domingo, 20 de octubre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. I

JESUS, CENTRO DE LA BIBLIA


I

"Todo lo atraeré a Mí" (Juan XII, 52). Cuando Jesús dice esta Palabra no parece significar que después de su muerte todos se convertirán a Él. Bien tristemente vemos que no fué así, ni lo es hoy, ni lo será cuando Él venga (Mat. XIII, 30 y 41; XXIV, 24; Luc. XVIII, 8).
Al decir, pues, Jesús: “Cuando Yo haya sido levantado en alto, todo (no todos) lo atraeré a Mí”, quiere significar que, consumado el misterio oculto desde todos los siglos" (Ef. III, 9), con su Pasión, Muerte y Resurrección, Él será “el centro hacia el cual convergen todos los misterios de ambos Testamentos”.
Desde entonces, toda posible fe es necesariamente fe en Jesús (I Juan V, 10), y por eso los judíos, al no creer en El, que, según Hech. III, 26, había resucitado ante todo para ellos, quedaron desde entonces con un velo que les impide entender aún el Antiguo Testamento (II Cor. III, 14 s.) y que sólo se levantará cuando se conviertan a Él (ibid. v. 16; Mat. XXIII, 39). ¿Cómo podría en efecto entenderse el Antiguo Testamento sin Jesús, siendo el Mesías el fin hacia el cual se encamina toda la Ley (Torah), todos los Profetas (Nebiyim) y todos los Hagiógrafos (Ketubim)?
Oigamos cómo les habla Jesús: "Si creyeseis a Moisés me creeríais también a Mí, pues de Mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos ¿cómo creeréis a mis palabras?" (Juan V, 45 s.). "Abraham vuestro padre se alborozó por ver mi día; y lo vió y se llenó de gozo”. (Juan VIII, 56). Y San Juan por su parte añade: "Isaías dijo esto cuando vió Su gloria, y de Él habló” (Juan XII, 41).
Jesús confirma todo esto de muchas maneras y especialmente cuando a los discípulos de Emaús, “comenzando por Moisés y por todos los profetas, les hizo hermenéutica de lo que en todas las Escrituras había acerca de El" (Luc. XXIV, 27). Y también cuando dijo a los Once, aún después de su Resurrección: “Es necesario que todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos se cumpla" (Luc. XXIV, 44). Y fijé entonces cuando "les abrió la inteligencia para que comprendieran las Escrituras (ibid. v. 45).

Esto, que les dijo antes de su Ascensión, lo había prevenido desde los primeros días, casi al comenzar el Sermón de la Montaña: “No vayáis a pensar que he venido a abolir la Ley y los Profetas. Yo no he venido para abolir sino para dar cumplimiento. En verdad os digo, hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota, ni un ápice de la Ley pasará sin que todo se haya cumplido” (Mat. V, 17 s.). Es decir que El no aboliría nada, sino que en Él se cumpliría todo, como antes vimos en Luc. XXIV, 44: los misterios dolorosos, que ya pasaron, y los gloriosos que aún esperamos para su Parusía. Todo, esto es: “nova et vetera” (Mat. XIII, 52), o sea, todo lo que los Profetas narraron sobre Él y que San Pedro llama “Sus padecimientos y posteriores glorias” (I Ped. I, 11).
El comprender bien estas cosas puede servirnos aún para un posible apostolado entre los judíos, cuya oportunidad quizá se acerca, pues éste es, lo sabemos por experiencia, el argumento que más satisface a los que de entre ello conservan espíritu bíblico y religioso, a saber: de cómo la esperanza cristiana se confunde con la de Israel, pues Aquel que ellos esperan en primer Advenimiento es el mismo que nosotros esperamos en su Retorno[1].


