IV
EL OBISPO ES CABEZA DE LA IGLESIA PARTICULAR
El colegio episcopal es la parte principal de la
Iglesia, porque por él la fecundidad del sacerdocio de Jesús produce todos los otros miembros de su cuerpo místico.
Ahora bien, el episcopado es uno: no es poseído
parcialmente, sino que reside entero en cada obispo[1].
De
resultas del misterio de esta integridad indivisible, se puede considerar el
episcopado en un obispo particular. La fecundidad del episcopado, la operación
sacerdotal de Jesucristo, productora de la Iglesia, comunicada al episcopado,
se hallan enteramente en este obispo. Éste se apropia, por decirlo así, la
virtud que produce a la Iglesia[2] y, haciéndola irradiar sobre elementos
restringidos, la ejerce sobre una grey limitada, a la que se extiende su acción
y que existe distintamente y sin confundirse, como su parte de herencia.
De
esta manera este obispo viene a ser cabeza de lo que se llama su Iglesia, dando
a la parte, es decir, a la Iglesia particular, el nombre misterioso del todo.
Así el obispo, miembro del colegio de la Iglesia universal bajo su cabeza
única, Jesucristo, como consecuencia y desarrollo de lo que a este título
recibe, adquiere además la calidad de cabeza de una jerarquía y de una Iglesia
particular.
Es la tercera y última de nuestras jerarquías y, como
ya lo hemos dejado dicho: Dios es la cabeza de Cristo, Cristo es la
cabeza de la Iglesia o del episcopado, así decimos todavía en tercer lugar: el
obispo es cabeza de la Iglesia particular.
El
misterio de la Iglesia particular.
Pero comencemos por declarar que en esta Iglesia
particular reverenciamos todo el misterio y toda la dignidad de la Iglesia,
esposa de Jesucristo. El misterio no se degrada en modo alguno al
comunicarse: esta jerarquía no es indigna de la jerarquía superior, es decir,
de la Iglesia universal de Jesucristo, de la que dimana, que la rodea y la
contiene en su seno.
Así el nombre de Iglesia le pertenece con toda verdad.
Posee sin disminución ni degradación todos los bienes y todo el misterio de la Iglesia universal.
En
este misterio único es, en la Iglesia universal y por ella, la esposa siempre
única de Jesucristo; a este título recibe todos sus bienes, su fe, su bautismo,
sus sacramentos, su cuerpo y su sangre, su espíritu; Él extiende sobre ella su
autoridad y sus delicadas solicitudes, Él es su pastor, pastor siempre único de
la Iglesia universal y de las greyes particulares.
La
Iglesia particular, constituida por el episcopado de su obispo, recibe, pues,
sin duda alguna, por él, todo lo que pertenece a la Iglesia universal y todo lo
la constituye[3]. Lo que decimos aquí debe entenderse del don
hecho a la Iglesia, es decir, de todo lo
que constituye la nueva criatura, y de todas sus riquezas, pero no de la posesión
estable e indefectible de estos dones y de estas riquezas; esta estabilidad
garantizada a la Iglesia universal no está garantizada a cada una de las
Iglesias particulares. La Iglesia universal no puede perecer, pero cada Iglesia
particular puede fallar y perecer. Ninguna de ellas es necesaria en cuanto
Iglesia particular. Sólo la Iglesia romana es infalible e imperecedera, no en
virtud de su calidad de Iglesia particular, sino por un privilegio especial y
porque su inmutable integridad mira al estado de la Iglesia universal.
Volvamos a repetirlo: este obispo, en quien se halla
todo el episcopado, le aporta toda la acción de Jesucristo, hace de ella la esposa de Jesucristo: ésta posee por él la palabra de Jesucristo, su sacrificio, su cuerpo y su sangre, su espíritu, sus
sacramentos; es regida por él, y en el obispo es Jesucristo su pastor. En una palabra, ella es verdaderamente
Iglesia; tiene toda la sustancia de la Iglesia en un solo y mismo misterio con
la Iglesia universal[4] y
como el episcopado está entero en cada obispo, así la Iglesia universal está
entera en cada una de las Iglesias[5].
Guardémonos,
pues, de considerar las Iglesias particulares como meras circunscripciones
establecidas únicamente para la buena administración del gobierno, como divisiones
accidentales que no son nada en la sustancia y cuya constitución podría cambiarse
al arbitrio del legislador. En el orden del antiguo Adán y de las ciudades que proceden
de él, las familias reposan sobre un sacramento divino. En un orden más augusto,
en la humanidad del nuevo Adán, las familias, que son las Iglesias, tienen también
un misterio sustancial que las constituye, pero todo está ahí en la unidad, y
este sacramento divino que constituye la Iglesia particular no es otra cosa que
el gran sacramento de Jesucristo y de la Iglesia universal, por lo cual, según
la doctrina de san Cipriano, “es coherente con los misterios celestiales”, es
inmutable y está «fundado en la estabilidad divina»[6].
Pero no sería éste el caso si en esta jerarquía del
obispo y de su Iglesia, no descubriéramos las relaciones que constituyen las
jerarquías superiores.
El obispo es la cabeza; ocupa el lugar del principio.
En el obispo está Jesucristo, y en Jesucristo el Padre que lo envía. La Iglesia
que recibe al obispo recibe a Jesucristo,
y recibiendo a Jesucristo recibe a
su Padre, puesto que Él mismo dijo: «El que os recibe a vosotros me recibe a Mí
y recibe a aquel que me ha enviado» (Mt X,
40).
Así el obispo ocupa ciertamente en ella el lugar de Jesucristo unido a su esposa[7]
ella misma es esa esposa de Jesucristo,
llamada Iglesia, y que encierra en sí todo el misterio de la Iglesia universal.
