sábado, 19 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. I.

Parte Segunda

PRINCIPIOS GENERALES DE LA JERARQUÍA DE LA IGLESIA


I IDEA GENERAL DE LA JERARQUIA

En el momento en que nos disponemos a describir el orden de la Iglesia y la admirable disposición de la obra divina en ella, elevemos los ojos a la jerarquía divina y contemplemos la sociedad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

Dios es cabeza de Cristo.

El Padre engendra al Hijo en su seno (Sal. CIX, 3; Jn I, 18); el Padre envía a su Hijo al mundo (Jn X, 36); el nacimiento es eterno y la misión se declara en el tiempo[1]. Pero en la generación y en la misión reverenciamos las mismas relaciones de origen, las mismas personas, la misma sociedad del Padre y del Hijo, sociedad eterna y declarada en el tiempo, sociedad cuya vida inefable permanece en el seno de Dios y que apareció en el mundo (I Jn. I, 2). Porque la misión no se establece en otro orden que el nacimiento. Al Padre corresponde enviar al Hijo, y la sociedad del Padre y del Hijo, sin turbar sus relaciones eternas, se revela en su misión. Así nuestro Pontífice, revestido de su carácter sacerdotal por el Padre, es enviado y consagrado en el tiempo por el mismo que lo engendra desde coda la eternidad (Jn VII, 29)[2].
Ahora bien, esta primera e inefable jerarquía del Padre y del Hijo aparece en la misión de Cristo, y es el origen y el tipo de todo lo que sigue en la obra de la Iglesia.
El Padre envía al Hijo; el Hijo a su vez envía a los apóstoles y constituye en ellos el colegio y el orden episcopal, es decir, verdaderamente la Iglesia universal, que subsiste en este colegio como en su parte principal. Los envía con una misión semejante a la que ha recibido Él mismo: «Como me envió el Padre, así os envío yo» (Jn. XX, 21). Al enviarlos está en ellos, como su Padre está en Él: «El  que os recibe a vosotros, a Mí me recibe; y el que me recibe, recibe al Padre que me envió» (Mt X, 40; cf. Jn XIII, 20).


Cristo es cabeza de la Iglesia.

Así aparece una segunda jerarquía que dimana de la primera jerarquía de Dios. Como Dios es cabeza de Cristo (I Cor II, 3), Cristo es cabeza de la Iglesia (Ef V, 23). Pero esto no es todo, y ya, en las palabras dirigidas a los apóstoles: «El que os recibe a vos-otros, a Mí me recibe», descubrimos la tercera jerarquía, la del apóstol o del obispo y de los hombres que la reciben, y sobre los que ejerce particularmente su misión. Así como Cristo es cabeza de la Iglesia, así el obispo lo es de su pueblo, de su Iglesia particular.
Tal será el orden de nuestro estudio: por debajo del misterio de la sociedad divina de Dios y de su Hijo, declarado en la misión del Hijo, hay dos jerarquías: la de Jesucristo y de la Iglesia que es también la de Jesucristo y del colegio de los obispos; la del obispo y de su Iglesia particular. Esta última jerarquía dimana y depende de la precedente. Una y otra, por una misteriosa identificación, se elevan y se remontan penetrándose y alcanzando hasta el seno de Dios: porque el que recibe al obispo recibe  a Cristo; el que recibe a Cristo, recibe en Cristo al Padre de Cristo que lo ha enviado.

Plan del tratado.

