Relaciones
de la Iglesia con la saciedad humana.
Acá abajo se encuentra la Iglesia con la humanidad de Adán.
¿Cuál es esta humanidad en el tiempo presente? ¿Y en
qué estado nos aparece?
La hemos visto creada en un principio en un estado de
santidad sobrenatural y de inmortalidad; debía partir de Adán guardando su unidad bajo este padre universal que no debía
morir en modo alguno; y en esta unidad se habrían formado, como otras tantas ramas, los pueblos y las familias,
bajo los patriarcas, hijos de Adán.
Esta humanidad decayó de tal estado por el pecado de Adán: desde entonces no está ya
revestida de santidad y de gracia.
Gimiendo bajo el pecado y la muerte se conserva, sin
embargo, por algún tiempo. Las palabras «sed fecundos, multiplicaos» (Gén. I, 28) no han sido revocadas en modo
alguno y en virtud de estas palabras las multitudes humanas, dadas a Adán antes de su caída, nacerán de él
en el transcurso de las edades, aunque ya no santas y justas con la justicia
sobrenatural, ni dotadas de inmortalidad, sino, como él, contaminadas y
abocadas a la muerte.
No
obstante, en esta muerte misma ocultó Dios el remedio: prometió un Redentor que
en su persona elevaría el castigo de la muerte a la dignidad y al mérito de la
reparación y que, tomando a todos los hombres muertos en Adán, los haría nacer
de nuevo en sí por la resurrección, de tal forma que, habiendo pecado todos y
habiendo muerto de resultas del pecado en Adán, fueran todos justificados y
resucitados como efecto de la justificación en Jesucristo (cf. I Cor. XV, 21-22).
La
humanidad se ha conservado, por tanto, con este designio: vive por algún tiempo
únicamente para Cristo y para la Iglesia, en quienes renace para la eternidad.
Así la vieja humanidad no tiene ya más que una existencia caduca y temporal en
sí misma; poco a poco será transformada de Adán en Cristo, y transferida de su
antiguo orden a la Iglesia.
Es
ciertamente aquella humanidad constituida antes de la caída por las palabras
«sed fecundos, multiplicaos», y creada, por así decir, anticipadamente, cuando
en aquella naturaleza todo era todavía justo y puro. Dios no habría dicho tal palabra
a Adán pecador: no le conviene crear al hombre en tal estado; y si la palabra
que lo hizo nacer no ha sido revocada a pesar del pecado, sin embargo, el
pecado la infecta contra el primer designio que dicha palabra llevaba encerrado
en sí misma. Dios, que no creó a Adán pecador, le conservó la vida en su pecado
para conducirlo a la salvación; y este mismo Dios que llamó a la existencia a
las generaciones humanas antes del pecado, que las afecta a todas, las dejó
crecer y multiplicarse en ese miserable estado con el mismo designio de misericordia
para conducirlas a la gracia de Jesucristo[1].
Ahora bien, ¿cuál es la constitución de la humanidad
así conservada en la tierra?
La
muerte hirió a Adán, cabeza universal, y deshizo el haz. Las ramas de los
pueblos, que en definitiva representan a las grandes familias nacidas de un
antepasado común, según el significado del nombre de nación, es decir, multitud de una misma raza, sufrieron las mismas
mermas y ya no tienen a su cabeza al antepasado secular del que habían salido.
Es verdad que en los primeros tiempos la longevidad de los patriarcas mantuvo
por algunos siglos bajo su monarquía a las multitudes que formaban su
posteridad. Pero, poco a poco, la vida humana se fue acortando; las familias
particulares, demasiado débiles para sostenerse en el aislamiento a la muerte del
antepasado común, como ya sólo comprendían un número muy reducido de miembros,
sintieron la necesidad de seguir unidas; y como todos los hijos, continuando en
común la persona del padre en su posteridad, recogían su herencia, a todos
perteneció la herencia de la soberanía; el cetro, caído del trono patriarcal,
perteneció a la nación; y por encima de la familia se formó el vínculo del
Estado, que poco a poco cobró toda su fuerza y su estabilidad, a medida que las
condiciones de vida del género humano vinieron a ser lo que han sido desde el
diluvio y serán ya hasta el fin.
