JESUS, CENTRO DE LA BIBLIA
I
"Todo lo atraeré a Mí" (Juan XII,
52). Cuando Jesús dice esta Palabra no parece significar que después de su
muerte todos se convertirán a Él. Bien tristemente vemos que no fué así, ni lo
es hoy, ni lo será cuando Él venga (Mat. XIII, 30 y 41; XXIV, 24; Luc. XVIII,
8).
Al decir, pues, Jesús: “Cuando Yo haya sido levantado
en alto, todo (no todos) lo atraeré a Mí”, quiere
significar que, consumado el misterio oculto desde todos los siglos" (Ef. III,
9), con su Pasión, Muerte y Resurrección, Él será “el centro hacia el cual
convergen todos los misterios de ambos Testamentos”.
Desde
entonces, toda posible fe es necesariamente fe en Jesús (I Juan V, 10), y por
eso los judíos, al no creer en El, que, según Hech. III, 26, había resucitado
ante todo para ellos, quedaron desde entonces con un velo que les impide
entender aún el Antiguo Testamento (II Cor. III, 14 s.) y que sólo se levantará
cuando se conviertan a Él (ibid. v. 16; Mat. XXIII, 39).
¿Cómo podría en efecto entenderse el Antiguo Testamento sin Jesús, siendo el Mesías el fin hacia el
cual se encamina toda la Ley (Torah),
todos los Profetas (Nebiyim) y todos
los Hagiógrafos (Ketubim)?
Oigamos cómo les habla Jesús: "Si creyeseis a Moisés me creeríais también a Mí, pues
de Mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos ¿cómo creeréis a mis
palabras?" (Juan V, 45 s.).
"Abraham vuestro padre se
alborozó por ver mi día; y lo vió y se llenó de gozo”. (Juan VIII, 56). Y San Juan
por su parte añade: "Isaías
dijo esto cuando vió Su gloria, y de Él habló” (Juan XII, 41).
Jesús
confirma todo esto de muchas maneras y especialmente cuando a los discípulos de
Emaús, “comenzando por Moisés y por
todos los profetas, les hizo hermenéutica de lo que en todas las Escrituras había
acerca de El" (Luc. XXIV, 27).
Y también cuando dijo a los Once, aún después de su Resurrección: “Es necesario
que todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas
y en los Salmos se cumpla" (Luc. XXIV,
44). Y fijé entonces cuando "les abrió la inteligencia para que comprendieran
las Escrituras (ibid. v. 45).
Esto, que les dijo antes de su Ascensión, lo había prevenido
desde los primeros días, casi al comenzar el Sermón de la Montaña: “No vayáis a
pensar que he venido a abolir la Ley y los Profetas. Yo no he venido para
abolir sino para dar cumplimiento. En verdad os digo, hasta que pasen el cielo
y la tierra, ni una jota, ni un ápice de la Ley pasará sin que todo se haya
cumplido” (Mat. V, 17 s.). Es decir
que El no aboliría nada, sino que en Él
se cumpliría todo, como antes vimos en Luc.
XXIV, 44: los misterios dolorosos, que ya pasaron, y los gloriosos que aún
esperamos para su Parusía. Todo, esto es: “nova et vetera” (Mat. XIII, 52), o
sea, todo lo que los Profetas narraron sobre Él y que San Pedro llama “Sus
padecimientos y posteriores glorias” (I Ped. I, 11).
El
comprender bien estas cosas puede servirnos aún para un posible apostolado entre
los judíos, cuya oportunidad quizá se acerca, pues éste es, lo sabemos por experiencia,
el argumento que más satisface a los que de entre ello conservan espíritu bíblico
y religioso, a saber: de cómo la esperanza cristiana se confunde con la de
Israel, pues Aquel que ellos esperan en primer Advenimiento es el mismo que
nosotros esperamos en su Retorno[1].
II
Pero hay más. Las
palabras citadas, con que Jesús ha confirmado todo el Antiguo Testamento como
endosándolo con su firma, tienen la virtud de convertirlo todo en Evangelio a los ojos del cristiano, el
cual descubre así una importancia antes insospechada en esos viejos y
misteriosos libros que sólo parecerían interesar a la remota historia de un
pueblo que fué.
