevió a sostener que la Persona de Cristo
era simple creatura como nosotros, sin comprender que, si Cristo tiene naturaleza humana, no tiene dos personas,
sino una única Persona que es la divina del Verbo, la cual, como dice el Credo,
no ha sido hecha a la manera de las creaturas, sino engendrada, y es por lo
tanto consustancial a Dios Padre de quien procede, siendo esta
procesión (generación) desde la eternidad, por lo cual el Hijo o Verbo no es
menos eterno que el Padre: “Tú eres mi
hijo, Yo te he engendrado hoy" (Salmo II, 7).
Nada
más expresivo que esta asociación del pretérito: "Yo te he engendrado”, y del presente "hoy". El pretérito significa que la generación de que se trata
está ya consumada; el presente denota que es permanente, acto eterno, que no
tiene pasado ni presente, ni hoy ni mañana (cf. Sal. CIX, 5).
Bien
vemos entonces por qué Jesús dice "mi Padre es mayor que Yo" (Juan
XIV, 28), sin perjuicio de decir también que Él es Uno con el Padre (Juan X, 30).
Y vemos también que no conviene decir que en aquella frase habló Jesús como
persona humana, puesto que, como hemos visto, no hay en Jesús dos Personas, sino
una sola, y Esta es divina.
IV
Jesús vino, pues, a
revelarnos el Nombre de Padre que tiene la Primera Persona, cuyo conocimiento es, por
consiguiente, fundamental en la doctrina cristiana. Y de tal manera nos quiere
llevar a ese conocimiento y amor de la Primera Persona, que dice claramente:
"Si me conocierais a Mí, conoceríais también a mi Padre” (Juan XIV, 7). Esto lo dice porque El, Jesús,
"resplandor de la gloria del Padre
y figura de su sustancia" (Hebr. I, 3) es el espejo purísimo en cuya faz
vemos reflejarse las mismas perfecciones del Padre; y también porque el divino Hijo habló tanto de su Padre, tanto lo alabó, tanto se humilló
(Fil. II, 8) para darle al Padre toda
la gloria; tanto insistió en que Él era Enviado que nada hacía sin el Padre. . . que realmente es imposible conocer,
por poco que fuera, a semejante fiel Enviado, sin conocer a aquella Primera
Persona que lo envió y a quien Él tanto se empeñó por dar a conocer a los
hombres.
No
conocer al Padre de Jesús, es, pues, el mayor desaire que podría hacerse a
Jesús, la mayor prueba de no haber prestado atención a sus palabras, sobre todo
al Evangelio de San Juan, que es el menos conocido.
EI
mismo Jesús explica que “la vida eterna
consiste en conocer al Padre y a Jesucristo como enviado por el Padre”
(Juan XVII, 5), es decir, en saber que ese
Padre Dios fué capaz de amarnos hasta darnos su Hijo como Víctima, además
de dárnoslo como Mediador, Maestro, Amigo, Hermano, Alimento...
Ahora
bien, si la vida eterna estriba en ese conocimiento del Padre, parece que la falta de ese conocimiento debe ser muy
grave. Veamos lo que enseña sobre ello Jesús. Al anunciar a sus verdaderos
discípulos la persecución, no sólo por parte de los incrédulos sino también por
parte de los que pretenden agradar a Dios, les dice: "Tiempo llegará en
que cualquiera que os quite la vida, creerá ofrecer con ello un homenaje a
Dios". E inmediatamente nos da la explicación de esta aberración tan
monstruosa: "Y esto harán porque no
conocen al Padre, ni a Mí”. Y añade todavía, como para prevenir a los que
vivieren en esos malos tiempos: "Os lo he dicho para que, cuando llegue
ese tiempo, os acordéis de que Yo os lo he dicho" (Juan XVI, 1-5).
V
Apresurémonos, pues, a sacar la saludable consecuencia de estas lecciones de Jesús: la necesidad urgente de conocer al
Padre, y esto, mediante el Único que puede revelárnoslo porque es el Único
que lo conoce: "A Dios nadie lo ha visto nunca. Su Hijo Unigénito que está en el Seno del Padre, Ese es quien le
dió a conocer. Así dijo el Evangelista Juan
(Juan I, 18), y Cristo mismo confirma: "Nadie conoce... al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo” (Luc. X, 22). "Nadie viene al Padre
sino por Mí" (Juan XIV, 6).
Esta
doctrina básica de toda espiritualidad auténticamente cristiana, está
sintetizada por San Juan, el discípulo amado, quien en su gran Epístola nos
dice que nos ha dado a conocer (en su Evangelio) la Vida que estaba en el Padre y vino a nosotros”, para que vuestra
unión (ut societas vestra) sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo (I
Juan I, 2 y 5).
¿Y el Espíritu
Santo? dirá alguno. El Espíritu
Santo es precisamente quien nos está llevando al conocimiento y amor del Padre
y del Hijo, pues Él es el Amor que une a Ambos en la misma Esencia. Pero no es
la Esencia distinta de las tres Personas lo que se adora, sino las Personas. Así
lo define una importantísima decisión del IV Concilio de Letrán para
prevenirnos de que la Divinidad no existe sino en las Personas y en cada una de
Ellas, y que por lo tanto hemos de adorar y glorificar al Padre, al Hijo, y al
Espíritu Santo (la Iglesia oriental dice: "al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo").
Pretender
adorar a un Dios que no fuese el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo, sería,
declara el Concilio, introducir una como "cuaternidad", atribuyendo personalidad a la esencia divina
(Denzinger 432). ¿No es acaso éste el vago concepto deísta que muchos tienen
cuando dicen Dios, o "el Señor",
o Nuestro Señor, o Dios nuestro Señor, sin saber si hablan
de Cristo o del Padre; o cuando oran sin pensar a qué Persona se están
dirigiendo?
Concluyamos
recordando la gravedad que atribuía a esto San Cirilo de Jerusalén al decir que
el Anticristo es la apostasía, y que ésta consiste en abandonar la verdadera fe
confundiendo el Padre con el Hijo (Cyrillus Hieros. Catech. 15).