Pero esto no basta, sino que, por una misma ilación, el obispo ocupa en ella el lugar del Padre, y la
Iglesia recibe, por Él, el título de la filiación divina[8]. “Por el obispo, dice san Policarpo, adopta
Dios a sus hijos[9]”.
Así hallamos siempre el mismo orden de la vida divina;
la cabeza y lo que procede de ella, el obispo y la Iglesia; por parte de la
cabeza aparece el principio de la vida, es decir, el Padre, autor del don
divino y entregando a su Hijo, y por parte de la Iglesia, la masa de los hijos
de Dios, es decir, el Hijo único dado por el Padre, engendrado del Padre y
derramado sobre ellos sin cesar de ser único, como dijimos al tratar de la Iglesia
universal.
El
Espíritu Santo es inseparable del misterio de estas relaciones del Padre y del
Hijo dondequiera que aparezcan: el soplo del Padre y del Hijo, tal como aparece
en la Iglesia universal llenándola y animándola, viene también a la Iglesia
particular. Es el alma de su jerarquía, el sello de su comunión. Él sella en
ella la unión del obispo y de su pueblo, del esposo y de la esposa, es decir,
una vez más y siempre, la unión de Jesucristo y de su Iglesia y, remontándonos
más arriba hasta las profundidades divinas en que están ocultos los orígenes
sagrados de estos misterios, la unión del Padre y del Hijo.
De estas profundidades eternas, donde el Padre da al
Hijo y dónde el Hijo recibe del Padre, es de donde Jesucristo vino a la humanidad para formar la Iglesia universal,
cuya cabeza es Él, a la que da a su vez y que recibe de Él.
Y asimismo del seno de esta jerarquía superior de la
Iglesia universal, donde da Jesucristo
al colegio episcopal, en el que se halla toda la Iglesia, sale a su vez el
obispo para venir a formar la Iglesia particular cuya cabeza será, a la que él
dará y que recibirá de él.
Así estas jerarquías proceden una de otra: la Iglesia
particular procede de la Iglesia universal; la Iglesia universal, en la que
subsisten todas las Iglesias particulares, procede de la sociedad divina, de
Dios y de su Cristo.
Pero, en otro aspecto de este misterio, este orden, en
que lo inferior parece salir de lo superior, es también el orden en que lo
superior llama a sí mismo, asume en sí mismo lo inferior, para abrazarlo y
contenerlo en sí mismo.
La
sociedad divina de Dios y de su Cristo abraza en Jesucristo a la Iglesia universal,
la asume en sí misma, la contiene, la envuelve y la hace vivir de su vida. Así
también esa sociedad que existe entre Jesucristo y la Iglesia universal asume
en sí misma en el episcopado a las Iglesias particulares, las abraza y les comunica
su vida. Esto es lo que se expresa en las palabras del apóstol San Juan: Que vosotros, fieles de las
greyes particulares, tengáis sociedad con nosotros, que somos el episcopado[10]
en el que subsiste la Iglesia universal, y que nuestra sociedad, en la que
vosotros entráis, y que es la comunión de la Iglesia universal, sea elevada a
la sociedad del Padre y de su Hijo Jesucristo
(I Jn. I, 3).
Así se efectúa siempre y hasta las extremidades del
cuerpo místico de Jesucristo, lo que
Él dijo de esta unión: «Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfectamente
uno» (Jn XVII, 23).
Consideremos un
último aspecto de estas verdades sagradas.
[1] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia
católica, 5, PL 4, 501: “Esta unidad debemos retenerla, reivindicarla fuertemente,
sobre todo nosotros los obispos, que presidimos en la Iglesia a fin de probar que también el episcopado es
uno e indivisible... El episcopado es uno y cada obispo tiene su parte del
mismo, sin división del todo”.
[5] Ibid.
5-6; PL 145, 235: “La Iglesia de Cristo
está reunida por un vínculo de tan gran caridad que es una en la pluralidad (de
las Iglesias) y toda entera está misteriosamente en cada una de ellas... Sea la
santa Iglesia una en todas y esté toda entera en cada una... Sea una en la pluralidad
y esté toda entera en sus partes”.
[7] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios
6; PG 5, 549: “Es cosa evidente que hemos de mirar al obispo como al Señor
mismo». Id., Carta a los Tralianos 3; PG 5, 667: «Todos habéis también de
respetar al obispo, que es la imagen del Padre». Cf. Santo Tomás, Supplementum,
40 a. 7: «Los obispos son los esposos de la Iglesia en el puesto de Cristo”.
San Paciano de Barcelona, Carta 3, a Simproniano, 7; PL 13, 1068: «Nosotros,
los obispos,... porque hemos recibido el nombre de apóstoles, porque hemos sido
marcados con el nombre de Cristo... Porque, sea que bauticemos, sea que
forcemos a la penitencia o que otorguemos el perdón a los penitentes nosotros
hacemos todo esto, pero el que obra es Cristo».
[8] San Ignacio de Antioquía, Carta a los
Magnesios 3; PG 5, 664:665: «También a vosotros os conviene..., mirando en él
la virtud de Dios Padre, tributarle (a vuestro obispo) toda reverencia. Así he sabido
que vuestros santos presbíteros... como personas prudentes en Dios, le son obedientes,
no a él, sino al Padre de Jesucristo, que es el obispo de todos». Simeón de
Tesalónica, De las sagradas órdenes 1; PG 155, 363: «El obispo tiene el poder
de iluminar y en ello imita al Padre de las luces, cuyo poder posee en
abundancia.»