Tercera
«salida» de Dios.
Pero este hombre, al que Dios creó en tan alta dignidad
y que encierra en sí a todo el género humano, cae a su vez en el pecado.
Dios
sale por tercera vez de Sí mismo con el
misterio de la encarnación. Tal será el coronamiento y el fin de todas sus
obras.
La
encarnación es por parte de Dios lo más grande que puede hacer Dios mismo para
mostrarse en el tiempo: es su más perfecta manifestación. Hasta ahora sus obras
hablaban de Él, ahora aparece Él mismo.
Con esto da a su obra su última mano, su remate: después que, con la creación del hombre,
hubo colmado, por así decirlo, el espacio incomprensible que separa la materia
del espíritu, con su encarnación colma el abismo infinito que separa a Dios de
la criatura[1].
Después de haber reunido toda su obra en el hombre,
toma a éste todo entero, cuerpo y espíritu,
y lo une personalmente a su divinidad. Así por el hecho mismo, recibe el pecado
su reparación y su remedio, pero también la obra de Dios recibe su coronamiento
supremo.
En efecto, ésta es sin duda la suprema manifestación
de Dios. Y para entender esto bien hemos
de considerar que en sus obras manifiesta Dios sus atributos y que en esta
manifestación hay como un progreso y una jerarquía, un orden establecido y seguido.
Lo primero que aparece en las obras de Dios es su poder (cfr. Rom I, 20): Esto llama la
atención hasta de los hombres más toscos, los pueblos más bárbaros reconocen
este poder y lo temen, y un impío, refiriéndose a este sentimiento, dijo que el
temor había hecho nacer a los dioses[2].
Pero
este poder de Dios se muestra limitado en sus efectos: Dios no hace todo lo que
puede hacer, y en cierto modo puede decirse que somete su poder a los decretos
de su sabiduría, que lo circunscriben en número, en peso y en medida (Cfr. Sab.
XI, 21).
Ahora
bien, la bondad aparece en toda la creación de Dios[3], dar el ser es dar lo que es bueno; el ser es esencialmente bueno, y
cuando Dios lo comunica es porque la bondad es de suyo difusiva y se derrama.
Pero esta bondad no se agotó por haber sacado de la nada la obra de Dios:
retirarla del pecado es hacer todavía más[4]; para ello hace falta mayor esfuerzo, y en
ello aparece más grande la bondad.
Dos veces intervino el pecado en la obra de Dios, que
lo previó, que lo permitió y que de él se sirve para la manifestación y la glorificación
de su bondad: fue el pecado del ángel y el pecado del hombre. Ahora bien, Dios
no permite el mal sino para sacar de él mayor bien[5].
Sin
embargo, después de la prueba del ángel, la bondad de Dios no se muestra
todavía sino en el grado de la justicia; la justicia es la bondad, pero la
bondad limitada y conmensurada según las proporciones y las disposiciones de
los seres[6]: los ángeles fieles son recompensados, los prevaricadores son castigados
y, a la vez, conservados por esta misma justicia.
Pero
una vez hubo pecado el hombre, hubo un pecador capaz de penitencia y de
misericordia[7] y Dios pudo entonces manifestar su secreto hasta entonces oculto (cf.
Ef. III, 9) y lo que hay de más profundo, lo que hay de infinito en su bondad,
es decir, la misericordia.
La
misericordia toca verdaderamente con lo infinito, puesto que, por un lado,
alcanza al pecado, que es un mal infinito[8], para destruirlo, y, por otro lado, no se
circunscribe a las proporciones estrechas de lo que es debido a los seres en
virtud de algún mérito pre-existente en ellos, visto y pesado exactamente por
la justicia, sino que, como dice santo Tomás, excede toda proporción de la
criatura[9].
Así
esta bondad de Dios, contenida hasta entonces en los límites más estrechos de
la justicia, se desborda al hallar finalmente su objeto en un pecador capaz de
perdón (cf. Ecl. XVIII, 11). El último secreto de Dios fue revelado al
exterior; y como la bondad que brilla en la misericordia es lo supremo en los
atributos de Dios en cuanto Él se manifiesta en sus obras (Sal CXLV, 9), Dios
reservó para la misericordia la suprema manifestación de Sí mismo, que es la
encarnación.
