sábado, 26 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. III

JESUCRISTO ES CABEZA DE LA IGLESIA

Como hemos dicho, Jesucristo lleva en Sí mismo a toda la Iglesia. Por esto, después de haberlo considerado como viniendo de su Padre y unido a su Padre, que es su cabeza, en esa jerarquía primera y suprema de la que se dice: Dios es cabeza de Cristo, debemos considerarlo a su vez como cabeza, es decir, como cabeza de la Iglesia que procede de Él y permanece en Él.
Es una consecuencia de los mismos misterios: Jesucristo, cabeza de la Iglesia, tiene su acabamiento o su plenitud (Ef. I, 23) en la Iglesia, de la que no será nunca separado: y análogamente la Iglesia no se puede considerar fuera de su unión con Él, puesto que recibe de Él todo lo que es y toda su sustancia.
Así Jesucristo, habiéndolo recibido todo del Padre, que es su cabeza, lo da a su vez todo a la Iglesia; y esta sucesión es muy cierta: «Dios es cabeza de Cristo» (I Cor XI, 3), «Cristo es cabeza de la Iglesia». (Ef. V, 23).

El colegio episcopal.

Pero esta Iglesia no es en modo alguno una multitud informe: las obras divinas llevan en sí un orden continuado; y para que esto mismo se verifique en esta obra, la más excelente de todas, Jesucristo hace que su Iglesia proceda de Él mismo, y en esta misma procesión se la une por medio de su colegio episcopal. Así, los obispos asociados a Jesucristo y sus cooperadores son los miembros principales de quienes los otros dependen, y su colegio es verdaderamente toda la Iglesia, porque encierra a toda la multitud de los fieles en su virtud y fecundidad[1].
Así Jesucristo, la víspera de su pasión, en el momento en que ofrecía su sacrificio y aseguraba su perpetuidad, orando por toda la Iglesia parece orar únicamente por su colegio (Jn XVII, 16-19); los apóstoles son los únicos que le rodean en aquel momento, pero su designo abarca en ellos a todo el resto. En efecto en ellos alcanza a todo el cuerpo de la Iglesia, por la predicación de la palabra, por la eficacia de los sacramentos y por la autoridad pastoral; porque en ellos establece para todos la enseñanza de la doctrina, en ellos deposita el poder santificador de los sacramentos para la vivificación de toda la Iglesia, y en ellos queda establecido el gobierno pastoral.

Siendo, pues, Jesucristo la palabra sustancial del Padre, de Él tiene recibida la verdad y la palabra que da al mundo y que la Iglesia recibe en su fe, pero que Él transmite por medio de los apóstoles: «Padre, dice, las palabras que me has dado, Yo, se las  he dado,» a mi vez, «y ellos han guardado tu palabra» (Jn. XVII, 8.6); e inmediatamente añade: «No ruego sólo por ellos, sino por los que creerán en mí gracias a su palabra» (Jn XVII, 20). A los apóstoles corresponderá, pues, formar la fe de la Iglesia.
En un orden semejante les corresponderá hacerla nacer de la sangre de Jesucristo. Jesucristo mismo la bautizó en su sangre, pero puso en los apóstoles la palabra de la reconciliación: «Id, haced discípulos de todas las naciones, y bautizadlos...» (Mt. XXVIII, 19). A ellos les corresponderá alimentarla con su carne inmolada: Jesucristo la ofreció por primera vez, pero les dijo: «Haced esto en memoria mía» (I Cor. II, 24; Lc. XXII, 19).
A ellos les corresponderá animarla con su Espíritu y vivificarla con la gracia de los sacramentos.
A ellos les corresponderá regirla con autoridad: «El que a vosotros os escucha, a Mí me escucha; el que a vosotros os rechaza, a Mí me rechaza» (Lc X, 16).
Finalmente, para decirlo todo en una palabra, Jesucristo se los asoció en relación con su Iglesia y les comunicó toda su misión: «Como mi Padre me envió, también Yo os envío» (Jn. XX, 21); «el Que os recibe, a Mí me recibe» (Mt X, 40)[2].
Consiguientemente a esta doctrina es, pues, manifiesto que la Iglesia depende de ellos, que está encerrada en ellos, que puede ser considerada en ellos como en la virtud original y fecunda que la contiene, y que el colegio apostólico es así, en un sentido verdadero, la Iglesia entera a la que representa.
Hemos expuesto, pues, la unión de la Iglesia con Jesucristo, su cabeza, y el orden que hay en esta unión.

El esposo y la esposa.

