jueves, 17 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Primera Parte, Cap. III (II de II)

Relaciones de la Iglesia con la saciedad humana.

Acá abajo se encuentra la Iglesia con la humanidad de Adán.
¿Cuál es esta humanidad en el tiempo presente? ¿Y en qué estado nos aparece?
La hemos visto creada en un principio en un estado de santidad sobrenatural y de inmortalidad; debía partir de Adán guardando su unidad bajo este padre universal que no debía morir en modo alguno; y en esta unidad se habrían formado, como otras  tantas ramas, los pueblos y las familias, bajo los patriarcas, hijos de Adán.
Esta humanidad decayó de tal estado por el pecado de Adán: desde entonces no está ya revestida de santidad y de gracia.
Gimiendo bajo el pecado y la muerte se conserva, sin embargo, por algún tiempo. Las palabras «sed fecundos, multiplicaos» (Gén. I, 28) no han sido revocadas en modo alguno y en virtud de estas palabras las multitudes humanas, dadas a Adán antes de su caída, nacerán de él en el transcurso de las edades, aunque ya no santas y justas con la justicia sobrenatural, ni dotadas de inmortalidad, sino, como él, contaminadas y abocadas a la muerte.
No obstante, en esta muerte misma ocultó Dios el remedio: prometió un Redentor que en su persona elevaría el castigo de la muerte a la dignidad y al mérito de la reparación y que, tomando a todos los hombres muertos en Adán, los haría nacer de nuevo en sí por la resurrección, de tal forma que, habiendo pecado todos y habiendo muerto de resultas del pecado en Adán, fueran todos justificados y resucitados como efecto de la justificación en Jesucristo (cf. I Cor. XV, 21-22).
La humanidad se ha conservado, por tanto, con este designio: vive por algún tiempo únicamente para Cristo y para la Iglesia, en quienes renace para la eternidad. Así la vieja humanidad no tiene ya más que una existencia caduca y temporal en sí misma; poco a poco será transformada de Adán en Cristo, y transferida de su antiguo orden a la Iglesia.
Es ciertamente aquella humanidad constituida antes de la caída por las palabras «sed fecundos, multiplicaos», y creada, por así decir, anticipadamente, cuando en aquella naturaleza todo era todavía justo y puro. Dios no habría dicho tal palabra a Adán pecador: no le conviene crear al hombre en tal estado; y si la palabra que lo hizo nacer no ha sido revocada a pesar del pecado, sin embargo, el pecado la infecta contra el primer designio que dicha palabra llevaba encerrado en sí misma. Dios, que no creó a Adán pecador, le conservó la vida en su pecado para conducirlo a la salvación; y este mismo Dios que llamó a la existencia a las generaciones humanas antes del pecado, que las afecta a todas, las dejó crecer y multiplicarse en ese miserable estado con el mismo designio de misericordia para conducirlas a la gracia de Jesucristo[1].