Consiguientemente la humanidad, tal como procede de Adán, se nos manifiesta en el Estado,
en la familia y en el individuo.
El Estado es
la unidad superior de la jerarquía humana, no ya en su integridad y abarcando
en un solo haz a todos los hombres, sino fraccionada en tantos restos cuantos
son los pueblos, en tantas soberanías cuantas son los príncipes, y expuesta incesantemente
a nuevos fraccionamientos y nuevas destrucciones por las violencias de las
guerras o de las revoluciones internas. Los imperios, que son esos restos de la
unidad humana, nacen y mueren, y las naciones se confunden para formar nuevas
agrupaciones; y en cuanto a la forma misma del gobierno, aun cuando en los
orígenes se mantuvo una imitación del poder paterno, debido a la bendición de los
primogénitos y a las dinastías sagradas, como en el fondo la soberanía radical
reside en la multitud desde que descendió al sepulcro la autoridad patriarcal,
nada hay más inconstante, variable y múltiple.
Debajo del Estado aparece la familia, constituida por el vínculo sagrado del matrimonio y por la
autoridad paterna, pero ahora ya destinada a disolverse un día, ya que la
muerte romperá este vínculo y derribará esta autoridad. Finalmente nos encontramos
con el individuo mismo, que nace de
la familia y en el Estado, pero tiene una vida corta y frágil que vendrá a quebrar
la muerte.
Así, a todos los niveles, la humanidad nacida de Adán muestra los estragos de la muerte.
La muerte fraccionó la soberanía y la jerarquía superior que es el Estado, alcanza
a la familia y no perdona al individuo.
Pero
ya hemos dicho que esta humanidad, en estas condiciones miserables y precarias,
no tiene ya su razón de ser sino en la Iglesia y no es conservada sino para la
Iglesia. La Iglesia protege a la familia; la familia abriga la cuna del hombre,
y el hombre no nace sino para ser regenerado en la Iglesia[2].
Así
la sociedad humana se halla constituida con respecto a la Iglesia en condiciones
de dependencia y de reconocimiento. El individúo es salvado por ella; la
familia debe servirla y secundarla en la educación del hombre y en la comunidad
del hogar doméstico; el Estado debe servirla conservando para la justicia el
orden de las familias y de los individuos y secundando en su medida el reinado
de la verdad y de la santidad, la libertad de la acción de Jesucristo, la
libertad de expansión y la vida de su cuerpo místico que es esta misma Iglesia[3].
Esta
dependencia es ahora ya el privilegio más glorioso de la humanidad y su única
consolación en su gran desastre. Desde el pecado no existe ya sino en el
designo de la regeneración. Adán aporta a Jesús en la especie humana la materia
de su cuerpo místico: la Iglesia recoge esta materia y, poco a poco, la
transfigura y se la asimila (II Cor. V, 17); y cuando se haya acabado esta obra
cesará todo el orden del antiguo hombre, que será completamente absorbido en el
nuevo (cf. Is. LXV, 17; LXVI, 22; II Ped. III, 13; Apoc. XXI, 1); no habrá ya
lugar para el Estado y para la familia, ya no conoceremos a nadie según la
carne es decir según su primera nacimiento, y al fin será destruída la muerte
con la antigua humanidad en que dominaba (cf. I Cor. XV, 26).
Entre tanto, y ya acá abajo, la Iglesia, que recibe el
servicio de la antigua humanidad, la consagra y la santifica en este designio,
y hace que sobre este mismo orden de cosas, que ha de desaparecer un día, se
derramen las bendiciones que vienen de Cristo.
