El título es forzosamente nuestro ya que el original carece del mismo.
Grande y
misterioso movimiento es el de las almas, en el que el poder de Dios se manifiesta
con expresiones de tanta variedad y riqueza. Multiplicidad sin medida que quiebra las
limitadas y humanas previsiones, que vuelca fuentes de eternidad sin orillas y
pide a cada cual una distinta misión, una nota expresiva diferente en esa
colosal y unitaria sinfonía de la gloria divina. Realización acabada, en el
ondulante fluir de la libertad, de esa integración estética que hace del orden
la unidad en la multiplicidad bien repartida. Sabia, en fin. Y portentosa
intervención providente que en los instantes de baja negación suscita de la nada
el oportuno testimonio de la fe y logra vestir de realidad el vigoroso
apóstrofe de Pablo de Tarso:
"No me avergüenzo del Evangelio" (Rom. I, 16).
Quien se haya
detenido por algunos instantes ante el perfil arrebatador de León Bloy, no
podrá sino colmarse de aquellos pensamientos. Tan acentuada es en él la intervención
de la mano de Dios que su figura
pareciera un milagro de retrospectividad histórica, una fuga sobrenatural al
país de los profetas, para llegar a producir la extraña simbiosis de la palabra
de fuego y piedra de Ezequiel, con la elocuencia gigante del artista de Isaías
y los quebrantos y dolores del paciente Job. Evocación de prodigio que debía saber a azote
en las espaldas del mundo hipócrita y de apostasía que muy a su pesar hubo de
albergarle. Porque León Bloy fué un
signo de contradicción, un llamado que la verdad absoluta lanza implacable al
rostro de los hombres. Jules Barbey d'Aurevilly
supo ver en él a "una gárgola de catedral que vomita las aguas del cielo
sobre buenos y malos”.
La trayectoria
de Bloy no parte de las creaturas para ir a Dios, sino que se afirma en Dios
para volcarse con el peso de lo divino sobre la relatividad de las cosas
humanas. El
amor de Dios lo explica y llena todo. Dios es el imán que atrae la integridad
de la existencia, que como dueño lo reclama todo para Sí y coloca el orbe entero
como una contingencia de su amor. Nada se explica sin Dios y todo se presenta
carente de dimensiones y vacío de espíritu frente a ese único y poderoso
Absoluto. Y entregarse como esclavo a Él
¿no es recobrar precisamente la libertad? Fija en el absoluto de Dios, mira
Bloy danzar como sombras ridículas
los ídolos forjados por la soberbia del hombre y cual místico caballero no
puede sino arremeter contra ellos sin ninguna compasión ni medida. "Bloy —dice con razón Henry de Groux, su amigo—no
es sino una línea y esta línea es su contorno. Esta línea es lo Absoluto. Lo Absoluto en el pensamiento,
lo Absoluto en la palabra, lo Absoluto en los actos. Absoluto tal que todo en Él
es idéntico. Cuando vomita sobre sus contemporáneos es infinita y exactamente
como si cantara la gloria de Dios. Por eso la gloria del mundo le está
rehusada."
Colocado en el absoluto de Dios ve Bloy toda la historia en un solo instante
como un momento eterno de la Trinidad. “Los
acontecimientos —observa— no son sucesivos sino contemporáneos, de una manera absoluta; contemporáneos y
simultáneos, y por esta razón puede haber profetas. Los acontecimientos se
desarrollan ante nosotros como una tela inmensa. Sólo nuestra visión es sucesiva".
Su afán de lo absoluto choca doloridamente con esa limitación y estrechez que
el tiempo pone en todas las cosas humanas y que él atribuye a una consecuencia
del pecado. "Lo que nos aflige más
—dice--es la sucesión, la ley del tiempo. Siendo semejanzas de Dios, participando
de la naturaleza divina, dioses nosotros mismos, tenemos necesidad de ver todo simultáneamente. La caída consiste en
ser lanzados de la Eternidad”.
