sábado, 5 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Primera Parte, Cap. I (II de II)

Tercera «salida» de Dios.

Pero este hombre, al que Dios creó en tan alta dignidad y que encierra en sí a todo el género humano, cae a su vez en el pecado.
Dios sale por tercera vez de Sí mismo con  el misterio de la encarnación. Tal será el coronamiento y el fin de todas sus obras.
La encarnación es por parte de Dios lo más grande que puede hacer Dios mismo para mostrarse en el tiempo: es su más perfecta manifestación. Hasta ahora sus obras hablaban  de Él, ahora aparece Él mismo.
Con esto da a su obra su última mano, su remate: después que, con la creación del hombre, hubo colmado, por así decirlo, el espacio incomprensible que separa la materia del espíritu, con su encarnación colma el abismo infinito que separa a Dios de la criatura[1].
Después de haber reunido toda su obra en el hombre, toma a éste todo entero, cuerpo  y espíritu, y lo une personalmente a su divinidad. Así por el hecho mismo, recibe el pecado su reparación y su remedio, pero también la obra de Dios recibe su coronamiento supremo.
En efecto, ésta es sin duda la suprema manifestación de Dios. Y para entender esto bien hemos de considerar que en sus obras manifiesta Dios sus atributos y que en esta manifestación hay como un progreso y una jerarquía, un orden establecido y seguido.

