La curación del ciego de nacimiento |
“DA GLORIA A DIOS"
(Juan IX, 24)
I
He
aquí un ejemplo de claro pecado contra el Espíritu Santo, un detalle asombroso
de la apostasía de los directores espirituales de todo un pueblo.
El Evangelio nos lo presenta con la elocuencia divina de su sobriedad única sin
parangón en escrito alguno de los hombres.
Lo leemos en el capítulo
IX de S. Juan, que está dedicado todo entero a la curación del ciego de nacimiento. Tiene más juego de pasiones, más psicología intima, que mil dramas,
pero es psicología espiritual, que hay que desentrañar con amor. El que no
tiene su corazón puesto en los sucesos de una narración, la escucha fríamente
aunque ella se refiera a una acción de guerra con millares de muertos. En esto,
el Evangelio está hecho para poner a prueba la profundidad del amor, que se
mide por la profundidad de la atención prestada al relato: porque no hay en él
una sola gota de sentimentalismo que ayude a nuestra emoción con elementos de
elocuencia no espiritual. Por ejemplo, cuando llegan los Evangelistas a la escena de la Crucifixión
de Jesús, no solamente no la
describen, ni ponderan aquellos detalles inenarrables, que María presenció uno por uno; ni siquiera la presentan, sino que
saltan por encima, dejando la referencia marginal indispensable para la
afirmación del hecho. Dos de ellas dicen simplemente: Y llegaron al Calvario donde lo crucificaron (Luc. XXIII, 55; Juan XIX, 18). Los otros dicen menos aún: Y habiéndolo crucificado, dividieron sus vestidos
(Mat. XXVII, 35; Marc. XV, 24). ¡Y
cuidado con pensar que hubo indiferencia en el narrador! Porque no sólo eran
apóstoles o discípulos que dieron todos la vida por Cristo, sino que es el mismo Espíritu Santo quien por ellos habla.
Pues
bien, en la curación de este ciego los fariseos han puesto en juego primero, “honradamente”,
todo cuanto era posible para persuadirse de que no hay tal milagro. Cuidadosa
indagación ante el público, interrogatorio especial a los padres del ciego, y
por fin a éste mismo, el cual afirma el hecho con una insistencia tan
terminante, que desconcierta la insistencia con que ellos, los fariseos,
deseaban poder negarlo. Queda así establecida la clase de rectitud de los fariseos:
Ellos no deseaban pecar, ni querían mentir gratuitamente: tenían un solo
inocente deseo: que Jesús no fuera el Mesías. Si se les hubiera concedido esto,
no se habrían empeñado en hacer daño a Jesús ni al pobre ciego. Pero admitir la
posibilidad de que aquel advenedizo carpintero viniese a despojarlos de su
situación y a burlarse de su teología formulista: ¡eso, jamás! esto era para
ellos su propia gloria, es decir, su interés supremo, el único dogma que no podía
admitir ni sombra de prueba en contrario.
II
Vemos
aquí el estrago que produce en un alma la pasión que domina. Ellos empezaron
por admitirla, y luego concluyeron por justificarla. Entonces esa pasión del
odio contra Cristo se convirtió para ellos en una virtud, compatible con sus
demás creencias y vida de piedad. Porque no hemos de olvidar que los fariseos
eran considerados como “justos” y “santos”. No sólo ayunaban y pagaban el diezmo, corno el
Fariseo del Templo (Luc. XVIII, 12),
sino que conservaban con mucho celo sus “prácticas
religiosas”, como hoy se suele decir, y una gran dignidad exterior. Recuérdese, por ejemplo, cuando rechazaron
la devolución de las monedas que habían dado a Judas: sinceramente no habrían
querido, por ningún interés mezquino, manchar el Templo con aquel precio de
Sangre. Que esa Sangre hubiese sido comprada por ellos mismos, eso era otra
cuestión: era cuestión de aquella pasión dominadora, ante la cual todo se acalla.
Igual
dignidad mostraron en no querer mancharse entrando al Pretorio del pagano
Pilato, a fin de poder comer la Pascua limpiamente. No importaba que estuvieran
conspirando contra el Hijo de Dios, pues ese rechazo de Jesús era de necesidad
imprescindible, vital.
La
suma prueba de esta piedad hipócrita aparece en el momento culminante del
proceso de Jesús, cuando Caifás, Sumo Sacerdote, para poder decir que el
enemigo ha blasfemado, lo conjura solemnemente por el Dios vivo, a que diga si
es el Cristo, el Hijo de Dios (Mat. XXVI, 33).
¿No
tiene esto acaso todos los caracteres de una gran nobleza? Es el ejercicio solemne
del Pontificado, y una invocación del Sagrado Nombre de Dios, y es también una
abierta, generosa oportunidad para que el Reo, con una simple palabra, pueda
salvarse de todo cargo. Bastaba con que Jesús hubiese dicho esta pequeña frase: "No soy el Mesías Rey,
ni soy el Hijo de Dios"... Inmediatamente aquellos dignatarios, que en manera
alguna se complacían en hacer el mal, lo habrían llenado de atenciones y favores,
y aún tal vez le habrían ofrecido, corno compensación de la mesianidad perdida,
algún cargo entre ellos, con tal de que moderase su lengua y quedase sometido a
la debida obediencia.
