El
misterio de la salvación.
Aquí se descubren de nuevo misterios y aquí intervienen
el sacrificio y la muerte.
La muerte no puede tener ninguna pretensión sobre Jesucristo inocente (Rom VI, 23), y sin embargo, por su
muerte es como Él quiere entrar en su gloria (Lc. XXIV, 26). Pero es que no pretende entrar en ella Él solo: lleva
consigo multitudes (Heb. II, 10). No le
conviene hacer valer el derecho que le pertenece en su santidad personal; como
estas multitudes contrajeron en otro tiempo el pecado, va a santificarse por ellas (Jn XVII, 19) por
un bautismo con el que las lavará en Sí mismo. Es el bautismo de su sangre,
cuyo deseo le apremia y que quiere llevar a cabo (Lc XII, 50). Si no pasa por
la muerte, quedará solo: como grano de trigo debe morir para multiplicarse (Jn.
XII, 24-25). Así, desde su mismo nacimiento se entregó a ella
anticipadamente. Entrando en el mundo, dice el Apóstol, pronunció este voto (Heb. X, 5.7; Sal. XXXIX, 3), y los ángeles lo adoraron en este
misterio que les fue revelado (Heb. I, 6). Irá a su sacrificio a la hora
señalada, o mejor dicho, no cesa de ejecutar la acción de su sacrificio hora
tras hora, desde su nacimiento hasta su consumación en la cruz. Finalmente,
todo es consumado (Jn XIX, 28) por
su muerte. Como no tenía que pagar ninguna deuda por Sí mismo, porque sólo Él
no debe nada a la muerte por ser el único que no tiene pecado[1], Él
solo paga la deuda de todos (Heb. II, 19).
La muerte, asombrada, no puede retenerlo: sale de ella por su resurrección, que
es un nuevo nacimiento. Renace de la
tumba, y su Padre, dice el Apóstol, le dice a la hora de la resurrección,
proclamando este nuevo nacimiento: «Tú eres mi Hijo, Yo mismo te he engendrado
hoy» (Act. XIII, 33).
Esta vida que asume en la resurrección es para todos
los hombres: todos los hombres rescatados en Él recibirán de Él el beneficio de
este segundo nacimiento y resucitarán por Él en la santidad de esta vida.
Tal
es el misterio oculto en el bautismo de los fieles, que se declarará en su
gloria futura (Rom VI, 3-5)[2].
Así
Jesucristo tiene dos nacimientos en el tiempo[3]: por el primero, naciendo de la Virgen, toma
nuestra naturaleza; y por el segundo, naciendo del sepulcro y de la muerte a
una vida nueva, nos da y nos comunica las riquezas de esta vida, hace que renazcamos
todos en Él y viene a ser nuestra cabeza.
Por el primero es todo inocencia y santidad, por el
segundo es fuente de pureza y santificador, y cabeza de la nueva especie
humana.
Sin
embargo, está estrechamente ligado el misterio de estos dos nacimientos; Jesucristo
no entra en su gloria en virtud de la santidad de su primer nacimiento sino en
virtud del segundo (Heb IX, 12; Lc. XXIV, 26). Sólo tomó la naturaleza humana
en María para rescatarla en la cruz y resucitarla del sepulcro. Para esto vino
al mundo: «Por esto he llegado a esta hora» (Jn XII, 27) y por ello fue preciso que
su Madre fuera de nuestra raza; porque aun cuando el nacimiento de una virgen
lo revistió de una naturaleza humana exenta de toda mácula, si debía permanecernos
extraño ¿para qué tomar esa carne y esa sangre entre los descendientes de Adán en lugar de tomarlas puras y
santas de la nada por un acto creador de la potencia divina?
Muy
al contrario, por el hecho mismo de tomar la naturaleza de Adán y la misma
humanidad caída en él por la culpa, anunciaba el designio de salvarla. La masa
de esta humanidad llevaba en sí la maldición del pecado; no podía amarla y
escogerla sino con vistas a repararla; y si no tenía este designio, no era
digno de Él tomar de esta fuente la naturaleza humana de que iba a revestirse.
