COMPASION
I
Cuando vemos en el teatro un drama triste, lloramos
con el personaje que aparece sufriendo, y sin embargo sabemos muy bien que todo
no es más que ficción. Esto nos muestra que esa compasión no es una
espiritualidad, sino que reside en el sentido externo de la imaginación. La
contraprueba sobre el valor de tales sentimientos está en que al poco rato ya
no nos acordamos de esas lágrimas.
San
Pedro es un ejemplo elocuente a costa de cuyos fracasos podemos aprender mucho, como se ha mostrado en el artículo titulado "El caso de Pedro".
La compasión
sentimental del apóstol es la que lo lleva a querer oponerse a la Pasión redentora
de Cristo. Y este sentimiento, que los hombres hallarían nobilísimo, es lo que
despierta en Jesús la más ruda de sus repulsas: "Apártate de mí, Satanás.
Me sirves de tropiezo, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los
hombres" (Mat. XVI, 25). Y esa misma compasión, que tan hermosa parece, es
la que lleva al mismo Pedro a jurar que morirá por su Maestro, y... a negado pocas
horas después, delante de una sirvienta inofensiva, es, decir, cuando ni
siquiera corría peligro su vida con decir la verdad.
Aquella tremenda sentencia de Cristo, tan humillante para nosotros, según la cual lo que es
sublime para los hombres, es despreciable para Dios (Luc. XVI, 15), se ve cumplida en la repugnancia que nos cuesta
admitir esta tesis cristiana sobre la falacia
de nuestra compasión. Porque nos gustaría soberanamente decir que
compadecemos mucho a Cristo en sus dolores, y de ello resultaría una agradable
conclusión sobre la nobleza de que es capaz el corazón humano. Pero Dios nos
enseña que no tenemos motivo para gloriarnos de tal nobleza, porque “no somos
suficientes por nosotros mismos para concebir algún pensamiento, como de
nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia viene de Dios” (II Cor. III, 5).
II
La prueba de los ejemplos evangélicos es definitiva.
Junto a la Cruz de Jesús brillaban
por su ausencia los Apóstoles, discípulos y amigos que tanto lo habían seguido.
Y María “stabat”, es decir, estaba
de pie allí y no desfallecía, ni se dice
que antes ni después haya vertido una sola lágrima. ¿Qué había de verterla, si
ella, en su corazón, era el altar donde se consumaba la inmolación de su Hijo
como acto supremo de la caridad de un Dios Padre y de un Dios Hijo hecho hombre?
Y así como el Padre no tuvo esa clase de compasión, y “no perdonó a su Unigénito;
sino que lo entregó a nosotros” (Rom. VIII, 32), así también María lo habría
matado con su mano, como una sacerdotisa sacrificadora del Cordero divino, si
tal hubiera sido la voluntad del Padre. Porque eso es la que la hizo Madre del
Verbo Encarnado: “Quien hace la voluntad de mi Padre, he aquí mi madre y mis
hermanos…” (Mat. XII, 50).
Si
Jesús hubiese querido lágrimas, bien se las habría dado su Madre. No es tal,
pues, lo que El quiere, y así lo dijo a las mujeres
que lo lloraban: “No lloréis por mí, sino por vosotros y vuestros hijos'', es
decir, por el misterio de iniquidad que gobierna al mundo y hace que no
aproveche mi Redención. Por donde se ve
que derramar una sola lágrima ante Cristo crucificado, y conceder luego un sólo
afecto de nuestra vida al mundo, “que está todo entero en manos del Maligno” (I
Juan, V, 19), es una aberración grotesca. Y como es verdad que todos hemos
incurrido en ella, he aquí una razón suficiente para huir de lágrimas inútiles,
y ocupar ese tiempo en conocer lo que de veras quiere Cristo. Lo que Él ansía
hasta el punto de poner por ello su vida es: que escuchemos las palabras de
amor que El nos dice en el Evangelio, porque esas palabras “son espíritu y son
vida” (Juan VI, 64), o sea, son capaces de sacarnos de nuestra propia maldad
hasta hacernos “renacer del Espíritu” (cfr. Juan III, 5). Y si no recurrimos a
ese remedio, sabiendo que es verdaderamente eficaz para hacernos capaces de complacer
al Padre, en lo cual está el ansia toda de Cristo, es porque no tenemos la
firme voluntad de amarlo sobre todas las cosas. Y entonces las lágrimas,
francamente, no están lejos del beso de Judas.
