jueves, 3 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Primera Parte, Cap. I (I de II)

   Nota del Blog: libro extraordinario si los hay. Todo cuanto se pueda decir de él es bien poco. 
   Sólo queremos indicar algunas noticias del autor y de la edición en la que basamos la transcripción. En cuanto al autor, podemos decir que formó parte del renacimiento de la Iglesia de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Con decir que San Pío X pensó seriamente en hacerlo Cardenal creemos que ya hemos dicho todo.
   Este libro de Dom Gréa tuvo el grandísimo honor de haber sido citado por el teólogo más grande del siglo XX, nos referimos al Cardenal Billot, en el primer tomo de su momumental y conocidísimo De Ecclesia.
   Aquel que quiera conocer la vida del ilustre autor podrá ver AQUI no sólo su vida sino también dos obras más: una la que estamos transcribiendo y otra sobre la Sagrada Liturgia (los tres últimos enlaces respectivamente y en francés).
   En cuanto a la edición, la misma está tomada de una traducción del francés que publicó Herder en 1968, la cual a su vez es una reedición de la obra de Gréa, con algunas notas agregadas por el editor, el P. Louis Bouyer.
   Por regla general y sin excepción, vamos a omitir no sólo el deplorable prólogo de Bouyer sino también toda otra nota en las que se citen autores como Danielou, Congar, Juan XXIII y otros semejantes.
   Para ver la edición original de Gréa en francés cfr. ACA.

Dom Gréa

LA IGLESIA Y SU DIVINA CONSTITUCION


Parte Primera

VISIÓN DE CONJUNTO DEL MISTERIO DE LA IGLESIA


I

PUESTO DE LA IGLESIA EN EL PLAN DIVINO

«La santa Iglesia católica es el comienzo» y la razón «de todas las cosas»[1]
 Su nombre sagrado llena la historia; desde el origen del mundo, los primeros siglos le sirvieron de preparación; los que siguen, hasta el fin de las cosas, estarán llenos de su paso; la Iglesia los atraviesa, y sólo ella da a cada acontecimiento su significación provisional.
Pero no está limitada por ellos, como todas las cosas humanas; la Iglesia no termina acá abajo.
Más allá de los siglos la aguarda la eternidad para consumarla en su reposo. Allá lleva todas las esperanzas del  género humano que en ella reposan.
Arca inviolable, guardiana de este depósito sagrado, flota sobre las olas de los tiempos y de los acontecimientos, agitada a veces y levantada hasta las nubes por las grandes aguas del diluvio, pero por el ímpetu de las mismas llevada cada vez más alto y más cerca del cielo.
Sólo ella alcanzará la eternidad, y nada de lo que nace en el tiempo es salvado ni vive para la eternidad fuera de ella.
Éste es el gran objeto que proponemos a nuestras meditaciones. Acerquémonos con respeto e interroguemos a esta maravilla que no tiene igual entre las cosas creadas.

Lo que es la Iglesia. 

¿Qué es la Iglesia? ¿Qué puesto ocupa en los designios de Dios y entre sus demás obras? ¿Es solamente una sociedad útil a las almas de los hombres y que responde a las necesidades de su naturaleza? ¿No es, con rango distinguido, sino uno de los mil beneficios que ha derramado Días sobre el mundo?
¿O hay más  bien un misterio más profundo en este nombre sagrado de la Iglesia?
Sí, así es ciertamente, y este misterio de la Iglesia es el misterio mismo de Cristo.
La Iglesia es Cristo mismo: la Iglesia es «la plenitud», el cumplimiento mismo de  Cristo, «su cuerpo» y su desarrollo real y místico: es el Cristo total y acabado, (Ef. I, 22-23).
Así la Iglesia ocupa entre las obras de Dios el puesto mismo de Cristo; Cristo y la Iglesia son una misma obra de Dios.
Ahora bien, ¿cuál es este puesto de Cristo y de la Iglesia en la obra divina?
Jesucristo dice de Sí mismo que es el alfa y la omega, el comienzo y el fin de las cosas (Ap. XXII, 13). En otro lugar nos dice la Sagrada Escritura que todo fue hecho en Él y por Él, que todas las cosas tienen en Él su razón de ser, es decir su punto de partida y su destino (Col. I, 16-18)
Para entender bien todo el desarrollo de esta verdad entremos en la contemplación del gran espectáculo de Dios en su obrar fuera de Sí mismo y al salir de su eterno secreto para hacer brotar sus obras en el tiempo.
Tres veces salió Dios de su eternidad para aparecer en el tiempo por medio de sus obras: sus tres salidas fueron la creación del ángel, la creación del hombre, la encarnación.