Esta
obra maestra divina es, por tanto, al mismo tiempo, la más grande de todas sus
obras, por la dignidad de la unión
hipostática (cf. Ef. XVIII-20), y la más profunda manifestación de sus
atributos, por la declaración de su misericordia, que es el último secreto de
la bondad.
El
misterio de Cristo, por ser la obra suprema de Dios y de una dignidad infinita[10] por ser manifestación suprema de Dios en la revelación de la misericordia,
que es a su vez, infinita, en estos dos sentidos corona y remata todos los
designios divinos[11]. Es asimismo la primera intención de Dios en sus obras, el primer decreto
del que dependen todos los demás, el principio de todas las obras, y el tipo
primero al que éstas se refieren.
Ahora bien, estos dos aspectos están indisolublemente
unidos; era preciso que se hallaran ligados los progresos del plan divino,
previstos y predestinados desde el origen: el
progreso de las obras cada vez mayores y más perfectas, que tuviera como remate
la en-carnación, y el progreso de las manifestaciones cada vez más profundas de
los atributos divinos, que tuviera como remate la misericordia, debían marchar
a una, servirse mutuamente de razón de ser y recibir el mismo coronamiento[12].
Por esto precisamente, el misterio de Dios encarnado
no fue sacado de las entrañas del poder o de la sabiduría, sino de las entrañas de la misericordia: «Por las
entrañas misericordiosas de nuestro Dios, por las que vendrá a vernos la aurora
de lo alto» (Lc I, 78).
A la misericordia correspondía atraer a Dios hasta
hacerlo descender a la criatura, no solamente por la operación, sino por la
presencia personal. La nada oyó la llamada de Dios en la creación y su palabra
resonó hasta ella. Pero el pecado hizo que Dios mismo viniera en auxilio del
pecador, y así la misericordia determinó la encarnación y se reveló en la
encarnación.
Así
en esta nueva obra en que Dios revela lo que hay de más profundo en Él y
descubre los abismos de su ternura y de su bondad, Dios mismo se siente como
transportado de amor y lo hace todo con exceso. Ya no observa el peso, el
número y la medida de la sabiduría, sino que llévalo todo al extremo prodigioso
de sus excesos.
Dado
que este misterio es una obra absoluta e infinitamente perfecta es
necesariamente único en sí mismo. Dios no se repite jamás ni siquiera en sus
obras inferiores, porque las ordena todas y nunca hace dos en el mismo grado.
Pero todavía es más inconcebible que sea múltiple lo que es perfecto e infinito
en dignidad: Dios no puede, por tanto encarnarse o inmolarse sino una vez, y
«con una sola oblación, consuma toda la eternidad toda santificación» (cf. Heb.
X, 14), así como el misterio de Dios.
Y,
sin embargo, en las profundidades de sus secretos halla el arte de multiplicar
lo que es uno, de propagar, a través de los siglos y del mundo, la encarnación,
el sacrificio, la redención, de prodigarlos y de lanzarlos sin medida por todos
los caminos de la humanidad, de llevarlos todos los días y a todas horas hasta
el corazón de todos los hombres.
Así la encarnación y la redención se derraman por los
canales de los sacramentos, por la eucaristía, por el bautismo y por la penitencia;
y este Dios encarnado, Cristo Jesús,
se propaga y vive en todos los que no rechazan el don celestial, se extiende y
se multiplica sin dividirse, siempre uno y reuniendo en Él siempre a los
múltiples[13].
Ahora bien, esta divina propagación de Cristo es la que lo desarrolla y le da
este cumplimiento y «plenitud» (Ef. I,
23) que es el misterio mismo de la Iglesia[14].
Y como había una jerarquía y un orden continuado
de la humanidad que procedía de Adán y se propagaba fuera de él por la sucesión
de las familias humanas, así hay una jerarquía de la Iglesia que procede de
Cristo y que en esta propagación de Cristo se extiende y alcanza hasta extremos
del género humano, que es su Cuerpo Místico, y de la nueva creación que depende
de Él.