Pero esta inmersión del hombre en el tiempo se realiza
en cumplimiento del riguroso plan providente, sin que nada de lo que acontezca
pueda excluirse de este marco ni ser atribuído a la mera casualidad. "Hemos sido lanzados —escribe a Henry
de Groux—el uno sobre el otro, del fondo de la Eternidad, por la mano de un
Discóbolo infalible, en un punto determinado, para que una cosa misteriosa,
infinitamente agradable y necesaria, fuera cumplida en nuestro planeta. Esto es
lo que los comedores de excrementos llaman el "azar". Y en otro
lugar reafirma con vehemencia; "No
hay azar, puesto que el azar es la Providencia de los imbéciles y la Justicia
quiere que los imbéciles se hallen sin Providencia”.
La historia es a
manera de un espejo en el cual Dios se contempla desde la Eternidad y sacia su
sed infinita de gloria. "La necesidad y la libertad, dice Bloy, son
idénticas en Dios. La necesidad de Dios es su gloria." Y a esta gloria es
convidada la creatura, que guía amorosamente la Divinidad en su peregrinación
terrena con delicadezas de Padre. Todo el hogar de Bloy respira de esta dulce dependencia filial, al punto de que su
jefe anota en su diario: "Vivimos
del seno de Dios, me ha dicho mi tan querida mujer, como el niño vive del seno
de su madre estamos suspendidos de este seno, ávidamente, cerrados los ojos,
sin saber tampoco que algo más arriba, muy cerca de nosotros, la Faz nos mira,
y que descubrirle es un deslumbramiento... No es la alegría lo que buscamos, es
la gloria de Dios quien nos solicita y sentimos cada vez más la vecindad de una
Presencia infinita”.
Siendo la historia el contenido de la paternal
Providencia, Bloy dobla la rodilla
ante los acontecimientos aún más dolorosos en apariencia para adorar en ellos
al invisible y perfecto motor que los impulsa. En el bellísimo fragmento
titulado "Histoire de France racontée a
Véronique et Madeleine", encontramos sobre esto una página magnífica: "Quiero daros, mis queridas hijas, una regla
muy segura para leer la historia con provecho. Hay que leerla con un desinterés
perfecto, un desapego, un despojamiento perfecto de sí mismo, exactamente como
para llegar a ser un santo. Al decir: qué lástima que este acontecimiento haya
ocurrido en lugar de este otro, no miramos a Dios, sino a nosotros mismos. Involuntariamente,
sin percibirlo, se supone que Dios se ha equivocado, puesto que nada ocurre que
Él no haya querido o permitido, y que en su lugar se habría obrado mejor. Así
han caído los ángeles, ha caído Adán y ésta es la inclinación universal de los
hombres. Por el contrario, hay que decir que todo lo que acontece es adorable,
tanto en la historia de los pueblos como en la historia de los individuos, y
que nada puede suponerse mejor o más feliz que lo que ahora ocurre o ha
ocurrido hace quinientos años, aún las más espantosas catástrofes. Estudiar la
historia en este espíritu de fe y de simplicidad, es un deslumbramiento".
La historia se presenta así como una expresión acabada
del poder y de la inteligencia de Dios, como un misterio para el hombre que, si
bien logra percibir en ella la huella del tránsito celeste, no alcanza con sus
propias fuerzas a arrancarle la totalidad de su sentido. Porque la historia es el secreto de Dios y su
revelación pertenece al último Día. "Todo, escribe Bloy a Henry de Groux, no es más que apariencia, todo no es
más que símbolo, aún el dolor más
desgarrador. Somos durmientes que gritamos en el sueño. No sabemos nunca si tal
cosa que nos aflige no es el principio secreto de nuestra alegría ulterior. Vemos
en la actualidad, dice San Pablo, "per speculum in aenigmate'', a la
letra, "en enigma por medio de un espejo'', y no podemos ver de otra
manera hasta la venida de Aquel que es todo fuego y que debe enseñarnos todas
las cosas. Hasta entonces no tenemos sino la obediencia, la amorosa obediencia,
que nos restituye sobre la tierra el paraíso perdido por la desobediencia".