Lo primero que aparece en las obras de Dios es su poder (cfr. Rom I, 20): Esto llama la atención hasta de los hombres más toscos, los pueblos más bárbaros reconocen este poder y lo temen, y un impío, refiriéndose a este sentimiento, dijo que el temor había hecho nacer a los dioses[2].
Pero este poder de Dios se muestra limitado en sus efectos: Dios no hace todo lo que puede hacer, y en cierto modo puede decirse que somete su poder a los decretos de su sabiduría, que lo circunscriben en número, en peso y en medida (Cfr. Sab. XI, 21).
Ahora bien, la bondad aparece en toda la creación de Dios[3], dar el ser es dar lo que es bueno; el ser es esencialmente bueno, y cuando Dios lo comunica es porque la bondad es de suyo difusiva y se derrama. Pero esta bondad no se agotó por haber sacado de la nada la obra de Dios: retirarla del pecado es hacer todavía más[4]; para ello hace falta mayor esfuerzo, y en ello aparece más grande la bondad.
Dos veces intervino el pecado en la obra de Dios, que lo previó, que lo permitió y que de él se sirve para la manifestación y la glorificación de su bondad: fue el pecado del ángel y el pecado del hombre. Ahora bien, Dios no permite el mal sino para sacar de él mayor bien[5].
Sin embargo, después de la prueba del ángel, la bondad de Dios no se muestra todavía sino en el grado de la justicia; la justicia es la bondad, pero la bondad limitada y conmensurada según las proporciones y las disposiciones de los seres[6]: los ángeles fieles son recompensados, los prevaricadores son castigados y, a la vez, conservados por esta misma justicia.
Pero una vez hubo pecado el hombre, hubo un pecador capaz de penitencia y de misericordia[7] y Dios pudo entonces manifestar su secreto hasta entonces oculto (cf. Ef. III, 9) y lo que hay de más profundo, lo que hay de infinito en su bondad, es decir, la misericordia.
La misericordia toca verdaderamente con lo infinito, puesto que, por un lado, alcanza al pecado, que es un mal infinito[8], para destruirlo, y, por otro lado, no se circunscribe a las proporciones estrechas de lo que es debido a los seres en virtud de algún mérito pre-existente en ellos, visto y pesado exactamente por la justicia, sino que, como dice santo Tomás, excede toda proporción de la criatura[9].
Así esta bondad de Dios, contenida hasta entonces en los límites más estrechos de la justicia, se desborda al hallar finalmente su objeto en un pecador capaz de perdón (cf. Ecl. XVIII, 11). El último secreto de Dios fue revelado al exterior; y como la bondad que brilla en la misericordia es lo supremo en los atributos de Dios en cuanto Él se manifiesta en sus obras (Sal CXLV, 9), Dios reservó para la misericordia la suprema manifestación de Sí mismo, que es la encarnación.
Esta obra maestra divina es, por tanto, al mismo tiempo, la más grande de todas sus obras, por la  dignidad de la unión hipostática (cf. Ef. XVIII-20), y la más profunda manifestación de sus atributos, por la declaración de su misericordia, que es el último secreto de la bondad.
El misterio de Cristo, por ser la obra suprema de Dios y de una dignidad infinita[10] por ser manifestación suprema de Dios en la revelación de la misericordia, que es a su vez, infinita, en estos dos sentidos corona y remata todos los designios divinos[11]. Es asimismo la primera intención de Dios en sus obras, el primer decreto del que dependen todos los demás, el principio de todas las obras, y el tipo primero al que éstas se refieren.
Ahora bien, estos dos aspectos están indisolublemente unidos; era preciso que se hallaran ligados los progresos del plan divino, previstos y predestinados desde el origen: el progreso de las obras cada vez mayores y más perfectas, que tuviera como remate la en-carnación, y el progreso de las manifestaciones cada vez más profundas de los atributos divinos, que tuviera como remate la misericordia, debían marchar a una, servirse mutuamente de razón de ser y recibir el mismo coronamiento[12].
Por esto precisamente, el misterio de Dios encarnado no fue sacado de las entrañas del poder o de la sabiduría, sino de las  entrañas de la misericordia: «Por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, por las que vendrá a vernos la aurora de lo alto»  (Lc I, 78).
A la misericordia correspondía atraer a Dios hasta hacerlo descender a la criatura, no solamente por la operación, sino por la presencia personal. La nada oyó la llamada de Dios en la creación y su palabra resonó hasta ella. Pero el pecado hizo que Dios mismo viniera en auxilio del pecador, y así la misericordia determinó la encarnación y se reveló en la encarnación.
Así en esta nueva obra en que Dios revela lo que hay de más profundo en Él y descubre los abismos de su ternura y de su bondad, Dios mismo se siente como transportado de amor y lo hace todo con exceso. Ya no observa el peso, el número y la medida de la sabiduría, sino que llévalo todo al extremo prodigioso de sus excesos.
Dado que este misterio es una obra absoluta e infinitamente perfecta es necesariamente único en sí mismo. Dios no se repite jamás ni siquiera en sus obras inferiores, porque las ordena todas y nunca hace dos en el mismo grado. Pero todavía es más inconcebible que sea múltiple lo que es perfecto e infinito en dignidad: Dios no puede, por tanto encarnarse o inmolarse sino una vez, y «con una sola oblación, consuma toda la eternidad toda santificación» (cf. Heb. X, 14), así como el misterio de Dios.
Y, sin embargo, en las profundidades de sus secretos halla el arte de multiplicar lo que es uno, de propagar, a través de los siglos y del mundo, la encarnación, el sacrificio, la redención, de prodigarlos y de lanzarlos sin medida por todos los caminos de la humanidad, de llevarlos todos los días y a todas horas hasta el corazón de todos los hombres.
Así la encarnación y la redención se derraman por los canales de los sacramentos, por la eucaristía, por el bautismo y por la penitencia; y este Dios encarnado, Cristo Jesús, se propaga y vive en todos los que no rechazan el don celestial, se extiende y se multiplica sin dividirse, siempre uno y reuniendo en Él siempre a los múltiples[13].
Ahora bien, esta divina propagación de Cristo es la que lo desarrolla y le da este cumplimiento y «plenitud» (Ef. I, 23) que es el misterio mismo de la Iglesia[14]. Y como había una jerarquía y un orden continuado de la humanidad que procedía de Adán y se propagaba fuera de él por la sucesión de las familias humanas, así hay una jerarquía de la Iglesia que procede de Cristo y que en esta propagación de Cristo se extiende y alcanza hasta extremos del género humano, que es su Cuerpo Místico, y de la nueva creación que depende de Él.



[1] San Agustín, Carta 137, al obispo Volusiano, 11; PL 33, 520: «Así como la unión del alma y del cuerpo en una sola persona constituye al hombre, así la unión de Dios y del hombre en una sola persona constituye a Cristo. En la persona humana hay unión y mezcla del cuerpo y del alma, en la persona divina hay mezcla y unión de Dios y del hombre».

[2] Estacio, Tebaida 3, 661.

[3] Pseudo Dionisio Areopagita (fin del siglo V), Los nombres divinos 5, 1; PG 3, 815.

[4] Misal romano, ordinario de la Misa: “Dios, que admirablemente creaste la dignidad de la naturaleza humana y todavía más admirablemente la restauraste…”. San León, Sermón 15, sobre la Pasión del Señor 1: PL 54, 356: “El segundo nacimiento de los hombres es más admirable que su primera creación; en efecto, la restauración de lo que había perecido, llevada a cabo por Dios en los últimos tiempos, es algo más grande que la creación de lo que no era hecho al principio”. Véase también en el Misal romano la oración que sigue a la primera lectura en la vigilia pascual.