Con esto vemos que la queja profética del Salmo: “Busqué
quien me consolara y no lo hallé” (Sal. LXVIII,
21), no significa pedir lágrimas de compasión; que Jesús no necesita, pues El es siempre el Hijo amado que hace sin cesar
lo que agrada al Padre (Juan VIII, 29),
y lo hizo más que nunca en su inmolación (Juan
VI, 38-40), al punto de que el Padre lo ama de un modo especial porque El
se inmola por nosotros (Juan X, 17).
Si el
corazón del hombre fuera bueno de suyo, el camino de la compasión sería excelente,
y no existiría el peligro del
sentimentalismo; ni podría haber presunción y escondida soberbia farisaica,
en cierta falsa espiritualidad, o mejor dicho cierta falsa mística, que sólo
puede despertarse periódicamente, y que no es sino un desahogo propio, aunque
tiene harta boga durante unos días. Cristo resucitó y ya no muere, dice San
Pablo; ya no sufre, ni puede sufrir. Su Pasión, si le
estamos realmente agradecidos, ha de ser el gran motivo de nuestro gozo, como
dice la oración “Obsecro te” después de la Misa. Porque así le mostraremos que
apreciamos el regalo infinito de su Cruz, que es el cheque con el que El pagó
por nosotros.
III
Miremos,
como lección, la sobriedad insuperable de los Evangelistas en sus relatos de la
Pasión. Ni un adjetivo, ni una palabra de compasión les inspiró el Espíritu
Santo. Y no creeremos que esos autores amaban a Jesús
menos que nosotros, porque entonces sí que sería evidente nuestra presunción.
Cuéntase a este respecto de San Felipe Neri - que sabía bien lo que era amor- la anécdota
picante y sabia de una señora muy lacrimosa que le había dicho: "Padre, yo
quisiera sufrir tanto como Jesús. Yo
quisiera sufrir más que Jesús, para
consolarlo en su Pasión”. El gran Santo la despidió diciéndole que era mejor un
poco menos. Y mientras ella salía, llamó él a unos pilluelos y les dijo que la
emprendieran con esa señora tirándole del rodete, etc. Pocos minutos más, y San Felipe tuvo que acudir porque la “mártir”
estaba estrangulando a los chiquillos. Es de suponer que el Santo le recordase
entonces aquellos anhelos de heroísmo. Mas no creamos que ella estuvo de
acuerdo, pues encontraba “muy justo” el castigo de sus agresores.
Jesús
lloró la muerte de su amigo Lázaro. No se trata, pues, de suprimir las lágrimas
en nuestra vida de relación. Estamos hablando de espiritualidad sobrenatural.
Jesús lloró la iniquidad de Jerusalén. Ahí tenemos el gran motivo para llorar. “¡Bienaventurados
los que lloran!". Recordemos una vez más lo de Jesús a las mujeres. Lloremos por nosotros
y sobre nuestros hijos. Lloremos nuestra iniquidad propia, rezando el Salmo
Miserere, y no sólo en Cuaresma, sino todos los días. Y tengamos compasión, no
del feliz Jesús, que cumplía una epopeya gloriosa, sino do los infelices por
quienes Él la sostuvo hasta inmolarse: compasión de los pecadores, rogando por
ellos. Compasión de los que sufren, dándoles un consuelo que Jesús recibe como
dado a El mismo. Compasión, sobre todo, de los que ignoran la luz, pues de ésos
se compadeció especialmente el mismo Jesús cuando dijo que andaban “abatidos y
esquilmados como ovejas sin pastor” (Mat. IX, 56).
Jesús es un gran Rey, “todo deseable”, como dice el Cantar. Para poder desearlo, con nuestro corazón mezquino, necesitamos
admirarlo y codiciar sus promesas. Porque ya lo hemos dicho: la compasión no
dura, y la lástima no está muy lejos del menosprecio. “Hombre pobre hiede a
muerto”, dice el refrán. El que pretendiera tener corazón de gigante, no sólo
se equivocaría lamentablemente, como enseña San Pablo, sino que se estaría inventando un camino propio de
santificación, muy lejano de agradar a Cristo.
Porque lo que Él quiere, aunque parezca
muy raro a la soberbia estoica, es que tengamos corazón de niño.
El que lo tiene será el primero en el Reino, dice Jesús. Y también dice que no hay otro
camino y que el que no lo tiene no entrará de ningún modo (Lc. XVIII, 17).