HACIA EL PADRE POR EL HIJO
I
Uno, el soberano Señor, que tiene derecho a toda
nuestra adoración, esa adoración que nunca le damos dignamente, por lo cual no
podríamos llegar directamente a Él.
Otro, el aliado nuestro, el confidente a quien
confiamos las barrabasadas que hacemos contra el primero.
Al uno lo vernos como Señor y Juez inapelable.
El otro es el abogado, el Salvador, ante el cual
recurrimos por miedo al Juez... y a nosotros mismos.
Uno, el que siempre tiene razón contra nosotros.
Otro, el que puede y quiere interponer su influencia
para hacernos salir del paso y justificarnos ante el primero.
El uno es el Padre, el gran Rey. El otro es su Hijo Jesús, Príncipe influyente para protegernos
y recomendarnos al Rey, y que, siendo hombre como nosotros, conoce nuestras debilidades
y nos parece estar más dispuesto a disimularlas. Nuestra actitud es como si
dijésemos a Jesús lo mismo que los
Israelitas a Moisés: “Háblanos tú, y
no nos hable Dios, no sea que muramos".
Hemos,
pues, de empezar la vida espiritual por entender
y vivir el misterio de la Redención y aprovechar en su infinita utilidad la
mediación de Jesucristo.
II
Después
viene otra “etapa”: ¡Hacia el Padre!
Porque ocurre que Jesús,
el aliado íntimo a quien le habremos perdido la vergüenza, nos habla al fin “abiertamente
del Padre” (Juan XVI, 25), y nos revela al oído el gran secreto, por el
cual nos enteramos de que el Soberano Señor y Rey nos ama tan paternalmente
(Juan XVI, 27); que todas esas blanduras de Jesús, esas tolerancias y perdones
suyos, que vencieron nuestras timideces y nos hicieron tornarlo por
"cuña" ante el Rey... no eran sino características de ese mismo Rey,
cuyo Nombre es no sólo Dios y padre de Jesús, sino también Padre nuestro (Juan XX, 17), “Padre de las misericordias y Dios de
toda consolación” (II Cor. I, 3).
Descubrirnos
entonces que Jesús no es sino el espejo
que nos refleja el amor y la misericordia del Padre, que son sus perfecciones
supremas; es el espejo-Hombre, hecho para traducirnos a lo humano y hacer inteligibles
las maravillas del misterio de Dios (Heb. I, 5), que son maravillas de amor y
de misericordia (Ef. II, 4 s.). Entonces comprendernos que el Padre está en
Jesús (o mejor dicho: es en Jesús) y Jesús en el Padre (Juan XIV, 10 s.), y
que, siendo dos Personas, son un solo y mismo Dios en la Unidad amorosa del
Espíritu Santo, que es la Persona del Amor que los une (Juan XVII, 21).
Entonces
caemos en la cuenta de que toda la vida humana de Jesús no fué sino un acto prodigioso y sublime de amor hacia su
Padre; y que lo único que Jesús quiere es llevarnos a ese amor (Juan XIV,
31). Entonces apreciamos, en cuanto nos es posible, con las luces del Espíritu
Santo, o sea con el mismo Espíritu de Jesús (Gál. IV, 6), la suprema revelación
que El nos hace: que el Padre nos ama la mismo que Jesús (Juan XIX, 25), y que
ese amor del Padre por nosotros es tal, y tan sin medida, que fué El mismo
quien nos mandó a ese Hijo-Hombre para que nos sirviera de aliado, de mediador,
de escala para llegar al Padre (Juan V, 16). Y si consideramos que este Padre
nos reveló que en ese Hijo tiene puesto todo su Corazón (Mat. XVII, 5),
entenderemos algo mejor que la inmensidad, la generosidad de este Don, es
decir, de esta prueba de amor del Padre, en la cual se contiene todo el
misterio infinito de la infinita caridad di-vina: “Mirad qué amor nos ha tenido
el Padre, que quiso fuésemos sus hijos... Y nos ha dado al Hijo para que fuese
nuestra vida” (I Juan III, 1; IV, 9), es decir, el mediador, el perdonador, el
pagador... ¡porque esa vida que El nos da llevándonos al Padre le costó a Él la
vida! (Rom. V, 10).
¿Y
cómo fué Jesús capaz de dar la vida por nosotros? Simplemente por imitar al Padre
que fué capaz de darnos ese Hijo que era toda su vida. Jesús hizo exactamente lo que su Padre
le dijo (Juan IV, 34; VI, 38; VIII, 29; IX,
4; XII, 49; XVII, 4), o sea lo que el Padre habría hecho en su lugar: de
tal palo, tal astilla, diríamos en lenguaje humano, con el agregado de que la divina
Persona del Verbo no era sólo una astilla, pues recibe del Padre toda la
plenitud de la Divinidad (Juan III, 34;
V, 18 y 26; VI, 58).
Entonces, pues, sin que dejáramos de contar siempre
con la mediación de Jesús, empezarnos a vivir la vida de unión con el Padre, por Jesús, en Jesús y con Jesús. La
vida de ofrenda, en que constantemente presentamos al Padre los méritos y los encantos
de ese Hijo que El nos dió, pues sabemos ya para siempre que no hay, ni puede
haber obsequio que le dé tanta gloria como éste: una gloria infinita.
III
Apenas
necesitamos agregar que, amando así al Padre, nuestra vida se hará semejante a
la de Jesús, pues que todas las virtudes de El procedían de su amor al Padre. Por
El amó a los hombres y especialmente a los pecadores: porque sabía que el Padre
los amaba (Juan X, 17).
Por eso nos dice San
Pablo que Cristo es el autor y consumador de nuestra fe (Hebr.
XII, 2), porque Él es quien nos lleva al Padre (Juan XIV, 6). De ahí que si miramos solamente a Cristo como Dios y como único fin,
suprimiendo al Padre, olvidamos el Misterio de la Trinidad, como si hubiera una
sola Persona divina y como si Cristo
hubiera venido en su propio Nombre, cuando El no se cansó de repetir lo contrario
(Juan V, 30, 36, 43; VII, 29; VIII, 28).
Y olvidamos también el misterio de la Redención atribuyendo a Cristo el papel del Padre y suprimiendo
su Humanidad santísima, su Mediación y los méritos de su Oblación ante el Padre
en favor nuestro.
Incurriríamos así en el mismo error de los quietistas,
que predicaban la pura contemplación del Padre con prescindencia del Verbo
encarnado, que es quien nos ganó el Espíritu Santificador, y sin el cual no
podemos llegar al Padre
La
perfecta gloria de Dios en sus Tres divinas Personas consiste especialmente en
atribuir a cada una de Ellas el papel que tienen y que nos ha sido revelado, en
forma de plegaria, por S. Pablo: “La gracia del Señor Jesucristo, la caridad de
Dios y la comunicación del Espíritu Santo” sean con todos vosotros. Amén"
(l Cor. XIII, 13).