[1] San Agustín, Carta 137, al obispo Volusiano, 11; PL 33, 520: «Así como la unión
del alma y del cuerpo en una sola persona constituye al hombre, así la unión de
Dios y del hombre en una sola persona constituye a Cristo. En la persona humana hay unión y mezcla del cuerpo y del alma, en la
persona divina hay mezcla y unión de Dios y del hombre».
[7] Santo Tomás enseña, con los teólogos en
general, que el pecado del ángel es irremediable: III, q. 4, a. 1, ad 3:
«Aunque la naturaleza angélica es culpable de pecado en algunos de sus representantes,
sin embargo este pecado es irremisible”; Cfr. V. Héris, O.P., cf. Le Verbe Incarné
t. 1, p. 169. La razón está en la naturaleza misma del ángel: I. q 64, a 2: «La causa de esta obstinación en los
condenados hay que tomarla, no de la gravedad de su falta sino de la condición
de su estado. El ángel aprehende inmutablemente el objeto con su inteligencia...
La voluntad del ángel se adhiere a su objeto de manera fija e inmutable, por
tanto si consideramos al ángel antes de su adhesión, puede fijarse libremente
en tal objeto o en su contrario (excepto si se trata de objetos queridos
naturalmente) pero después de la adhesión se fija inmutablemente en el objeto
de su elección. De ahí viene que se suela decir... que el libre albedrío del
ángel puede dirigirse a objetos opuestos antes de la elección, pero no después.
Así pues, los ángeles buenos, adhiriéndose todos a la justicia son confirmados
en el bien; los ángeles malos, al pecar se obstinan en el pecado»; cf. Héris,
Les anges, p. 358-360.
[9] Santo Tomás I, q 21, a 4: «La obra de la justicia divina presupone
siempre una obra de misericordia y se apoya en ella. Porque a la criatura no se
le debe nada sino en razón de alguna
cosa que preexiste en ella o que se considera primeramente en ella... Cuando se
trata de lo que es debido a alguna creatura Dios en su sobreabundante bondad,
dispensa más bienes de lo que exige la proporción de la cosa, porque para
conservar el orden de la justicia haría falta menos de lo que confiere la
bondad divina, la cual rebasa toda la medida de lo creado», cf. Sertillanges, O.P., Dieu t. 3, p. 136-137.
[10] Santo Tomás I, q. 25, a. 6, ad 4: “La humanidad de Cristo, por estar unida a
Dios, la bienaventuranza creada, por ser un goce de Dios y la bienaventurada
Virgen en cuanto es Madre de Dios, tienen en cierto modo, una dignidad
infinita, tomada del bien infinito que es Dios mismo, y bajo este respecto nada
puede hacerse mejor que ellos, como nada puede ser mejor que Dios» cf., ibíd., p. 260.
[12] La unión,
inseparable, a nuestro parecer, de estos dos puntos de vista teológicos sobre
la misión del Hijo de Dios es quizá la conciliación natural de los dos sistemas
que dividen a la escuela tomista tocante al motivo de la encarnación, por lo
menos en sus líneas generales. Cf. Ch V. Héris, Le motif de l´Incarnation, Auxerre, 1939; Humbert Bouessé, O.P., Le
Sauveur du monde, t. 1; La place du
Christ dans le plan de Dieu, Chambéry-Leysse 1951.
[13] Pseudo Máximo de Turín, Sermón 38 (13 sobre San Mateo), 3; PL 17, 650.
[14] San Justino (muerto hacia 165), Diálogo con Trifón, 53, 5; PG 6, 622:
“El Verbo de Dios habla como a su hija, la Iglesia que es constituída por razón
de su nombre y participa de su nombre». San Ireneo (muerto hacia 202), Contra los herejes, I. 3, c. 24, n° 1,
PG 7, 966: «En efecto, la Iglesia vio confiársele este don de Dios la fe, así
como (Dios confió) el hálito a la carne modelada, a fin de que todos los
miembros recibieran la Vida; y en este (don) estaba contenida la intimidad de
unión con Cristo (commutatio Christi)».