II
NATURALEZA Y EXCELENCIA DEL ORDEN EN LA IGLESIA
El
orden en la obra de Dios.
El orden es la reducción del número a la unidad[1].
Ahora
bien, toda obra de Dios, por una necesidad absoluta y metafísica, lleva en sí
misma el carácter o sello de Dios. Este gran Dios, que es la soberana
sabiduría, ve en efecto por esta sabiduría y crea por su Verbo — que es el
fruto natural de esta — todas sus obras[2] es decir: su diversidad y su multitud,
innumerable para el espíritu humano, le pertenece en una visión única, que es
su Verbo[3], y sale de Él en el tiempo, para manifestarse
en diversos grados por sus obras.
La
unidad de su Verbo abarca, pues, todas las cosas[4],
y en esto preside su sabiduría todas sus obras y se revela en ellas. Hace que
reine en ellas esa unidad superior de la idea única que las contiene, y esta
sabiduría se muestra en ellas verdaderamente soberana, porque nunca habrá nada
que ella no abarque en todas las cosas existentes o, posibles[5].
De aquí se sigue que, esencialmente, todas las obras
de Dios, por la necesidad de su pensamiento, que las concibe, y del ser que les
da conforme a este tipo, son reducidas a la unidad y constituídas en el orden.
Cada una tiene su puesto en un plan universal, y las jerarquías parciales
concurren en una unidad suprema, fuera de la cual nada puede concebirse, porque
Dios mismo no concibe nada que no dependa de ella. Y por esta razón nos enseña la teología que no hay más que un solo
universo y que repugna que haya varios, es decir, que repugna que haya varios
conjuntos de cosas, independientes unos de otros[6].
Por lo demás, las mismas inteligencias inferiores, en
el rayo de sabiduría y de actividad que han recibido de Dios, están sujetas a
la ley del orden y no pueden obrar sin ordenar los efectos de su acción.
Pero, entre el orden que Dios impone a las cosas y el
que, a su imitación, pueden instituir los agentes creados, hay una gran
diferencia, a saber, que éstos, al no tener sino una causalidad limitada a los
accidentes, no pueden alcanzar directamente la sustancia. El orden que
establecen es, por tanto, un orden secundario y accidental, porque en las cosas
no disponen sino de los accidentes que suponen la sustancia, pero no pueden
disponer del fondo del ser mismo.
Sólo Dios, que da el ser a las cosas, funda todo orden
que viene de Él, en las profundidades y en las entrañas de sus obras, tanto,
que este orden pertenece a su ser mismo.
Detengámonos para considerar esta eran verdad.
El
orden en la creación de los ángeles.
Esta verdad se nos manifiesta primeramente en la
creación de los ángeles.
En el principio crea Dios el espíritu y la materia[7], y crea las diversas
especies de naturalezas espirituales; pero al mismo tiempo establece el orden
en esta primera obra de su sabiduría. Este
orden está fundado en las esencias mismas y en la diferencia de sus grados: la
naturaleza corpórea está subordinada a la espiritual[8], la espiritual depende de Dios[9]. La misma naturaleza espiritual está distribuida en grados diversos:
cada ángel es una especie distinta de las otras esencias angélicas[10], y como las esencias difieren entre sí por el grado del ser, son todas
mutuamente superiores o inferiores y forman una escala armoniosa de grados no
interrumpidos.
Así
su jerarquía no se establece posteriormente a su ser, sino que de tal manera reposa
en el ser de las cosas, que no puede ser alterada sin variación de las esencias
mismas[11] y como las esencias son inmutables, la jerarquía angélica no puede ser
perturbada por el pecado sino en el orden de la gloria pero no en el de la
naturaleza[12].
El
orden en la creación de los hombres.
Cuando Dios crea la especie humana, hace una multitud
de seres incluídos en una sola naturaleza.
El
orden no podrá ya establecerse en ellos por la diversidad de las esencias, pero
Dios lo funda en la comunicación de esa naturaleza única. Crea toda la
humanidad en un solo hombre (Sab. X, 1) y por el gran misterio del matrimonio
funda el orden patriarcal de la familia universal que será la especie humana,
de las grandes familias que serán los pueblos y de las familias inferiores que
en todas partes llevarán la misma impronta jerárquica: Adán, jefe único e
inmortal; tras él, sus hijos, que reciben de él la naturaleza humana y la
transmiten a su vez; grandes ramas que se subdividen para formar todo el conjunto
de la especie humana.
En
este plan, la gracia sigue el designio de la naturaleza, y esta jerarquía debía
ser toda ella penetrada y ennoblecida por la gracia, como debía también ser su
canal. Y así como la jerarquía angélica abarcaba el orden de la gracia
juntamente con el de la naturaleza[13], así la jerarquía humana, en el primer
designio de Dios, comprendía también el orden de la santificación y Adán debía
transmitir la gracia con la naturaleza, es decir, la naturaleza en el estado de
justicia sobrenatural en que había sido constituida en su misma creación, vaso
y vehículo de la gracia.
