III
RELACIONES DE LA IGLESIA CON LAS SOCIEDADES
ANGÉLICA
Y HUMANA
Coordinación
íntima de las obras divinas.
Si es propio de la sabiduría de Dios imprimir el sello
de la unidad a todas sus obras y dar a cada una, al mismo tiempo que el ser, el
orden de sus diversas partes, la misma ley se impone al conjunto de todos sus
designios; están coordinados entre sí en un designio supremo y único que los
abarca a todos.
En el espacio no hay sino un solo universo, y en el
tiempo no hay sino una sola sucesión y un solo progreso de las cosas.
Así, la
creación primordial de los ángeles y de los cuerpos, la creación del hombre y
del mundo orgánico, la encarnación y la Iglesia no son tres obras separadas en
la mente de Dios e independientes en su existencia, sino que estas obras están
ligadas y subordinadas entre sí.
Todo
fue previsto por Dios en Cristo y en el designio final de la encarnación; todo
va a rematar en ella. La creación angélica, la creación humana, sirven al
desarrollo de este plan final de la Iglesia. Poco a poco, todas las obras de
Dios vienen a inclinarse y a someterse a Cristo; y Cristo mismo, reuniendo en
sí el homenaje de todo lo que Dios sacó de los tesoros de su sabiduría y de su
bondad, en su persona lo somete todo a Dios (cf. I Cor. XV, 28). En Cristo y en
la Iglesia tendrá lugar la consumación eterna de las cosas.
Debemos, por tanto, contemplar cuáles son las relaciones
de la Iglesia con la jerarquía angélica y con la humanidad salida de Adán o, si se quiere, considerar la
alianza y la dependencia que ligan al
ángel y a Adán en Cristo.
Ya hemos visto, como de paso, que la ley del progreso
relaciona entre sí las diversas obras de Dios: que la creación del hombre es un
progreso de la obra divina después de la creación del ángel; que la encarnación
la corona y la consuma, y que el pecado intervino dos veces, como un grito de
angustia de la criatura, al que Dios respondió con estos progresos.
Pero entre estas obras de Dios existen relaciones estrechas
que es preciso conocer.
Relaciones
de la Iglesia con la sociedad angélica.
En primer lugar, ¿cuáles son las relaciones de la
Iglesia con la sociedad angélica?
La Iglesia recibe del ángel, como también el ángel
recibe de la Iglesia, grandes ventajas.
Los
ángeles no fueron el sujeto de la encarnación: «No viene en ayuda de los
ángeles» (Heb. II, 16), ni sometió a ángeles «el mundo futuro», cuya cabeza es
Cristo (Heb. II, 5).
Con
respecto a la encarnación están constituidos, en un servicio permanente: « ¿Y
qué son los ángeles sino espíritus comisionados para ejercer un servicio en
favor de los que han de heredar la salvación?» (Heb I, 14). San Pablo nos dice que todos ellos son esto y que
no son sino esto, reduciendo todas las naturalezas angélicas, como a su fin
principal y supremo, al servicio de los hijos de los hombres, venidos a ser
hijos de Dios y herederos de su reino (Rom VIII, 17), es decir, al servicio de
la Iglesia[1].
Este
servicio comenzó para ellos en la persona de su cabeza, Jesucristo. El
Evangelio nos los muestra asistiéndole en el desierto en las necesidades voluntarias
de su vida temporal y en las debilidades de su cuerpo (Mt IV, 11; Mc I, 13) en
el huerto de los Olivos, en las angustias de su agonía y en las tristezas de su
alma (Lc XXII, 43) y Él mismo dice a sus apóstoles que verán a los ángeles
ascender y descender sobre el Hijo del hombre (Jn I, 51). Los ángeles
anunciaron su venida (Lc II, 9-14) y
predicaron su resurrección (Mt XXVIII,
5-7; Jn. XX, 12-13).
La
Iglesia a su vez recibió su asistencia; los oyó declarar la resurrección y
confirmar sus esperanzas el día de la ascensión (Act I, 10-11). Desde entonces
no cesan de combatir por ella y como esta Iglesia,
«cuerpo y plenitud de Cristo» (Ef. I, 23),
es una jerarquía y, en una sucesión ininterrumpida, abarca a todos los miembros
que la componen, así el ministerio de los ángeles, que afecta a la Iglesia universal,
se distribuye incluso a las Iglesias particulares y desciende a cada uno de los
fieles; hay ángeles de las Iglesias (Ap.