De esta manera santifica la autoridad del Estado;
consagra a los reyes y dirige hacia los fines eternos la autoridad que ejercen
en el tiempo. Así derrama como un rayo de los esplendores de Jesucristo sobre el viejo Adán, sobre la sociedad que viene de
él, y sobre el poder soberano que lo representa.
La familia, a su vez, recibe también su consagración y
el matrimonio que la constituye es elevado a la dignidad de sacramento en
Cristo y en la Iglesia. De esta forma, todo el gobierno de la familia,
constituido en el tiempo según estas palabras: «En la resurrección no se toma
marido ni mujer» (Mt XXII, 30), mira
a la eternidad; y consiguientemente el hombre, que nace de la familia así santificada,
aun cuando al nacer aporta el estado de pecado, es llamado santo por el apóstol
san Pablo (I Cor. VII, 14), porque la santidad de la familia lo destina y lo
prepara a la redención.
Tales son, pues, las relaciones que ligan con la
Iglesia la descendencia de Adán, es
decir, al Estado, la familia y el individuo. Se reducen a estos dos puntos
principales: la Iglesia santifica a la familia y al Estado; el Estado y la familia
prestan a la Iglesia los servicios que les son propios y que son su fin supremo
en los designios de Dios. Estos dos órdenes coexisten aquí sin confundirse: la
Iglesia no es el Estado; el príncipe no es el sacerdote; y la subordinación que
nos muestra la teología en cuanto al lugar que ocupan en el plan divino una y
otra sociedad, no es una confusión. Una y otra soberanía vienen de Dios la una
en Adán, la otra en Jesucristo.
Consumación
en la unidad.
Así hemos considerado, por una parte, los vínculos que
unen el mundo angélico con la Iglesia y, por otra, los que ligan con ella la
humanidad de Adán y todo lo que depende
y procede de él.
Pero entre estos dos órdenes de relaciones hay una
gran diferencia: las primeras van desarrollándose sin cesar para resplandecer
al fin en la eternidad, mientras que las secundas están llamadas a acabar con
el tiempo.
El hombre viejo será absorbido y destruido, poco a
poco, en todos, «a fin, dice san Pablo, de que lo que es mortal sea absorbido
por la vida» (II Cor. V, 4). Cristo y su cuerpo místico devora, por así
decirlo, esta mortalidad; toma los elementos flacos, se nutre de ellos y se los
asimila por así decirlo, y forma con ellos sus miembros en una vida nueva e
inmortal que les comunica.
Pero, ya consideremos al ángel, ya nos fijemos en el
hombre, la Iglesia nos aparece como la consumación final a la que todo debe
tender y en la que todo debe rematar. Y así se confirma lo que hemos dicho al
comienzo de estas reflexiones, que siendo la Iglesia una misma cosa con Cristo, a saber, su cuerpo y su plenitud, es también con Cristo el comienzo y el fin, el alfa y la omega, la visión primordial
y última de Dios en todas sus obras, y la unidad que las reúne y las hace a
todas infinitamente dignas de sus complacencias.
[1] Misal
romano, bendición nupcial durante la
misa: “... Dios, que a esta unión establecida
desde los orígenes das la sola bendición que
no fue abolida por el castigo del pecado, ni por la condenación del
diluvio.»
[3] Pontifical
romano, l. 6: bendición y coronación de un rey: «Debéis conservar intacta hasta el fin la religión cristiana y la fe
católica que profesáis desde la cuna, debéis también defenderlas con todas
vuestras fuerzas contra todos sus adversarios... No pisotearéis la libertad de
la Iglesia» (monición del metropolitano). «Prometo además delante de Dios y de los ángeles hacer y conservar la
ley, la justicia y la paz a la Iglesia de Dios y al pueblo que me está sometido,
en la medida de mis alcances y de mis posibilidades, habida cuenta del
conveniente respeto debido a la misericordia de Dios, como del mejor consejo de
mis fieles que pueda halla...» (profesión del rey).