II
DIOS
ES CABEZA DE CRISTO
El
misterio de la sociedad divina.
Dios
no está solo en su unidad; tiene su consejo que es su Verbo y su Hijo único
(cf. Is. IX, 6).
A ese Hijo, que está en su seno, comunica su divinidad
y todos sus atributos. Le da su sabiduría y su poder, le hace compartir su
trono, lo asocia a su majestad.
Se
trata ciertamente de una sociedad indisoluble, eterna y sagrada en Dios. El
Padre no cesa de comunicar al Hijo, y el Hijo no cesa de recibir del Padre. Hay
ciertamente dos personas y dos títulos: el principio, que no depende en nada de
aquel a quien engendra; el que es engendrado, que depende enteramente de su
principio, recibiéndolo todo de él con una plenitud y una perfección total y tan
absoluta, que le es igual en todas las cosas (Jn. XVI, 15).
En tal sociedad hay número, y para que este número sea
perfecto brota una tercera persona en el seno de esta sociedad incomprensible e
inefable del Padre y del Hijo para ser su fruto y consumarla.
El
Padre y el Hijo se dan mutuamente un amor eterno; y en este amor está el origen
de la tercera persona que pertenece a los dos, procede de los dos, y es el testigo
y el sello sagrado de su alianza eterna. Tal es, sin duda alguna, la sociedad
del Padre y del Hijo sellada por el Espíritu Santo, en la que todas las
relaciones son inviolables y no se pueden invertir.
Estas relaciones no se perturban cuando se manifiesta Dios
al exterior por sus obras, y se mantienen inmutables al revelarse en el tiempo.
Dios opera según las leyes de su vida íntima; en toda
operación de Dios operan las personas divinas en su rango y según la ley
inmutable de su origen eterno.
Según
este orden, el Padre tiene en su Hijo su confidente eterno y su cooperador:
como el Hijo está asociado al Padre en el misterio de la vida divina (Jn V, 26),
no hay secreto que no le revele el Padre (Jn V, 20), ni obra que haga sin Él (Jn
V, 19).
Fue
el consejero del Padre en la creación de los ángeles; estaba con él, como
recreándose, cuando planeaba el universo (Prov. VIII, 30-31), y todas las obras
del Padre «fueron hechas por él y nada de lo que fue hecho fue hecho sin él» (Jn.
I, 3) ni sin el Espíritu, que es el Espíritu del Padre y del Hijo.
La
encarnación del Hijo.
Pero, como antes hemos anunciado, el Padre no se
contentó con que el misterio de la sociedad divina que hay en Él se declarara
así por las operaciones de las personas divinas en sus primeras obras: al final, esta sociedad, saliendo del
santuario de la eternidad en que habita, descendió en el tiempo y vino hasta la
criatura.
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn I, 14), es decir, que Dios Padre,
extendiendo hasta el hombre su generación divina, unió con la naturaleza humana
este Verbo que nace de Él, y este Verbo encarnado es el hombre Jesucristo (I Tim II, 5).
Así la humanidad de Jesucristo unida al Verbo, en virtud de esta unión, está verdaderamente
asociada a todos los derechos y al título de Hijo de Dios. Por el derecho mismo
de la generación eterna del que la revistió entra en el secreto y en las comunicaciones
de la majestad, del poder y del trono.
¿No parece que así se dan toda gloria y todo honor a
la obra divina y que la unión hipostática basta plenamente para consumarla? ¿No
ha alcanzado su término de esta manera el plan de Dios? ¿Puede todavía faltarle
algo?
Parece,
pues, que este designio y este plan van a detenerse ahí y que fuera de esto no
habrá ya nada más.
Así
también la humanidad de que se revistió Jesucristo es, por su parte, toda
inocencia y toda santidad. Dios le preparó un origen muy puro en el seno
de la Virgen María; y aunque tomó la naturaleza humana después de la falta de Adán, naciendo de una Virgen por obra
del Espíritu Santo, no contrajo en modo alguno sus taras[1].
Si, pues, en esta humanidad recibe Cristo,
para Sí solo, el título y las prerrogativas del Hijo de Dios, como no debe nada
a la muerte, puede introducirla inmediatamente en la gloria de su Padre.
Repitámoslo: parece que todo va a terminarse ahí y que
el designio de Dios ha alcanzado, por consiguiente, su término final y su
consumación ultima.
Pero en realidad no es todavía así. Por el hecho mismo que la naturaleza humana
de Cristo está tomada de la nuestra y nos pertenece, se anuncia otra
continuación de esta gran obra.
La
gran maravilla y el secreto oculto desde los orígenes es que el misterio de la
filiación divina dada a la criatura debe ser también el misterio de la misericordia,
que debe reparar las ruinas del pecado, extenderse y abarcar a todos los
pecadores.
Jesucristo,
Hijo de Dios, no tiene este título augusto para Él solo, sino que, siendo Hijo
único por nacimiento, tiene la prerrogativa de dar — y, en efecto, se lo da a
todos los que le reciben — el poder de ser hijos de Dios (Jn I, 12) en Él por
una adopción de un orden y de una eficacia superiores, que consiste en hacerlos
a todos solidarios y partícipes de Él mismo (I Jn. III, 1)[2].
[1] San León, 4° sermón de Navidad (sermón
24) 3; PL 54, 205-206: «Se escogió por madre a una de sus criaturas, que, sin
perder su integridad virginal, intervino sola para procurar la sustancia de su
cuerpo: así se había detenido la contaminación de la semilla humana, el nuevo
hombre poseía en toda su pureza la verdad de la naturaleza humana. La tierra de
nuestra naturaleza humana, maldita en el primer prevaricador, produjo con este
parto único de la bienaventurada Virgen un brote bendito y exento del vicio de
su raza»; loc. cit., p. 103-105. Id., 2°
sermón de Navidad (sermón 22) 2; PL 54, 195: «Tal era el nacimiento que convenía
al futuro Salvador del género humano, que poseería toda la naturaleza del
hombre ignorando las manchas de la carne»; ibid., p. 79.
[2] La adopción entre los hombres es sólo una
ficción legal, y el hijo adoptivo no ha recibido en ningún grado su origen del
que lo adopta: no es su verdadero hijo. Pero la adopción divina fundada en el
segundo nacimiento y en nuestra unión con el Hijo único Jesucristo, es una realidad
misteriosa (I Jn III, 1). Cf. Santo Tomás III, q. 23, a. I: “La
adopción divina es superior a la adopción humana, porque Dios al adoptar a un
hombre lo hace capaz, por el don de la gracia, de percibir la herencia
celestial, mientras que el hombre no crea aptitud, sino que la supone en aquel
que adopta»; Ch.-V. Héris, Le Verbe incarné t. 3, p. 209. Ibid., ad
2: «Por acto de adopción se comunica a los hombres una semejanza de la filiación
natural. De ahí la palabra de la epístola a los Romanos (VIII, 29):
"A los que distinguió anticipadamente para ser conformes a la imagen de su
Hijo». cf. loc. cit., p. 210.