Así pues, también por esta razón, desde su primer
nacimiento tiene en vista el segundo y pronuncia el voto, de su sacrificio (Heb. X, 5-9). Desde entonces comienza a
realizarlo y no habrá en su vida una sola hora en que no ejecute su acción. Y
así, aunque le pertenecemos en virtud de su muerte y de su resurrección,
estamos ya en Él desde el principio, porque entonces comenzó ya su sacrificio,
que llevaba consigo su muerte y el misterio de nuestra redención. Por esto León, hablando de que Jesucristo nació de la Virgen María, puede decir con verdad que nosotros comenzamos con Él,
aunque nuestro nacimiento en Él esté propiamente ligado a su resurrección[4].
Tal es pues, el orden del misterio: por esta divina
economía introduce Jesucristo en
esta sociedad del Padre y del Hijo no sólo la humanidad que lleva en su persona
sino en ella y por ella a la humanidad social y universal de sus elegidos[5].
Toda la Iglesia está en Él y Él la lleva toda entera
al seno de su Padre (Jn. XVII, 24).
En
adelante el Padre, mirando al Hijo en el secreto de esta sociedad a la que se
ha reintegrado el Hijo, ve en Él a toda la Iglesia que le está unida.
Así extiende hasta ella con esta mirada paterna el
amor eterno con que ama a su Hijo único, abrazándola en este mismo amor, porque
la abraza con una misma mirada y porque ella ha venido a ser una sola cosa con
este Hijo, según lo que dice nuestro Señor en San Juan: «Tu me amaste con un
amor eterno y antes de la creación del mundo...; esté en ellos el amor con que
me has amado”, porque «Yo mismo estoy en ellos» (Jn. XVII, 24.26).
«El Padre os ama», dice todavía (Jn. XVII, 27); y éste es el amor del que dijo: «Que el mundo sepa
que los has amado como me has amado a Mí» (Jn
XVII, 23, Vulg.); es decir, que ese amor
eterno que hay en Dios y con que el Padre ama al Hijo estaba encerrado hasta
entonces en el seno de Dios; pero cuando este seno se abrió en la misión y
encarnación del Hijo, y el Hijo salió de él para derramarse sobre la humanidad
e incorporarse su Iglesia, este amor debió salir también del seno de Dios para seguir
al Hijo hasta la humanidad y extenderse a la Iglesia.
Así
pues, el Hijo a su vez, derramado por decirlo así sobre esta Iglesia, envía en
ella a su Padre el grito del amor filial, y así en esta sociedad del Padre y
del Hijo, que abarca a la Iglesia, el Espíritu Santo que procede del uno y del
otro se extiende hasta la Iglesia. El Padre ama a su Hijo en la Iglesia, y el
Hijo ama en la Iglesia al Padre y envía a su Padre el grito del amor filial. Jesucristo
dice de su Padre: «El Padre os ama» (Jn. XVI, 27); el Apóstol dice de la
Iglesia: «La prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama» sin cesar: «Abba, Padre» (Gál. IV, 6). Y así la
misión del Espíritu Santo sigue a la
misión del Hijo de Dios a la humanidad, como su procesión eterna sigue al nacimiento
de este Hijo en la eternidad.
Dondequiera que está el Hijo, allí está el Espíritu
del Hijo. Siendo Espíritu del Hijo, es el Espíritu de adopción en aquellos que
se unió el Hijo (Rom VIII, 15); y
como el Hijo vino hasta los hombres en la Iglesia, es preciso que el Espíritu
Santo alcance a los hombres y penetre la Iglesia. Y tenemos una vez más el
orden de las realizaciones divinas y una como continuación de las necesidades de
la jerarquía que hay en Dios.
He aquí, pues, verdaderamente la primera efusión del
orden jerárquico divino: «Dios es la cabeza de Cristo» (I Cor. XI, 13); y ya entrevemos una como segunda efusión en el
mismo orden: «Cristo, cabeza de la Iglesia» (Ef. V, 23).