Y de este modo se resuelven para nosotros, con una
eficacia definitiva, todos los problemas que plantea la crítica racionalista y
que serían graves si los tomásemos en el terreno puramente racional. Porque
¿quién podría garantizarnos que los escribas de la Sinagoga conservaron
fielmente las Escrituras durante quince siglos? Y aún así, ¿cómo explicamos que
Moisés supiese y narrase con tanto
detalle, no ya sólo las cosas de Abraham
y los patriarcas, ocurridas cinco siglos antes, sino aún las de Adán y la Creación, sucedidas millares
de años atrás?
Los problemas que nunca podrían tener solución
plenamente satisfactoria para el ánimo, mientras tuviésemos que atenernos a
testimonios de hombres, Jesús nos los
resuelve con infinita suavidad para nuestro espíritu, como diciéndonos con su
autoridad divina —única, absolutamente definitiva- todo eso es verdad; más aún,
es una verdad que tiene que ver conmigo, por lo cual Yo mismo doy testimonio de
ello. Y os lo doy para vuestra entera satisfacción, pues claro está que el
testimonio mío es mucho más fácil de creer que el de Moisés.
En efecto, Jesús
ha dejado constancia de que Él no pretendió ser creído gratuitamente, sino que
vino y habló como nadie (Juan XV, 22; VII,
46), e hizo obras que nadie hizo (Juan
XV, 24; X, 57 s.), y desafió a que alguien lo descubriese en falta (Juan VIII, 46), y habló con autoridad
propia, y no aprendida como los demás (Mat.
VII, 28 s.).
Se explica así que para creerle a Él baste la rectitud,
pues Él no sólo se presentó como el Mesías y el Hijo de Dios, -con una audacia
divina que nadie más ha tenido en la historia— sino también como la Luz venida
al mundo con tal certeza que nadie pudiese rechazarla sino por ciego amor a las
propias obras malas (Juan III, 19, s.).
Y, consecuente con esto, nos ofreció, más allá de todo testimonio extrínseco,
un testimonio interior nuestro que es un desafío a cualquier racionalismo y que
encierra toda la apologética del Evangelio, al formular la asombrosa promesa de
que todo el que virtualmente esté dispuesto a someterse con sinceridad a Dios,
reconocerá por las solas palabras de Jesús,
que ellas vienen del Dios verdadero: "Si alguno quiere cumplir la voluntad
de Dios, conocerá si esta doctrina viene de Dios, o si Yo hablo por mi propia
cuenta" (Juan VII, 17).
III
Esta experiencia, —que vemos realizada en el mismo
Evangelio por los samaritanos de Sicar, que no necesitaron más testimonio que
las palabras de Jesús (Juan IV, 42),- podemos realizarla todos
si vivimos en contacto con las divinas palabras del Evangelio. Y a través de él
veremos que crece nuestra admiración y nuestra fe, no sólo en lo que solíamos
mirar como contenido del mensaje neotestamentario, sino también, con igual
intensidad, en todos los Libros del Antiguo Testamento, puesto que Jesús, centro de todos ellos, se hizo
garante de su autenticidad e inspiración, enseñándonos a mirarlos como, si El
mismo los hubiera escrito.
Sólo en este limitado sentido nos propusimos tratar el
tema que anuncia nuestro título: "Jesús,
centro de la Biblia". Pues el señalar en detalle las figuras y profecías
que anuncian al Mesías en todo el Antiguo Testamento, es asunto para llenar
gruesos volúmenes, que por cierto existen, por lo menos en algunas lenguas.
Concluimos, pues, repitiendo que Jesús es la solución de todos los problemas. Porque si alguien dice
que es difícil creer en el Génesis, que lo encuentra ingenuo o duda de la
información de Moisés, no podrá,
después de lo que hemos visto, decir que es difícil creerle a Cristo. Y es el Señor Jesús quien nos certifica la verdad de
todo el Antiguo Testamento, no sólo citándolo a cada paso, sino también
diciéndonos expresamente: "Escudriñad las Escrituras" (Juan V, 39) "Ellas dan testimonio de
Mí" (ibid.). "La Escritura no puede ser anulada" (Juan X, 35). Con lo cual el divino
Profeta hizo también suyo lo que decían los Proverbios: “Toda Palabra de Dios
está como acrisolada al fuego; es un escudo para los que en El confían. No
añadas una tilde a sus palabras; de lo contrario serás redargüido y convencido
de falsario” (Prov. XXX, 50).
[1] Nota del Blog: está claro por el texto y el contexto que esto dista toto coelo del falso ecumenismo reinante
en nuestros días.