Parte
Segunda
PRINCIPIOS
GENERALES DE LA JERARQUÍA DE LA IGLESIA
I IDEA GENERAL DE LA JERARQUIA
En el momento en que nos disponemos a describir el
orden de la Iglesia y la admirable disposición de la obra divina en ella, elevemos
los ojos a la jerarquía divina y contemplemos la sociedad del Padre y del Hijo
en el Espíritu Santo.
Dios
es cabeza de Cristo.
El
Padre engendra al Hijo en su seno (Sal. CIX, 3; Jn I, 18); el Padre envía a su
Hijo al mundo (Jn X, 36); el nacimiento es eterno y la misión se declara en el
tiempo[1]. Pero en la generación y en la misión
reverenciamos las mismas relaciones de origen, las mismas personas, la misma
sociedad del Padre y del Hijo, sociedad eterna y declarada en el tiempo, sociedad
cuya vida inefable permanece en el seno de Dios y que apareció en el mundo (I
Jn. I, 2). Porque la misión no se establece en otro orden que el nacimiento. Al
Padre corresponde enviar al Hijo, y la sociedad del Padre y del Hijo, sin
turbar sus relaciones eternas, se revela en su misión. Así nuestro Pontífice,
revestido de su carácter sacerdotal por el Padre, es enviado y consagrado en el
tiempo por el mismo que lo engendra desde coda la eternidad (Jn VII, 29)[2].
Ahora
bien, esta primera e inefable jerarquía del Padre y del Hijo aparece en la misión
de Cristo, y es el origen y el tipo de todo lo que sigue en la obra de la
Iglesia.
El
Padre envía al Hijo; el Hijo a su vez envía a los apóstoles y constituye en
ellos el colegio y el orden episcopal, es decir, verdaderamente la Iglesia universal,
que subsiste en este colegio como en su parte principal. Los envía con una
misión semejante a la que ha recibido Él mismo: «Como me envió el Padre, así os
envío yo» (Jn. XX, 21). Al enviarlos está en ellos, como su Padre está en Él:
«El que os recibe a vosotros, a Mí me
recibe; y el que me recibe, recibe al Padre que me envió» (Mt X, 40; cf. Jn XIII,
20).
Cristo
es cabeza de la Iglesia.
Así
aparece una segunda jerarquía que dimana de la primera jerarquía de Dios. Como
Dios es cabeza de Cristo (I Cor II, 3), Cristo es cabeza de la Iglesia (Ef V,
23). Pero esto no es todo, y ya, en las palabras dirigidas a los apóstoles: «El
que os recibe a vos-otros, a Mí me recibe», descubrimos la tercera jerarquía,
la del apóstol o del obispo y de los hombres que la reciben, y sobre los que
ejerce particularmente su misión. Así como Cristo es cabeza de la Iglesia, así el
obispo lo es de su pueblo, de su Iglesia particular.
Tal será el orden de nuestro estudio: por debajo del misterio de la sociedad divina
de Dios y de su Hijo, declarado en la misión del Hijo, hay dos jerarquías: la
de Jesucristo y de la Iglesia que es también la de Jesucristo y del colegio de
los obispos; la del obispo y de su Iglesia particular. Esta última jerarquía dimana
y depende de la precedente. Una y otra, por una misteriosa identificación, se
elevan y se remontan penetrándose y alcanzando hasta el seno de Dios: porque el
que recibe al obispo recibe a Cristo; el
que recibe a Cristo, recibe en Cristo al Padre de Cristo que lo ha enviado.
Plan
del tratado.
Así todo este tratado tendrá su división natural: Dios
es cabeza de Cristo, Cristo es cabeza de la Iglesia universal, el obispo es
cabeza de su Iglesia particular; dos grandes temas de estudio: la Iglesia
universal, la Iglesia particular, en que se repartirá este trabajo: y por
encima, como el tipo y la fuente de que dependen todos los movimientos
inferiores, esa eterna sociedad del Padre y del Hijo, de la que procede la
Iglesia, en la que tiene su forma y su ejemplar, a la que está asociada y hacia
la que se remonta sin cesar como hacia su centro, su bienaventuranza y su consumación.
El gran mártir san
Ignacio vio el misterio de estas jerarquías descendiendo del trono de Dios
y lo celebra en cada una de sus páginas.
«Donde
apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre; al modo que dondequiera
estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal[3]».
«Mayor razón tengo para felicitaros a vosotros, que estáis tan armoniosamente
unidos con él (con vuestro obispo), como
la Iglesia con Jesucristo, y Jesucristo con el Padre, a fin de que todo, en la
unidad, suene al unísono»[4].
«Jesucristo,
nuestra vida, del que nada ha de ser capaz de separarnos, es el pensamiento del
Padre, al modo que también los obispos, establecidos por los confines de la
tierra están en el pensamiento y sentir de Jesucristo. Síguese de ahí que
os conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo que es justamente lo
que ya hacéis»[5].
Los
padres de la Iglesia alimentaban con esta misma doctrina al pueblo cristiano.
Éste, que nace y vive del misterio de la jerarquía, sacaba de ella toda su vida
sobrenatural, recibía por estos canales sagrados la predicación de la palabra y
la comunicación del don divino.
Así le eran familiares las condiciones divinas de la
jerarquía, le horrorizaba la violación de este orden necesario, y durante el cisma
que siguió a la deposición del papa
Liberio (355), se le oía en Roma proclamar en el anfiteatro estos
principios inmutables: «Un solo Dios, un solo Cristo, un solo obispo»[6], es decir, un solo Dios, cabeza de Cristo; un solo
Cristo, cabeza de la Iglesia católica y del episcopado universal; un solo obispo,
cabeza de su pueblo[7];
es decir, todavía, una sola divinidad y una sola vida divina en la jerarquía
eterna, que brota del Padre y abraza al Hijo; una sola comunión de la Iglesia
universal, que brota de Jesucristo y abraza en Él a su Iglesia única; una
sola comunión sagrada en la Iglesia
particular, que brota del obispo y abraza a toda su grey.
[1] San León Magno (440-461), 5°
sermón de Navidad (sermón 25) 3; PL 54, 210; «El resplandor que emana de la luz no es posterior a la luz, no hay
nunca verdadera luz sin resplandor: le es tan esencial brillar como existir.
Ahora bien, la manifestación de este resplandor se llama misión de Cristo,
cuando éste apareció en el mundo». Santo
Tomás I, q. 43 a. 2, ad 3: «Misión incluye, en su concepto, la procesión
eterna y le añade un efecto temporal».
[6] Teodoreto de Ciro (muerto hacia 466), Historia eclesiástica, L. 2, c. 14; PG 82, 1039- 1042; sobre este
episodio, cf. Hefele 1, 908-915. Cf.
San Cornelio I (251-253), Carta 6, a Cipriano de Cartago 2; PL 3,
722; Dz. 108; Id., Carta a Fabio de Antioquía,
en Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, L. 6, c. 43, n.
11; PG 20, 622; 109: «El vindicador del Evangelio (Novaciano) ¿no sabía que en una Iglesia católica sólo debe haber un
obispo?».