II

Pero hay más. Las palabras citadas, con que Jesús ha confirmado todo el Antiguo Testamento como endosándolo con su firma, tienen la virtud de convertirlo todo en Evangelio a los ojos del cristiano, el cual descubre así una importancia antes insospechada en esos viejos y misteriosos libros que sólo parecerían interesar a la remota historia de un pueblo que fué.
Y de este modo se resuelven para nosotros, con una eficacia definitiva, todos los problemas que plantea la crítica racionalista y que serían graves si los tomásemos en el terreno puramente racional. Porque ¿quién podría garantizarnos que los escribas de la Sinagoga conservaron fielmente las Escrituras durante quince siglos? Y aún así, ¿cómo explicamos que Moisés supiese y narrase con tanto detalle, no ya sólo las cosas de Abraham y los patriarcas, ocurridas cinco siglos antes, sino aún las de Adán y la Creación, sucedidas millares de años atrás?
Los problemas que nunca podrían tener solución plenamente satisfactoria para el ánimo, mientras tuviésemos que atenernos a testimonios de hombres, Jesús nos los resuelve con infinita suavidad para nuestro espíritu, como diciéndonos con su autoridad divina —única, absolutamente definitiva- todo eso es verdad; más aún, es una verdad que tiene que ver conmigo, por lo cual Yo mismo doy testimonio de ello. Y os lo doy para vuestra entera satisfacción, pues claro está que el testimonio mío es mucho más fácil de creer que el de Moisés.
En efecto, Jesús ha dejado constancia de que Él no pretendió ser creído gratuitamente, sino que vino y habló como nadie (Juan XV, 22; VII, 46), e hizo obras que nadie hizo (Juan XV, 24; X, 57 s.), y desafió a que alguien lo descubriese en falta (Juan VIII, 46), y habló con autoridad propia, y no aprendida como los demás (Mat. VII, 28 s.).
Se explica así que para creerle a Él baste la rectitud, pues Él no sólo se presentó como el Mesías y el Hijo de Dios, -con una audacia divina que nadie más ha tenido en la historia— sino también como la Luz venida al mundo con tal certeza que nadie pudiese rechazarla sino por ciego amor a las propias obras malas (Juan III, 19, s.). Y, consecuente con esto, nos ofreció, más allá de todo testimonio extrínseco, un testimonio interior nuestro que es un desafío a cualquier racionalismo y que encierra toda la apologética del Evangelio, al formular la asombrosa promesa de que todo el que virtualmente esté dispuesto a someterse con sinceridad a Dios, reconocerá por las solas palabras de Jesús, que ellas vienen del Dios verdadero: "Si alguno quiere cumplir la voluntad de Dios, conocerá si esta doctrina viene de Dios, o si Yo hablo por mi propia cuenta" (Juan VII, 17).


III

Esta experiencia, —que vemos realizada en el mismo Evangelio por los samaritanos de Sicar, que no necesitaron más testimonio que las palabras de Jesús (Juan IV, 42),- podemos realizarla todos si vivimos en contacto con las divinas palabras del Evangelio. Y a través de él veremos que crece nuestra admiración y nuestra fe, no sólo en lo que solíamos mirar como contenido del mensaje neotestamentario, sino también, con igual intensidad, en todos los Libros del Antiguo Testamento, puesto que Jesús, centro de todos ellos, se hizo garante de su autenticidad e inspiración, enseñándonos a mirarlos como, si El mismo los hubiera escrito.
Sólo en este limitado sentido nos propusimos tratar el tema que anuncia nuestro título: "Jesús, centro de la Biblia". Pues el señalar en detalle las figuras y profecías que anuncian al Mesías en todo el Antiguo Testamento, es asunto para llenar gruesos volúmenes, que por cierto existen, por lo menos en algunas lenguas.
Concluimos, pues, repitiendo que Jesús es la solución de todos los problemas. Porque si alguien dice que es difícil creer en el Génesis, que lo encuentra ingenuo o duda de la información de Moisés, no podrá, después de lo que hemos visto, decir que es difícil creerle a Cristo. Y es el Señor Jesús quien nos certifica la verdad de todo el Antiguo Testamento, no sólo citándolo a cada paso, sino también diciéndonos expresamente: "Escudriñad las Escrituras" (Juan V, 39) "Ellas dan testimonio de Mí" (ibid.). "La Escritura no puede ser anulada" (Juan X, 35). Con lo cual el divino Profeta hizo también suyo lo que decían los Proverbios: “Toda Palabra de Dios está como acrisolada al fuego; es un escudo para los que en El confían. No añadas una tilde a sus palabras; de lo contrario serás redargüido y convencido de falsario” (Prov. XXX, 50).



[1] Nota del Blog: está claro por el texto y el contexto que esto dista toto coelo del falso ecumenismo reinante en nuestros días.