[5] San Agustín, Enchiridion, 3, 11; PL 40, 236: «Dios todopoderoso... siendo sumamente bueno, no permitiría, en modo alguno, que existiera algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiese sacar bien del mismo mal».

[6] Pseudo Dionisio, loc. cit., 8, 7; PG 3, 895. Santo Tomás I, q. 21, a. I, ad 3: «Dios realiza la justicia cuando da a cada uno lo que le es debido según lo que comporta su naturaleza y su condición»; cf. loc. cit., p. 125-126.

[7] Santo Tomás enseña, con los teólogos en general, que el pecado del ángel es irremediable: III, q. 4, a. 1, ad 3: «Aunque la naturaleza angélica es culpable de pecado en algunos de sus representantes, sin embargo este pecado es irremisible”; Cfr. V. Héris, O.P., cf. Le Verbe Incarné t. 1, p. 169. La razón está en la naturaleza misma del ángel: I. q 64, a 2: «La causa de esta obstinación en los condenados hay que tomarla, no de la gravedad de su falta sino de la condición de su estado. El ángel aprehende inmutablemente el objeto con su inteligencia... La voluntad del ángel se adhiere a su objeto de manera fija e inmutable, por tanto si consideramos al ángel antes de su adhesión, puede fijarse libremente en tal objeto o en su contrario (excepto si se trata de objetos queridos naturalmente) pero después de la adhesión se fija inmutablemente en el objeto de su elección. De ahí viene que se suela decir... que el libre albedrío del ángel puede dirigirse a objetos opuestos antes de la elección, pero no después. Así pues, los ángeles buenos, adhiriéndose todos a la justicia son confirmados en el bien; los ángeles malos, al pecar se obstinan en el pecado»; cf.  Héris, Les anges, p. 358-360.

[8] Santo Tomás, III, q. 1, a. 2, ad 2: «El pecado cometido contra Dios comporta una cierta infinitud por razón de la infinita majestad a la que ofende», cf. Héris, Le Verbe incarné t. 1, p. 25.

[9] Santo Tomás I, q 21, a 4: «La obra de la justicia divina presupone siempre una obra de misericordia y se apoya en ella. Porque a la criatura no se le debe nada sino en razón de  alguna cosa que preexiste en ella o que se considera primeramente en ella... Cuando se trata de lo que es debido a alguna creatura Dios en su sobreabundante bondad, dispensa más bienes de lo que exige la proporción de la cosa, porque para conservar el orden de la justicia haría falta menos de lo que confiere la bondad divina, la cual rebasa toda la medida de lo creado», cf. Sertillanges, O.P., Dieu t. 3, p. 136-137.

[10] Santo Tomás I, q. 25, a. 6, ad 4: “La humanidad de Cristo, por estar unida a Dios, la bienaventuranza creada, por ser un goce de Dios y la bienaventurada Virgen en cuanto es Madre de Dios, tienen en cierto modo, una dignidad infinita, tomada del bien infinito que es Dios mismo, y bajo este respecto nada puede hacerse mejor que ellos, como nada puede ser mejor que Dios» cf., ibíd., p. 260.

[11] San Atanasio (285-373), Primer discurso contra los arrianos, 59; PG 26, 135: «El advenimiento del Verbo lleva a su perfección la obra del Padre”.

[12] La unión, inseparable, a nuestro parecer, de estos dos puntos de vista teológicos sobre la misión del Hijo de Dios es quizá la conciliación natural de los dos sistemas que dividen a la escuela tomista tocante al motivo de la encarnación, por lo menos en sus líneas generales.  Cf. Ch V. Héris, Le motif de l´Incarnation, Auxerre, 1939; Humbert Bouessé, O.P., Le Sauveur du monde, t. 1; La place du Christ dans le plan de Dieu, Chambéry-Leysse 1951.

[13] Pseudo Máximo de Turín, Sermón 38 (13 sobre San Mateo), 3; PL 17, 650.

[14] San Justino (muerto hacia 165), Diálogo con Trifón, 53, 5; PG 6, 622: “El Verbo de Dios habla como a su hija, la Iglesia que es constituída por razón de su nombre y participa de su  nombre». San Ireneo (muerto hacia 202), Contra los herejes, I. 3, c. 24, n° 1, PG 7, 966: «En efecto, la Iglesia vio confiársele este don de Dios la fe, así como (Dios confió) el hálito a la carne modelada, a fin de que todos los miembros recibieran la Vida; y en este (don) estaba contenida la intimidad de unión con Cristo (commutatio Christi)».