Pero antes de seguir adelante es preciso detener
nuestro pensamiento en el carácter singular de esta misión del Verbo a la
humanidad, a saber, el título y la unción sacerdotal.
El
título y la unción sacerdotal.
Dios
Padre, engendrando a su Hijo fuera de la eternidad en ese otro nacimiento en el
que lo hace nacer de la bienaventurada Virgen María, y principalmente
haciéndolo renacer de la muerte por su resurrección, no «lo hace» ser
únicamente «Señor» e Hijo Dios, sino también
«Cristo» (Act. II, 36) y pontífice, es decir, lo envía en estado de
sacrificador. Esta cualidad estará de tal manera ligada a todo el orden de la
encarnación que no se lo podrá separar de ella, es decir, que queriendo Dios
glorificar en su Cristo a la naturaleza humana que había creado al principio, y
habiendo decaído esta naturaleza, primero tendrá que purificarla por un
sacrificio que expíe el pecado. Intervendrá la muerte, porque es el cumplimiento
del orden de la justicia y la pena decretada contra el pecado (Rom VI, 23). La
víctima será el hombre mismo; y como nuestro sacerdote, en la perfección de su
sacerdocio, no tiene necesidad de buscar fuera de Él lo que ha de ofrecer, esta
víctima le pertenecerá también y será su propia carne (cf. Heb IV-X).
Así, en el orden de sus funciones debe revestirse de
ella para inmolarla luego y, después de haberla inmolado, glorificarla en los
esplendores divinos. Más aún —hemos dicho— no le conviene revestirse de esta
naturaleza caída si no es con el designio de su reparación y considerándola
anticipadamente en este designio. Así desde su nacimiento asumió ya las marcas
del sacrificio y el carácter de víctima: su inmolación comenzó ya y se consumará
en la cruz.
Inmediatamente se le da y le pertenece la multitud de
los elegidos (Sal II, 8). Esta
multitud muere toda entera con Él, desciende con Él al sepulcro, renace con Él
en su resurrección y es llevada con Él a los esplendores de la gloria (Ef II, 5-6)[6].
Así su fecundidad mística está ligada a su inmolación
y al acto de su sacerdocio (Heb V, 9-10).
Éstas son las nupcias sagradas que en la cruz le dan su
esposa y la multitud de sus hijos.
Es ciertamente un nuevo Adán, y la figura se realiza en Él (Rom V, 14). Pero hay una señalada diferencia: el antiguo Adán había recibido
su bendición: «Sed fecundos, multiplicaos» (Gén. I, 28) en el orden de la
paternidad, todas las razas humanas debían salir de él según las leyes de este
orden; mientras que el nuevo Adán, Jesucristo, recibe las naciones en
herencia y a los elegidos como posterioridad
inmortal en el orden del sacerdocio y del sacrificio; y la propagación de la
nueva vida por la que nacerán en Él los hijos de Dios, se efectuará en virtud
del sacerdocio y según las leyes jerárquicas por las que se comunicará y se
distribuirá la operación sacerdotal. Y como hay un orden de paternidad que
procede de Adán, así hay también un orden sacerdotal, consecuencia de la misión
y del sacerdocio que dio el Padre a su Hijo Jesucristo y que éste transmite, a
su vez, según estas palabras: «Como me envió el Padre, Yo os envío a vosotros»
(Jn XX, 21).