Creación del ángel y del hombre. 

Al comienzo creó Dios los ángeles y, distribuyéndolos según la escala armoniosa de sus naturalezas  diversas y de sus grados innumerables como sus esencias, los elevó a la gracia proporcionando el don sobrenatural a la capacidad diversa y total de cada uno de ellos; los llamó a la gloria según la misma proporción jerárquica, y al mismo tiempo les hizo un como paraíso inferior y un magnífico jardín de la naturaleza corpórea[2]: los astros respondieron a su llamada «y brillaron» para sus ángeles a la vez que «para Él mismo» (cf. Bar III, 34-35).
El pecado del ángel vino a turbar esta primera armonía. Dios  puso remedio a este pecado saliendo por segunda vez del santuario de su eternidad y de su vida íntima para aparecer al exterior y manifestarse en sus obras.
Y creó al hombre: al hombre, criatura a la vez espiritual y corporal; al hombre, al que bendijo Dios con esta, doble bendición: «Sed fecundos, multiplicaos» (Gen. I, 28).
Así pues, el hombre, que  puede crecer en su inteligencia y en  su voluntad, que puede ensanchar el vaso en que derrama Dios su gracia y crecer por el aumento de los méritos en el orden sobrenatural y por los hábitos de la vida de la gracia, el hombre puede ascender en este orden a los diversos grados que la caída de los ángeles dejó vacantes en la jerarquía de la gloria[3] y, aunque de naturaleza inferior, tiene para elevarse el poder de una actividad sucesiva y que progresa[4].
Al  mismo tiempo la naturaleza del hombre es susceptible de número: se multiplicará en la medida en que entre en los designios de Dios (cf. Hech. XVII, 26), y una sola naturaleza humana bastará para suplir una multitud de formas angélicas caídas.
Así pudo Dios reparar el mal del pecado del ángel: pero, por el hecho mismo, hizo que toda su obra hiciera un progreso admirable. La unión del espíritu y de la materia eleva la sustancia corpórea hasta la vida; y Dios, reuniendo en el hombre como en un resumen del mundo[5] una y otra naturaleza[6] acerca a Sí mismo, por su gracia que le comunica, a todo el conjunto de la creación, lo más alto y lo más bajo de este compendio que la contiene.
Y así como al principio hizo para el ángel, espíritu separado de la materia, un paraíso inanimado de las naturalezas corpóreas separadas del espíritu, así hace para el hombre,  espíritu vivo que anima un cuerpo, y cuerpo animado por el espíritu, un paraíso animado y vivo formado por la naturaleza orgánica; y para el hombre hace que descienda la vida en grados inferiores a las plantas y a los animales.



[1] San Epifanio (muerto en el 403), Contra los herejes L, 1, 5; PG 41, 181. Hermas (hacia 90?), El Pastor, visión segunda, 4, 1: “¿Quién crees tú que es la anciana de quien recibiste aquel librito? La Iglesia — me contestó — ¿Por qué entonces — le repliqué—, se me apareció vieja? — Porque fue  creada — me contestó— antes que todas las cosas. Por eso parece vieja y por causa de ella fue ordenado el mundo”, según la traducción de D. Ruiz Bueno, Padres apostólicos, BAC Madrid 1950, p. 946.