Así todo este tratado tendrá su división natural: Dios es cabeza de Cristo, Cristo es cabeza de la Iglesia universal, el obispo es cabeza de su Iglesia particular; dos grandes temas de estudio: la Iglesia universal, la Iglesia particular, en que se repartirá este trabajo: y por encima, como el tipo y la fuente de que dependen todos los movimientos inferiores, esa eterna sociedad del Padre y del Hijo, de la que procede la Iglesia, en la que tiene su forma y su ejemplar, a la que está asociada y hacia la que se remonta sin cesar como hacia su centro, su bienaventuranza y su consumación.
El gran mártir san Ignacio vio el misterio de estas jerarquías descendiendo del trono de Dios y lo celebra en cada una de sus páginas.
«Donde apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre; al modo que dondequiera estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal[3]». «Mayor razón tengo para felicitaros a vosotros, que estáis tan armoniosamente unidos con él (con vuestro  obispo), como la Iglesia con Jesucristo, y Jesucristo con el Padre, a fin de que todo, en la unidad, suene al unísono»[4].
«Jesucristo, nuestra vida, del que nada ha de ser capaz de separarnos, es el pensamiento del Padre, al modo que también los obispos, establecidos por los confines de la tierra están en el pensamiento y sentir de Jesucristo. Síguese de ahí que os conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo que es justamente lo que ya hacéis»[5].
Los padres de la Iglesia alimentaban con esta misma doctrina al pueblo cristiano. Éste, que nace y vive del misterio de la jerarquía, sacaba de ella toda su vida sobrenatural, recibía por estos canales sagrados la predicación de la palabra y la comunicación del don divino.
Así le eran familiares las condiciones divinas de la jerarquía, le horrorizaba la violación de este orden necesario, y durante el cisma que siguió a la deposición del papa Liberio (355), se le oía en Roma proclamar en el anfiteatro estos principios inmutables: «Un solo Dios, un solo Cristo, un solo obispo»[6], es decir, un solo Dios, cabeza de Cristo; un solo Cristo, cabeza de la Iglesia católica y del episcopado universal; un solo obispo, cabeza de su pueblo[7]; es decir, todavía, una sola divinidad y una sola vida divina en la jerarquía eterna, que brota del Padre y abraza al Hijo; una sola comunión de la Iglesia universal, que brota de Jesucristo y abraza en Él a su Iglesia única; una sola  comunión sagrada en la Iglesia particular, que brota del obispo y abraza a toda su grey.



[1] San León Magno (440-461), 5° sermón de Navidad (sermón 25) 3; PL 54, 210; «El resplandor que emana de la luz no es posterior a la luz, no hay nunca verdadera luz sin resplandor: le es tan esencial brillar como existir. Ahora bien, la manifestación de este resplandor se llama misión de Cristo, cuando éste apareció en el mundo». Santo Tomás I, q. 43 a. 2, ad 3: «Misión incluye, en su concepto, la procesión eterna y le añade un efecto temporal».

[2] San Agustín, La Trinidad, l. 4, c. 20, n.° 29; PL 42, 908: «Como el Padre engendró y el Hijo es engendrado, así el Padre envió y el Hijo es enviado... Como nacer es para el Hijo ser del Padre, así ser enviado es para el Hijo ser conocido en su origen del Padre»; loc. cit., p. 413.

[3] San Ignacio de Antioquía (muerto hacia 110), Cartas a los Esmirniotas 8, PG 5, 713; D Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950, p. 493.

[4] Id. Carta a los Efesios 5; PG 5, 648-649.

[5] Ibid., 3-4; PG 5, 648; loc, cit.. o. 449.

[6] Teodoreto de Ciro (muerto hacia 466), Historia eclesiástica, L. 2, c. 14; PG 82, 1039- 1042; sobre este episodio, cf. Hefele 1, 908-915. Cf. San Cornelio I (251-253), Carta 6, a Cipriano de Cartago 2; PL 3, 722; Dz. 108; Id., Carta a Fabio de Antioquía, en Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, L. 6, c. 43, n. 11; PG 20, 622; 109: «El vindicador del Evangelio (Novaciano) ¿no sabía que en una Iglesia católica sólo debe haber un obispo?».

[7] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica 23; PL, 4, 517: «No hay más que un Dios, un Salvador, una Iglesia, una fe, un pueblo unido en una sólida unidad física por el cemento de la concordia».