Convenía,
además, que el hombre fuera santificado por medios apropiados a su naturaleza:
como ser corporal debía recibir gracia por medio de operaciones sensibles[14]. En estas leyes todo era muy puro y muy santo en su origen; y como el
alimento sensible del fruto del árbol de la vida era quizá un sacramento destinado
a sostener a la vez la vida de la naturaleza y la vida sobrenatural, así, las
leyes augustas de la paternidad, en su integridad y santidad originales, debían
transmitir la una y la otra[15].
Y
aquí no importa que este orden primordial de la humanidad fuera perturbado por
el pecado, porque fue claramente expresado e incluido en su totalidad en la
bendición dada, por Dios al hombre antes del pecado: “Sed fecundos,
multiplicaos” (Gén. I, 28).
Así la humanidad está jerarquizada en las condiciones
de su ser. Y aun aquí tampoco hace Dios en su obra un orden post factum, sino que el orden que
establece en ella está en tan íntima conexión con el fondo de las cosas, que el
hombre, por el hecho de recibir el ser, recibe al mismo tiempo su rango, que no
puede cambiar sin cesar de ser determinadamente el mismo hombre.
Principios
jerárquicos.
La jerarquía angélica y la jerarquía humana están, a
no dudarlo, enraizadas una y otra en el fondo de las cosas y, sin embargo, el
principio de ambas parece diferente.
La
jerarquía angélica reposa sobre la diferencia específica de los seres que la
componen; y la jerarquía humana, dentro de la unidad específica de los hombres,
está fundada en su semejanza misma y en
la transmisión de esta naturaleza única que le es común.
La jerarquía humana parece a primera vista más perfecta.
Posterior en los designios de Dios, es como un progreso en su obra; termina en
una unidad más estrecha y parece acercarse más al tipo del orden que hay en
Dios mismo, donde el número, sólo procede de la comunicación de la sustancia.
Sin embargo, estos
dos principios del orden establecido por Dios en las cosas no están tan
alejados ni son tan incompatibles que no
se compenetren mutuamente.
La
jerarquía angélica, que reposa sobre el primero, a saber, sobre la diversidad
de las naturalezas, tiene algo del segundo, es decir, de la ley de comunicación,
y esto de dos maneras. En primer lugar, los ángeles superiores no comunican el
ser a los inferiores, les dan por lo
menos la perfección del ser, por la iluminación que derraman sobre ellos[16], y en segundo lugar, los ángeles reciben una perfección más de su misma
subordinación, por la belleza de la armonía que ennoblece a cada parte del
todo, como las partes inferiores de un edificio reciben de las superiores esa
belleza que no pertenece a las partes sino por razón del conjunto del diseño:
los ángeles, como todas las obras de Dios, son buenos en sí mismos, y son muy
buenos en el orden total que los abarca, como en el libro del Génesis se dice
que Dios juzgó buena a cada una de las cosas en sí misma y muy buena en su
universalidad (Gén. I, 10-31)[17].
La
jerarquía humana a su vez admite cierta desigualdad en los seres que comprende.
La naturaleza creada no puede dar el ser y la vida por sus propias fuerzas, no
es ministro de esta comunicación sino por una bendición y un privilegio divino
sobreañadido[18]; toda paternidad deriva su nombre de Dios
mismo (cf. Ef. III, 15) y así, con su título, lleva como un reflejo divino que,
entre los hombres, no pertenece sino a los padres, no es conferido a los hijos
y da a los padres una superioridad real sobre los hijos, aun cuando unos y
otros tienen la misma naturaleza. Esto basta para excluir la igualdad perfecta
en esta jerarquía.
Por lo demás, es patente que Dios, por encima de todas
las jerarquías creadas y a una distancia infinita de su imperfección, lleva en Sí
con respecto a ellas y en grado sobreeminente la doble soberanía que las constituye.
Está por encima de todas las esencias, y está por encima de todas las causas;
esencia primera e infinita, de la que todas las esencias particulares son, en
grados diversos, como reflejos siempre imperfectos; causa primera e infinita,
de la que todas las causas dependen y reciben su fecundidad y virtud limitadas.
[1] Hacernos notar al lector que empleamos
indistintamente las palabras orden y jerarquía para significar toda pluralidad
reducida a la unidad y contenida en la unidad. La teología da con frecuencia un
sentido más restringido a la palabra jerarquía.
[5] Ibid., q. 34, a. 3: «En un
solo acto se conoce Dios a Sí mismo y conoce todas las cosas; así pues, su
único Verbo no expresa solamente al Padre, sino también las criaturas. Por otra
parte, mientras que con respecto a Dios el pensamiento divino es conocimiento
puro, con respecto a las criaturas es conocimiento y causa; así el Verbo de
Dios es pura expresión del misterio del Padre, pero es expresión y causa de las
criaturas»; cf. ibid., p. 49-50.