Como vemos, en todo habría sido fácil entenderse con
estos hombres. Había tan sólo un punto,
una verdad que ellos no estaban dispuestos a admitir. Desgraciadamente para
ellos, esa verdad era LA VERDAD, a pesar de que iba contra todas las honorables
tradiciones en que ellos creían sinceramente y con las cuales habían ido sustituyendo
hasta hacerlos írritos, los preceptos de Dios. Véase lo que Jesús les dice sobre esto en Mat. XV, 3.9; Marc. VII, 6-13; y sobre
su hipocresía en Mat. XXIII, 1 ss.; Luc.
XI, 37 ss. y XII, 1. Compárese también con las apariencias de piedad que,
según está anunciado, tendrán los falsos profetas posteriores (II Tim. III, 5; II Cor. XI, 13; Apoc. XIII,
11, etc.).
III
En el episodio del ciego, los fariseos llegan, pues,
como íbamos viendo, a hallarse imposibilitados para negar "de buena
fe", como tanto lo habrían deseado, la detestable realidad del nuevo
milagro, que significaba un nuevo prestigio ganado ante las turbas, ya harto
favorables a Él, por aquel revolucionario escandaloso, e impío violador del
Sábado. Había, pues, llegado, como a
Caifás en la ocasión que antes recordamos, el momento de recurrir a la solemnidad
del argumento religioso, en uso de la Sagrada investidura. Con o sin milagro,
lo mismo daba: era necesario que Jesús quedase desacreditado, y para esto
interponen ellos el peso de su omnímoda autoridad; y al mismo ciego, objeto del
milagro, le dicen piadosamente: "DA GLORIA A DIOS: nosotros sabemos que
ese hombre es pecador" (Juan IX, 24).
Es
la suma audacia en el argumento. Cuando no se puede dar razones, se dice: Lo
digo yo y basta. Lo mismo dijeron a Pilato cuando les preguntó qué acusación
llevaban contra Jesucristo: "Si no fuera un malhechor no te lo habríamos
traído" (Juan XVIII, 30), como diciendo: ¿Se atrevería alguien a dudar de
la altísima santidad e infalible acierto de todos nuestros actos? ¿Cómo pretendes
exigirnos pruebas a nosotros los doctores, pontífices y escribas, que somos la
flor y nata del pueblo santo?
"Da gloria a Dios: nosotros sabernos que ese
hombre (Jesús) es un pecador". He aquí el sumo pecado contra el
Espíritu Santo, más terrible aún quizá que aquel otro que señaló Jesús: pues
allí se imputaba a virtud diabólica los milagros del divino Taumaturgo (Marc. III,
29 s.): y aquí, no solamente se dice que El es un pecador; no sólo se
compromete la sagrada autoridad sacerdotal para afirmarlo —"nosotros
sabemos que es un pecador"—, se quiere imponer, se quiere contagiar a otra
alma, a un alma que rebosaba de gratitud hacia el Señor Misericordioso que lo
había favorecido; sino que todo eso, toda esa horrenda mentira y blasfemia y
corrupción y sacrilegio, todo eso era para dar gloria a Dios.
IV
La
gloria del Padre consistiendo en el insulto al Hijo, en el rechazo de su Enviado,
he aquí algo que agota todas las posibilidades del ingenio de Satanás.
Sólo
de paso observaremos que cuando el ciego curado rechaza valientemente esta imposición,
confundiéndolos al fin con aquella ironía exquisita que puede saborearse en el
Sagrado Texto, ya no les queda más arma que el insulto, y entonces la soberbia
se manifiesta en una de sus explosiones más características: a los argumentos
del ciego, contundentes como martillazos, responden ellos con acento de noble
altivez y santo horror por el pecado: "Naciste
todo entero en el pecado, y nos das lecciones". A lo cual se añadió la
violencia: “Y le echaron fuera"
(Juan IX, 34).
Nótese,
entre paréntesis, la nueva y doble mentira; porque el nacer en pecado no era
propio del ciego sino de todos, como bien lo había dicho David en el Miserere;
y en cuanto a la ceguera de aquel hombre, Jesús acababa de decir que no era por
pecado suyo ni de sus padres, sino para gloria de Dios.
Vemos
así la gloria de Dios opuesta a la gloria de Dios. Según Jesús, esa gloria estaba
en que Él hiciese el milagro para demostrar que su Padre era misericordioso. Según
aquellos hombres de la Sinagoga y del Templo, la gloria de Dios estaba en declarar
que Jesús era pecador.
La
tremenda lección que esto encierra no es cosa relegada a aquel pasado. Recordemos
que el Anticristo se instalará, según San Pablo, en el Templo de Dios (II Tes. II,
4). Y que, según la profecía de Jesús (Juan XVI, 2) llegará un día en que, al
quitársenos la vida, por ser sus verdaderos discípulos, se estará en la
persuasión de hacer con ello obsequio a Dios, o sea de darle gloria, como los fariseos del capítulo IX de San Juan.