Ahora bien, ¿cuál es la constitución de la humanidad así conservada en la tierra?
La muerte hirió a Adán, cabeza universal, y deshizo el haz. Las ramas de los pueblos, que en definitiva representan a las grandes familias nacidas de un antepasado común, según el significado del nombre de nación, es decir, multitud de una misma raza, sufrieron las mismas mermas y ya no tienen a su cabeza al antepasado secular del que habían salido. Es verdad que en los primeros tiempos la longevidad de los patriarcas mantuvo por algunos siglos bajo su monarquía a las multitudes que formaban su posteridad. Pero, poco a poco, la vida humana se fue acortando; las familias particulares, demasiado débiles para sostenerse en el aislamiento a la muerte del antepasado común, como ya sólo comprendían un número muy reducido de miembros, sintieron la necesidad de seguir unidas; y como todos los hijos, continuando en común la persona del padre en su posteridad, recogían su herencia, a todos perteneció la herencia de la soberanía; el cetro, caído del trono patriarcal, perteneció a la nación; y por encima de la familia se formó el vínculo del Estado, que poco a poco cobró toda su fuerza y su estabilidad, a medida que las condiciones de vida del género humano vinieron a ser lo que han sido desde el diluvio y serán ya hasta el fin.
Consiguientemente la humanidad, tal como procede de Adán, se nos manifiesta en el Estado, en la familia y en el individuo.
El Estado es la unidad superior de la jerarquía humana, no ya en su integridad y abarcando en un solo haz a todos los hombres, sino fraccionada en tantos restos cuantos son los pueblos, en tantas soberanías cuantas son los príncipes, y expuesta incesantemente a nuevos fraccionamientos y nuevas destrucciones por las violencias de las guerras o de las revoluciones internas. Los imperios, que son esos restos de la unidad humana, nacen y mueren, y las naciones se confunden para formar nuevas agrupaciones; y en cuanto a la forma misma del gobierno, aun cuando en los orígenes se mantuvo una imitación del poder paterno, debido a la bendición de los primogénitos y a las dinastías sagradas, como en el fondo la soberanía radical reside en la multitud desde que descendió al sepulcro la autoridad patriarcal, nada hay más inconstante, variable y múltiple.
Debajo del Estado aparece la familia, constituida por el vínculo sagrado del matrimonio y por la autoridad paterna, pero ahora ya destinada a disolverse un día, ya que la muerte romperá este vínculo y derribará esta autoridad. Finalmente nos encontramos con el individuo mismo, que nace de la familia y en el Estado, pero tiene una vida corta y frágil que vendrá a quebrar la muerte.
Así, a todos los niveles, la humanidad nacida de Adán muestra los estragos de la muerte. La muerte fraccionó la soberanía y la jerarquía superior que es el Estado, alcanza a la familia y no perdona al individuo.
Pero ya hemos dicho que esta humanidad, en estas condiciones miserables y precarias, no tiene ya su razón de ser sino en la Iglesia y no es conservada sino para la Iglesia. La Iglesia protege a la familia; la familia abriga la cuna del hombre, y el hombre no nace sino para ser regenerado en la Iglesia[2].
Así la sociedad humana se halla constituida con respecto a la Iglesia en condiciones de dependencia y de reconocimiento. El individúo es salvado por ella; la familia debe servirla y secundarla en la educación del hombre y en la comunidad del hogar doméstico; el Estado debe servirla conservando para la justicia el orden de las familias y de los individuos y secundando en su medida el reinado de la verdad y de la santidad, la libertad de la acción de Jesucristo, la libertad de expansión y la vida de su cuerpo místico que es esta misma Iglesia[3].
Esta dependencia es ahora ya el privilegio más glorioso de la humanidad y su única consolación en su gran desastre. Desde el pecado no existe ya sino en el designo de la regeneración. Adán aporta a Jesús en la especie humana la materia de su cuerpo místico: la Iglesia recoge esta materia y, poco a poco, la transfigura y se la asimila (II Cor. V, 17); y cuando se haya acabado esta obra cesará todo el orden del antiguo hombre, que será completamente absorbido en el nuevo (cf. Is. LXV, 17; LXVI, 22; II Ped. III, 13; Apoc. XXI, 1); no habrá ya lugar para el Estado y para la familia, ya no conoceremos a nadie según la carne es decir según su primera nacimiento, y al fin será destruída la muerte con la antigua humanidad en que dominaba (cf. I Cor. XV, 26).
Entre tanto, y ya acá abajo, la Iglesia, que recibe el servicio de la antigua humanidad, la consagra y la santifica en este designio, y hace que sobre este mismo orden de cosas, que ha de desaparecer un día, se derramen las bendiciones que vienen de Cristo.
De esta manera santifica la autoridad del Estado; consagra a los reyes y dirige hacia los fines eternos la autoridad que ejercen en el tiempo. Así derrama como un rayo de los esplendores de Jesucristo sobre el viejo Adán, sobre la sociedad que viene de él, y sobre el poder soberano que lo representa.
La familia, a su vez, recibe también su consagración y el matrimonio que la constituye es elevado a la dignidad de sacramento en Cristo y en la Iglesia. De esta forma, todo el gobierno de la familia, constituido en el tiempo según estas palabras: «En la resurrección no se toma marido ni mujer» (Mt XXII, 30), mira a la eternidad; y consiguientemente el hombre, que nace de la familia así santificada, aun cuando al nacer aporta el estado de pecado, es llamado santo por el apóstol san Pablo (I Cor. VII, 14), porque la santidad de la familia lo destina y lo prepara a la redención.
Tales son, pues, las relaciones que ligan con la Iglesia la descendencia de Adán, es decir, al Estado, la familia y el individuo. Se reducen a estos dos puntos principales: la Iglesia santifica a la familia y al Estado; el Estado y la familia prestan a la Iglesia los servicios que les son propios y que son su fin supremo en los designios de Dios. Estos dos órdenes coexisten aquí sin confundirse: la Iglesia no es el Estado; el príncipe no es el sacerdote; y la subordinación que nos muestra la teología en cuanto al lugar que ocupan en el plan divino una y otra sociedad, no es una confusión. Una y otra soberanía vienen de Dios la una en Adán, la otra en Jesucristo.


Consumación en la unidad.

Así hemos considerado, por una parte, los vínculos que unen el mundo angélico con la Iglesia y, por otra, los que ligan con ella la humanidad de Adán y todo lo que depende y procede de él.
Pero entre estos dos órdenes de relaciones hay una gran diferencia: las primeras van desarrollándose sin cesar para resplandecer al fin en la eternidad, mientras que las secundas están llamadas a acabar con el tiempo.
El hombre viejo será absorbido y destruido, poco a poco, en todos, «a fin, dice san Pablo, de que lo que es mortal sea absorbido por la vida» (II Cor. V, 4). Cristo y su cuerpo místico devora, por así decirlo, esta mortalidad; toma los elementos flacos, se nutre de ellos y se los asimila por así decirlo, y forma con ellos sus miembros en una vida nueva e inmortal que les comunica.
Pero, ya consideremos al ángel, ya nos fijemos en el hombre, la Iglesia nos aparece como la consumación final a la que todo debe tender y en la que todo debe rematar. Y así se confirma lo que hemos dicho al comienzo de estas reflexiones, que siendo la Iglesia una misma cosa con Cristo, a saber, su cuerpo y su  plenitud, es también con Cristo el comienzo y el fin, el alfa y la omega, la visión primordial y última de Dios en todas sus obras, y la unidad que las reúne y las hace a todas infinitamente dignas de sus complacencias.



[1] Misal romano, bendición nupcial durante la misa: “... Dios, que a esta unión establecida desde los orígenes das la sola bendición que  no fue abolida por el castigo del pecado, ni por la condenación del diluvio.»

[2] Misal romano, pregón pascual: “¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?»

[3] Pontifical romano, l. 6: bendición y coronación de un rey: «Debéis conservar intacta hasta el fin la religión cristiana y la fe católica que profesáis desde la cuna, debéis también defenderlas con todas vuestras fuerzas contra todos sus adversarios... No pisotearéis la libertad de la Iglesia» (monición del metropolitano). «Prometo además delante de Dios y de los ángeles hacer y conservar la ley, la justicia y la paz a la Iglesia de Dios y al pueblo que me está sometido, en la medida de mis alcances y de mis posibilidades, habida cuenta del conveniente respeto debido a la misericordia de Dios, como del mejor consejo de mis fieles que pueda halla...» (profesión del rey).