¡Qué de maravillas en este orden! La antigua humanidad
de Adán, según el orden de la
paternidad, va dispersando cada vez más lejos sus ramas y alejándose cada vez
más de la unidad de su origen. Por un orden contrario, la nueva humanidad no
sale precisamente de Jesucristo,
sino más bien entra en Él, se une a Él, para vivir de Él y formar una misma
cosa con Él. La nueva vida, que es el fruto y la fecundidad de su operación
sacerdotal, es su propia vida, a la que llama a los hombres, y el nuevo nacimiento
que les da los hace partícipes de ella y los incorpora a Él mismo, para hacerlos,
en Él, hijos de su propio Padre (Heb III,
14). Así, la unidad, lejos de dividirse y de perderse en las multitudes,
abarca a las multitudes y las reduce a ella misma. Y como Jesucristo, que sale del Padre, entra en Él y permanece en Él, así
la Iglesia, que procede de Jesucristo,
entra en Jesucristo y permanece en Jesucristo. Se trata siempre de la misma palabra divina: «Que
todos sean uno: como Tú Padre, estás en Mí y Yo en Ti, que ellos sean también
uno en nosotros» (Jn VII, 21).
***
Tal es, pues, en cuanto podemos expresarla con balbuceos,
esta primera jerarquía de Dios y de Cristo:
Dios es cabeza de Cristo. En todo el
desarrollo del misterio sacerdotal de Cristo
conserva el Padre este título de cabeza y no cesa de ser el principio.
En efecto, primeramente es cabeza de Cristo en el origen mismo de su
sacerdocio, cuyo título y unción le confiere: lo hace «sacerdote por toda la eternidad» (Sal CIX, 4).
En segundo lugar, en el acto mismo del sacerdocio es Él
la cabeza y el principio. Si el Hijo ofrece la víctima, lo hace por la
autoridad del Padre y en la unión de una misma voluntad del Padre y del Hijo,
comunicada del Padre al Hijo. El Hijo se entrega a la muerte (Ef V, 2); pero en la misma acción y
antes que el Hijo —no ya en el orden del tiempo sino en el orden del misterio, y como cabeza y principio— entregó
el Padre a su Hijo (Rom. VIII, 32).
Desde luego, el Hijo tiene otra voluntad, sumisa y obediente hasta la muerte (Filip II, 8), en la cual es víctima;
pero la autoridad sacerdotal le viene del Padre, del que salió en la eternidad
por su origen y en el tiempo por su misión.
Finalmente, en tercer lugar, Dios es cabeza de Cristo en su glorificación, que es el fruto y el fin del
sacrificio. Él es quien da a Jesucristo
su gloria, y Jesucristo da esta
gloria a su Iglesia (Jn. XVII, 22).
Él lo hace sentar en su trono, y Jesucristo
asocia en Él a su vez a su Iglesia (Ap. III,
21; Lc. XXII, 29). Pone en sus manos el juicio (Jn V, 22), y Jesucristo
llama a la Iglesia a juzgar con Él (Mt.
XIX, 28).
Nos hallamos siempre con el mismo orden, y las
consecuencias que vamos a ver en la Iglesia nos harán volver constantemente a
él.
[1] San León, primer sermón de Navidad
(sermón 21) 1; PL 54, 191: «El Señor todopoderoso no compitió con aquel
desaforado adversario en el esplendor de su majestad, sino en la humildad de
nuestra condición, oponiéndole la misma forma, la misma naturaleza que la nuestra,
mortal como ella, pero exenta de todo pecado... Este nacimiento extraordinario
no debe nada a la concupiscencia de la carne, la ley del pecado no la contaminó
en modo alguno».
[2] San León, 6° sermón de Navidad (sermón
26) 2; PL 54, 213: “Todo creyente, de cualquier parte del mundo que sea, que es
regenerado en Cristo, rompe con el pasado que tenía por su origen y se
convierte en hombre nuevo por un segundo nacimiento; en adelante no cuenta ya
entre la descendencia de su padre según la carne, pertenece a la raza del Salvador,
que se hizo hijo del hombre para que nosotros pudiéramos ser hijos de Dios”.
[6] San León, 6° sermón de Navidad (sermón
26) 2; PL 54, 213: «Si cada uno es llamado a su vez, si todos los hijos de la
Iglesia están repartidos en la sucesión de los tiempos, sin embargo, el conjunto
de los fieles salidos de las fuentes bautismales, crucificados con Cristo en su pasión, resucitados en su
resurrección, colocados en su ascensión a la diestra del Padre, nacen hoy con Él».