lunes, 21 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. II (I de II)

II

DIOS ES CABEZA DE CRISTO

El misterio de la sociedad divina.

Dios no está solo en su unidad; tiene su consejo que es su Verbo y su Hijo único (cf. Is. IX, 6).
A ese Hijo, que está en su seno, comunica su divinidad y todos sus atributos. Le da su sabiduría y su poder, le hace compartir su trono, lo asocia a su majestad.
Se trata ciertamente de una sociedad indisoluble, eterna y sagrada en Dios. El Padre no cesa de comunicar al Hijo, y el Hijo no cesa de recibir del Padre. Hay ciertamente dos personas y dos títulos: el principio, que no depende en nada de aquel a quien engendra; el que es engendrado, que depende enteramente de su principio, recibiéndolo todo de él con una plenitud y una perfección total y tan absoluta, que le es igual en todas las cosas (Jn. XVI, 15).
En tal sociedad hay número, y para que este número sea perfecto brota una tercera persona en el seno de esta sociedad incomprensible e inefable del Padre y del Hijo para ser su fruto y consumarla.
El Padre y el Hijo se dan mutuamente un amor eterno; y en este amor está el origen de la tercera persona que pertenece a los dos, procede de los dos, y es el testigo y el sello sagrado de su alianza eterna. Tal es, sin duda alguna, la sociedad del Padre y del Hijo sellada por el Espíritu Santo, en la que todas las relaciones son inviolables y no se pueden invertir.
Estas relaciones no se perturban cuando se manifiesta Dios al exterior por sus obras, y se mantienen inmutables al revelarse en el tiempo.
Dios opera según las leyes de su vida íntima; en toda operación de Dios operan las personas divinas en su rango y según la ley inmutable de su origen eterno.

Según este orden, el Padre tiene en su Hijo su confidente eterno y su cooperador: como el Hijo está asociado al Padre en el misterio de la vida divina (Jn V, 26), no hay secreto que no le revele el Padre (Jn V, 20), ni obra que haga sin Él (Jn V, 19).
Fue el consejero del Padre en la creación de los ángeles; estaba con él, como recreándose, cuando planeaba el universo (Prov. VIII, 30-31), y todas las obras del Padre «fueron hechas por él y nada de lo que fue hecho fue hecho sin él» (Jn. I, 3) ni sin el Espíritu, que es el Espíritu del Padre y del Hijo.

La encarnación del Hijo.

Pero, como antes hemos anunciado, el Padre no se contentó con que el misterio de la sociedad divina que hay en Él se declarara así por las operaciones de las personas divinas en sus primeras obras: al final, esta sociedad, saliendo del santuario de la eternidad en que habita, descendió en el tiempo y vino hasta la criatura.
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn I, 14), es decir, que Dios Padre, extendiendo hasta el hombre su generación divina, unió con la naturaleza humana este Verbo que nace de Él, y este Verbo encarnado es el hombre Jesucristo (I Tim II, 5).
Así la humanidad de Jesucristo unida al Verbo, en virtud de esta unión, está verdaderamente asociada a todos los derechos y al título de Hijo de Dios. Por el derecho mismo de la generación eterna del que la revistió entra en el secreto y en las comunicaciones de la majestad, del poder y del trono.
¿No parece que así se dan toda gloria y todo honor a la obra divina y que la unión hipostática basta plenamente para consumarla? ¿No ha alcanzado su término de esta manera el plan de Dios? ¿Puede todavía faltarle algo?
Parece, pues, que este designio y este plan van a detenerse ahí y que fuera de esto no habrá ya nada más.
Así también la humanidad de que se revistió Jesucristo es, por su parte, toda inocencia y toda santidad. Dios le preparó un origen muy puro en el seno de la Virgen María; y aunque tomó la naturaleza humana después de la falta de Adán, naciendo de una Virgen por obra del Espíritu Santo, no contrajo en modo alguno sus taras[1]. Si, pues, en esta humanidad recibe Cristo, para Sí solo, el título y las prerrogativas del Hijo de Dios, como no debe nada a la muerte, puede introducirla inmediatamente en la gloria de su Padre.
Repitámoslo: parece que todo va a terminarse ahí y que el designio de Dios ha alcanzado, por consiguiente, su término final y su consumación ultima.
Pero en realidad no es todavía así. Por el hecho mismo que la naturaleza humana de Cristo está tomada de la nuestra y nos pertenece, se anuncia otra continuación de esta gran obra.
La gran maravilla y el secreto oculto desde los orígenes es que el misterio de la filiación divina dada a la criatura debe ser también el misterio de la misericordia, que debe reparar las ruinas del pecado, extenderse y abarcar a todos los pecadores.
Jesucristo, Hijo de Dios, no tiene este título augusto para Él solo, sino que, siendo Hijo único por nacimiento, tiene la prerrogativa de dar — y, en efecto, se lo da a todos los que le reciben — el poder de ser hijos de Dios (Jn I, 12) en Él por una adopción de un orden y de una eficacia superiores, que consiste en hacerlos a todos solidarios y partícipes de Él mismo (I Jn. III, 1)[2].




[1] San León, 4° sermón de Navidad (sermón 24) 3; PL 54, 205-206: «Se escogió por madre a una de sus criaturas, que, sin perder su integridad virginal, intervino sola para procurar la sustancia de su cuerpo: así se había detenido la contaminación de la semilla humana, el nuevo hombre poseía en toda su pureza la verdad de la naturaleza humana. La tierra de nuestra naturaleza humana, maldita en el primer prevaricador, produjo con este parto único de la bienaventurada Virgen un brote bendito y exento del vicio de su raza»; loc. cit., p. 103-105. Id., 2° sermón de Navidad (sermón 22) 2; PL 54, 195: «Tal era el nacimiento que convenía al futuro Salvador del género humano, que poseería toda la naturaleza del hombre ignorando las manchas de la carne»; ibid., p. 79.

[2] La adopción entre los hombres es sólo una ficción legal, y el hijo adoptivo no ha recibido en ningún grado su origen del que lo adopta: no es su verdadero hijo. Pero la adopción divina fundada en el segundo nacimiento y en nuestra unión con el Hijo único Jesucristo, es una realidad misteriosa (I Jn III, 1). Cf. Santo Tomás III, q. 23, a. I: “La adopción divina es superior a la adopción humana, porque Dios al adoptar a un hombre lo hace capaz, por el don de la gracia, de percibir la herencia celestial, mientras que el hombre no crea aptitud, sino que la supone en aquel que adopta»; Ch.-V. Héris, Le Verbe incarné t. 3, p. 209. Ibid., ad 2: «Por acto de adopción se comunica a los hombres una semejanza de la filiación natural. De ahí la palabra de la epístola a los Romanos (VIII, 29): "A los que distinguió anticipadamente para ser conformes a la imagen de su Hijo». cf. loc. cit., p. 210.