[2] Santo Tomás (1222-1274), Summa Theol. I q. 108, art. 3: “Si conociéramos perfectamente los oficios de los ángeles, sabríamos muy bien que cada ángel tiene su oficio propio y por tanto su orden particular en el mundo”; cf. CH. V. Héris O.P., Le gouvernement divin (RJ) t. 1, p. 161. Ibíd., q. 62, a. 6: “Los dones de la gracia y la perfección de la bienaventuranza se asignaron a los ángeles según su grado de perfección natural. De ello se pueden dar dos razones: primero, una razón tomada de parte de Dios, que según el orden de su sabiduría estableció diversos grados en la naturaleza angélica. Ahora bien, así como la naturaleza angélica fue producida por Dios con vistas a la gracia y a la bienaventuranza, así parece que los diversos grados de la naturaleza angélica fueron ordenados a diversos grados de gracia y de gloria... Parece igualmente normal que habiendo dado Dios a ciertos ángeles una naturaleza más elevada, les destinase mayores dones de gracia y una bienaventuranza más perfecta”.
La segunda razón está tomada del ángel mismo. El ángel, en efecto, no está compuesto de diversas naturalezas, una de las cuales, por su inclinación contrariará o retardará el movimiento de la otra: tal es el caso del hombre... Es, por tanto, razonable pensar que aquellos ángeles que tienen una naturaleza más perfecta se tornaran también hacia Dios con más fuerza y eficacia... Parece, por tanto, que los ángeles que recibieron una naturaleza más perfecta obtuvieron también más gracia y más gloria”; cf. CH.-V. Héris, Les anges (RJ) p. 284-287. Ibíd., q. 61, a. 4: “Hay, por tanto, cierto orden entre ellas, y las espirituales presiden a las corporales”; cf. loc, cit., p. 257.

[3] Santo Tomás 1, q. 23, a. 6, ad 1: «En efecto, Dios no permite que caigan unos sin elevar a otros... Así en el lugar de los ángeles caídos colocó a hombres; cf. A. D. SERTILLANGES, O.P., Dieu (RJ) t. 3, p. 198.199. San Agustín (354-430), Enchiridion, 9, 29; PL, 40, 246: «Y como la criatura racional, constituída por los hombres, toda ella había perecido por los pecados... Dios la reparó en aquella parte en que la sociedad angélica había quedado disminuida por la caída diabólica, para suplir a los ángeles caídos; esto nos da a entender la promesa del Señor, en la que afirma que los santos resucitados serán iguales a los ángeles de Dios (Lc. XX, 36). De este modo, la celestial Jerusalén, madre nuestra, ciudad de Dios, no será defraudada en la innumerable muchedumbre de sus ciudadanos» según la traducción de A. Centeno, en Obras de San Agustín IV, BAC, Madrid, 1948, p. 505-507; cf. J. Riviére, Exposés genéraux de la foi, p. 157.

[4] Santo Tomás I-II, q. 5, a. 7: «Siendo el  ángel, por naturaleza, superior al hombre, según los designios de Dios adquirió el bien supremo por un solo movimiento, por una sola operación meritoria... Los hombres no adquieren este mismo bien sino por gran número de movimientos sucesivos o de operaciones, a las que se llama méritos»; cf. ed. Vivés, París 1856, p. 309. I q. 108, a. 8: «Por medio de la gracia pueden los hombres merecer una gloria tal que los sitúe en igualdad con los ángeles en uno u  otro de sus órdenes»; Ch.-V. Héris, Le gouvernement divin (RJ), p. 198. I, q. 62,  a. 5, ad. 1: «El hombre no está como el ángel destinado según su naturaleza a adquirir inmediatamente su ultima perfección. Por ello se le da un espacio más largo de tiempo para merecer la bienaventuranza»; cf. Ch. V. Héris, Les anges (RJ) p. 282.

[5] Entre los padres de la Iglesia, los teólogos y los filósofos se llama con frecuencia al hombre parvus mundus, minor mundus, «microcosmos», «porque, en alguna manera, se hallan en él todas las criaturas del mundo», Santo Tomás I, q. 91. a. 1.

[6] IV concilio de Letrán (1215), profesión de fe Firmiter, Dz 800; «Dios creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo.» Texto reasumido en el concilio Vaticano I  (1870), constitución Dei Filius, cap. 1, CL 7, 250, Dz 3002.