II y III) y ángeles custodios de cada uno de los fieles.
Por otra parte, la jerarquía de los ángeles en el
orden de la gloria, al que todos fueron llamados en los orígenes y que es su fin
y la consumación del designio de su creación, recibe de la iglesia una doble
ventaja.
Primeramente,
es incesantemente reparada por los elegidos, que creciendo en méritos en grados
diversos, van a llenar los vacíos dejados por los ángeles rebeldes; y así la
Iglesia va, poco a poco, borrando en el cielo las huellas del mal.
Pero no basta con que esta jerarquía de la gloria, que
es el término final de los designios de Dios, recobre así su integridad: de la Iglesia recibe también un honor y un
progreso inestimables por el misterio de la encarnación. Jesús, Hijo de Dios, es
su cabeza y la eleva toda entera a una dignidad incomparable por la repercusión
de la gloria de la unión hipostática. María, la Madre de Dios, lleva en dicha
jerarquía un título, con grandezas nuevas, cuyo misterio depende únicamente de
la encarnación. A todos estos niveles surgen
nuevas glorias del martirio y de la penitencia. La jerarquía angélica, reparada
por los elegidos toma parte en este acrecentamiento de dignidad que le viene de
Cristo y del misterio de la Iglesia, en el que ella entra a su vez para no formar
con los hombres rescatados sino un solo pueblo de los hijos de Dios[2].
Así
desde los orígenes, según una opinión muy autorizada, esta consumación de la
jerarquía angélica en la Iglesia por el misterio de la encarnación y por la Iglesia misma, que es su continuación, fue mostrada al ángel
como su fin último en los designios de Dios, y tal fue la prueba de su
fidelidad.
A
estos espíritus les fue propuesto el servicio que deben a Cristo y a la
humanidad rescatada en Él; «vieron» (I Tim III, 16) a este «Primogénito»
introducido por su Padre en el mundo de sus obras[3], y oyeron esta orden de la Majestad divina:
«Adórenle todos los ángeles» (Heb I, 6).
Los
ángeles soberbios que no aceptaron esta sumisión fueron quebrantados en su
rebelión, y a su pesar servirán todavía a la gloria por las pruebas de los
santos. Pero los ángeles fieles recibieron de esta revelación claridades que no
podían darles las otras obras de Dios en las que la misericordia, que es la
obra maestra y la clave de todo lo demás, no aparecía todavía. Entonces conocieron,
dice san Pablo, «la insondable riqueza de Cristo, la dispensación y la economía
del misterio oculto desde los siglos en Dios, Creador de todas las cosas» con
este designo; «y por medio de la Iglesia se reveló a los principados y a las
potestades celestiales la sabiduría infinita en recursos desplegada por Dios en
el designio eterno que concibió en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Ef. III,
8-11).
Y en efecto, como hemos dicho anteriormente, en el
misterio la Iglesia es donde Dios ha manifestado, a la vez por la misericordia
y por la encarnación, lo supremo en sus atributos y lo supremo en sus obras, y
donde puso de manifiesto todos los tesoros ocultos en su seno desde el origen.
Tales son, en cuanto podemos entrever, las relaciones
entre el mundo angélico y la Iglesia. Estas relaciones pertenecen a la
eternidad y, comenzadas con las pruebas de este mundo, se consuman en la gloria.
[1] Santo Tomás I, q. 57, a. 5, ad 1: «Este misterio (de la encarnación) es el
principio general al que están ordenados todos sus oficios»; cf. Ch.-V. Héris, Les anges, p. 167.
[2] San Agustín, Sermón sobre el Salmo XXXVI,
3 parte, n. 4; PL 36, 385: «Él mismo es cabeza de la entera ciudad de Jerusalén:
sumando todos los fieles, desde el comienzo hasta el fin, y añadiendo las
legiones y los ejércitos de los ángeles, no habrá más que una sola ciudad y un
solo rey». Cf. id., La Ciudad de Dios,
L. 12, c. 1; PL 41, 349: «No hay inconveniencia ni incoherencia en hablar de
una sociedad común a los ángeles y a los hombres».