Pero ¿qué nombre convendrá asignar a esta unión misteriosa e indisoluble? O más bien ¿qué nombre dado por el Espíritu Santo expresará su fuerza? Este nombre es el de esposa (Ap. XXI, 9; XIX, 7): la Iglesia es verdaderamente la esposa y tiene todos los caracteres de tal.
Tres cosas caracterizan a la esposa: está unida al esposo en su sustancia, es la madre de los hijos del esposo, comparte su autoridad sobre los hijos y hasta sobre los servidores.
Así la Iglesia está unida a Jesucristo en la unidad de su carne y de su espíritu y en la posesión de todos sus bienes (Ef. V, 29.30).
La Iglesia es madre por el episcopado y así engendra a los hijos de Dios.
Finalmente, la Iglesia es reina en la autoridad de este mismo episcopado; sobre la Iglesia de Dios, que es su fecundidad, ejerce y comparte la autoridad de Jesucristo, que es su Esposo, y todos los que son de Dios obedecen su voz (Jn VIII, 47). Los servidores mismos, es decir, todas las obras de Dios y todas las criaturas le pertenecen a su manera, la deben servir y le están subordinadas en su fin.
Tal es el misterio que ofrece a nuestros pensamientos esta jerarquía de la Iglesia universal, cuya cabeza es Jesucristo.
En este momento no hablamos del vicario que Él mismo se creó y cuya institución lo hace visible para siempre acá abajo. En otro lugar veremos que este vicario no es sino la pura manifestación de aquel a quien representa, el instrumento y el órgano de que incesantemente se sirve para hablar y obrar exteriormente. Por el momento, para comprender bien el misterio de la jerarquía, basta con reconocer la única autoridad de su cabeza Jesucristo, puesto que tampoco este vicario tiene una autoridad distinta de ésa y ejerce esta misma autoridad sin dividirla, como diremos en su lugar.

De la Iglesia al Padre por Cristo.

Antes de ir más lejos importa recordar la doctrina que ya hemos enunciado, a saber, que esta jerarquía de Cristo y de la Iglesia se refiere y se remonta, por una especie de misteriosa identificación, a la primera jerarquía de Dios, cabeza de Cristo. En ésta tiene su tipo, y la sociedad del Padre y de su Hijo Jesucristo penetra a la Iglesia y se hace presente en ella[3].
Jesucristo es cabeza de la Iglesia porque le aporta la operación de su Padre y le da lo que ha recibido de su Padre. El Padre es el primer autor del don; está en Cristo «reconciliándose el mundo» (II Cor. V, 19): «El que me recibe, dice Jesucristo, no me recibe a Mí, sino a Aquel que me envió» (Mc IX, 36).
Así, al lado de la cabeza, aparece el primer principio, que es el Padre, y por el lado de la Iglesia, ¿a quién vemos sino al Hijo en cuanto que es dado y vive en ella?
¿Qué don es recibido por ella para todos sus miembros, sino la calidad de hijos de Dios (Jn. I, 12.13), la asociación al Hijo único de Dios, o más bien este Hijo único Jesucristo, dado, derramado y, si podemos hablar así, engendrado misteriosamente en las multitudes que lo reciben y a las que es dado para que renazcan de Dios con un nuevo nacimiento como «los miembros» y «la plenitud» de este Hijo único (I Cor VI, 15; Ef I, 23)?
Tenemos, pues, por un lado, el principio, es decir, el Padre, y, por otro lado, al Hijo, que asume en su unidad todo el cuerpo de la Iglesia. No nos cansaremos, pues, de repetirlo: la sociedad del Padre y del Hijo está ciertamente aquí, como también se guardan aquí las augustas relaciones que dimanan de esta sociedad. Así el Espíritu Santo no puede estar ausente, y en este misterio de la Iglesia unida a su cabeza es dado a la Iglesia y vive en la Iglesia, respira y habla en ella (Jn XIV, 16; Mt. X, 20). Y su presencia en ella es una necesidad misteriosa de la jerarquía, fundada en las necesidades eternas de la vida divina y de la sociedad qua hay en Dios. Y como une al Hijo con el Padre, así une a la Iglesia con su cabeza: a la Iglesia, en la que está el nombre del Hijo; con su cabeza, en quien están la operación y la autoridad del Padre.


[1] Bossuet, Lettre 4 á une demoiselle de Metz, n.° 37, Oeuvres completes, ed. Gauthier, 1828, t. 46, p. 28: “El misterio de la unidad está en los obispos, como cabezas del pueblo fiel; y por consiguiente, el orden episcopal encierra en sí, con plenitud, el espíritu de fecundidad de la Iglesia”.

[2] Pedro Auriol, O.F.M.: “Cristo recibió del Padre la perfección del sacerdocio cuando fue enviado por Él; dio luego la perfección del sacerdocio, es decir, el poder episcopal a los apóstoles, cuando los envió como Él mismo había sido enviado por el Padre”.

[3] San Cipriano, De la anidad de la Iglesia católica 7; PL 4, 505: “Este vestido (la túnica de Jesús) figuraba la unidad que venía de arriba, es decir, del cielo y del Padre”.