[6] Id. I, q. 47, a 3: «El orden mismo que reina en las cosas tal
como las ha hecho Dios, prueba la unidad del mundo. En efecto, el mundo se
califica de uno con una unidad de orden en cuanto unas de sus partes tienen relación
con otras. Ahora bien, todos los seres que vienen de Dios tienen relación los
unos con los otros y tienen relación con Dios... Por esta razón sólo han podido admitir una pluralidad de mundos
aquellos que no asignaban como causa a este mundo una sabiduría ordenadora,
sino el azar»; cf. A.-D. Sertillanges,
La création, p. 110-120; véanse las
puntualizaciones sobre la unidad del mundo. ibid., p. 267-273.
[10] Santo Tomás I. q. 50, a. 4: «Aunque los
ángeles tuvieran materia, no podría haber varios en una misma especie»; cf.
Ch-V. Héris, Les anges, p. 32. Id., Contra
Gentiles, L. 2, c. 93, n° 3: «La
razón de la multiplicación de los individuos en una sola especie en las realidades
corruptibles es la conservación de la naturaleza específica, que no pudiendo perpetuarse
en un solo individuo, se perpetúa en más de uno; por lo demás, ésta es la razón
por la que en los cuerpos incorruptibles no hay más que un individuo por
especie».
[11] Id. 1, q. 108, a. 7: «El
rango se diversifica en los ángeles según las diferencias de gracia y de
naturaleza... Y estas diferencias permanecen siempre en los ángeles; en efecto,
por una parte no se les podría quitar la diferencia de naturaleza sin destruirlos...»;
cf. Ch-V. Héris, Le gouvernement divin, t. 1, p. 193.
[12] I. 1, q. 109, a. 1: «Si se
consideran los órdenes angélicos en relación con la perfección de la gloria,
los demonios no pertenecerán jamás a estos órdenes... Finalmente si consideramos
en los demonios lo que proviene de su naturaleza, desde este punto de vista
pertenecen todavía a los órdenes angélicos, pues… ni han perdido sus dones
naturales» cf. ibid. 203-204.
[13] Id. I, q. 108, a. 4: «Desde este punto de vista (del fin), los órdenes
angélicos se distinguen, en forma acabada, según los dones de la gracia en cuanto
a lo que los dispone a ellos, según los dones naturales. En efecto los dones de
la gracia fueron asignados a los ángeles
en proporción con sus dones naturales»; cf. ibid., D. 165-166. 36.
[14] Id. III, q. 61, a. 1: «Es
propio (de la naturaleza humana) encaminarse de lo corpóreo y sensible a lo
espiritual y a lo inteligible. Ahora bien a la divina Providencia corresponde
equipar a cada ser según el modo de su condición. La sabiduría divina obra
pues, armoniosamente confiriendo al hombre los auxilios de la salvación bajo
signos corpóreos y sensibles, a los que se llama sacramentos”.
[15] San Anselmo, La concepción virginal y el
pecado original, c. 10; PL 158, 444: Dio
dió a Adán esta gracia: creándolo sin intervención de la naturaleza reproductora
ni de la voluntad creada, lo hizo a la vez racional y justo. Así como es claro que la naturaleza racional fue
creada también justa, esto prueba que los que hubieran sido engendrados por la
naturaleza humana antes del pecado, habrían recibido a la vez la justicia y la
facultad de razonar.»
[16] Pseudo-Dionisio, La
jerarquía eclesiástica, c. 5 n.° 4; PG 3, 503: «No hay ningún inconveniente en que el Principio fundamental de toda
armonía, sea invisible o visible, permita primero que los rayos que revelan las
operaciones divinas penetren hasta los seres que han alcanzado la máxima
conformidad con Dios y que, por medio de ellos -inteligencias más diáfanas y
mejor dispuestas por la naturaleza para recibir y transmitir la luz-, dispense
sus iluminaciones a los seres inferiores manifestándose a éstos
proporcionalmente a sus aptitudes»; Cf. Santo Tomás I, q. 106.
[17] Santo Tomás I, q. 47, a. 2, ad 1: «No cabe duda de que a un agente excelente
le corresponde producir un efecto excelente, si esto se entiende de la
totalidad de este efecto; pero no es necesario que haga absolutamente excelente
cada parte del todo; basta con que éstas sean excelentes con relación al
todo... Así Dios hace excelente et conjunto del universo, en cuanto esto se
compadece con la criatura; pero no cada criatura particular; entre ellas, una es mejor que
otra. Así, de las criaturas tomadas aparte se dice en el Génesis: "Vio
Dios que la luz era buena", y así de lo demás; pero de todas juntas se
dice: "Vio Dios que todas las cosas que había hecho eran muy buenas".
Cfr. A.-D. Sertillanges, La Création, p. 115.116.