JESUCRISTO ES CABEZA DE LA IGLESIA
Como hemos dicho, Jesucristo
lleva en Sí mismo a toda la Iglesia. Por esto, después de haberlo considerado
como viniendo de su Padre y unido a su Padre, que es su cabeza, en esa
jerarquía primera y suprema de la que se dice: Dios es cabeza de Cristo, debemos considerarlo a su vez como
cabeza, es decir, como cabeza de la Iglesia que procede de Él y permanece en Él.
Es una consecuencia de los mismos misterios: Jesucristo, cabeza de la Iglesia, tiene
su acabamiento o su plenitud (Ef. I, 23)
en la Iglesia, de la que no será nunca separado: y análogamente la Iglesia no
se puede considerar fuera de su unión con Él, puesto que recibe de Él todo lo que
es y toda su sustancia.
Así
Jesucristo, habiéndolo recibido todo del Padre, que es su cabeza, lo da a su
vez todo a la Iglesia; y esta sucesión es muy cierta: «Dios es
cabeza de Cristo» (I Cor XI, 3),
«Cristo es cabeza de la Iglesia». (Ef. V,
23).
El
colegio episcopal.
Pero esta Iglesia no es en modo alguno una multitud
informe: las obras divinas llevan en sí un orden continuado; y para que esto
mismo se verifique en esta obra, la más excelente de todas, Jesucristo hace que su Iglesia proceda de Él
mismo, y en esta misma procesión se la une por medio de su colegio episcopal.
Así, los obispos asociados a Jesucristo
y sus cooperadores son los miembros principales de quienes los otros dependen,
y su colegio es verdaderamente toda la Iglesia, porque encierra a toda la
multitud de los fieles en su virtud y fecundidad[1].
Así
Jesucristo, la víspera de su pasión, en el momento en que ofrecía su sacrificio
y aseguraba su perpetuidad, orando por toda la Iglesia parece orar únicamente
por su colegio (Jn XVII, 16-19); los apóstoles son los únicos que le rodean en
aquel momento, pero su designo abarca en ellos a todo el resto. En efecto en
ellos alcanza a todo el cuerpo de la Iglesia, por la predicación de la palabra,
por la eficacia de los sacramentos y por la autoridad pastoral; porque en ellos
establece para todos la enseñanza de la doctrina, en ellos deposita el poder
santificador de los sacramentos para la vivificación de toda la Iglesia, y en
ellos queda establecido el gobierno pastoral.
Siendo, pues, Jesucristo
la palabra sustancial del Padre, de Él tiene recibida la verdad y la palabra
que da al mundo y que la Iglesia recibe en su fe, pero que Él transmite por
medio de los apóstoles: «Padre, dice, las palabras que me has dado, Yo, se
las he dado,» a mi vez, «y ellos han
guardado tu palabra» (Jn. XVII, 8.6);
e inmediatamente añade: «No ruego sólo por ellos, sino por los que creerán en
mí gracias a su palabra» (Jn XVII, 20).
A los apóstoles corresponderá, pues, formar la fe de la Iglesia.
En un orden semejante les corresponderá hacerla nacer
de la sangre de Jesucristo. Jesucristo mismo la bautizó en su
sangre, pero puso en los apóstoles la palabra de la reconciliación: «Id, haced
discípulos de todas las naciones, y bautizadlos...» (Mt. XXVIII, 19). A ellos les corresponderá alimentarla con su carne
inmolada: Jesucristo la ofreció por primera vez, pero les dijo: «Haced esto en
memoria mía» (I Cor. II, 24; Lc. XXII,
19).
A ellos les corresponderá animarla con su Espíritu y vivificarla
con la gracia de los sacramentos.
A ellos les corresponderá regirla con autoridad: «El
que a vosotros os escucha, a Mí me escucha; el que a vosotros os rechaza, a Mí
me rechaza» (Lc X, 16).
Finalmente, para decirlo todo en una palabra, Jesucristo se los asoció en relación
con su Iglesia y les comunicó toda su misión: «Como mi Padre me envió, también Yo
os envío» (Jn. XX, 21); «el Que os
recibe, a Mí me recibe» (Mt X, 40)[2].
Consiguientemente
a esta doctrina es, pues, manifiesto que la Iglesia depende de ellos, que está
encerrada en ellos, que puede ser considerada en ellos como en la virtud original
y fecunda que la contiene, y que el colegio apostólico es así, en un sentido
verdadero, la Iglesia entera a la que representa.
Hemos expuesto, pues, la unión de la Iglesia con Jesucristo, su cabeza, y el orden que
hay en esta unión.
El
esposo y la esposa.
Pero ¿qué nombre convendrá asignar a esta unión
misteriosa e indisoluble? O más bien ¿qué nombre dado por el Espíritu Santo
expresará su fuerza? Este nombre es el de esposa (Ap. XXI, 9; XIX, 7): la
Iglesia es verdaderamente la esposa y tiene todos los caracteres de tal.
Tres
cosas caracterizan a la esposa: está unida al esposo en su sustancia, es la
madre de los hijos del esposo, comparte su autoridad sobre los hijos y hasta
sobre los servidores.
Así
la Iglesia está unida a Jesucristo en la unidad de su carne y de su espíritu y
en la posesión de todos sus bienes (Ef. V, 29.30).
La
Iglesia es madre por el episcopado y así engendra a los hijos de Dios.
Finalmente,
la Iglesia es reina en la autoridad de este mismo episcopado; sobre la Iglesia
de Dios, que es su fecundidad, ejerce y comparte la autoridad de Jesucristo,
que es su Esposo, y todos los que son de Dios obedecen su voz (Jn VIII, 47).
Los servidores mismos, es decir, todas las obras de Dios y todas las criaturas
le pertenecen a su manera, la deben servir y le están subordinadas en su fin.
Tal es el misterio que ofrece a nuestros pensamientos esta
jerarquía de la Iglesia universal, cuya cabeza es Jesucristo.
En este momento no hablamos del vicario que Él mismo
se creó y cuya institución lo hace visible para siempre acá abajo. En otro
lugar veremos que este vicario no es sino la pura manifestación de aquel a
quien representa, el instrumento y el órgano de que incesantemente se sirve
para hablar y obrar exteriormente. Por el momento, para comprender bien el
misterio de la jerarquía, basta con reconocer la única autoridad de su cabeza Jesucristo, puesto que tampoco este
vicario tiene una autoridad distinta de ésa y ejerce esta misma autoridad sin
dividirla, como diremos en su lugar.
De
la Iglesia al Padre por Cristo.
Antes de ir más lejos importa recordar la doctrina que
ya hemos enunciado, a saber, que esta
jerarquía de Cristo y de la Iglesia se refiere y se remonta, por una especie de
misteriosa identificación, a la primera jerarquía de Dios, cabeza de Cristo. En
ésta tiene su tipo, y la sociedad del Padre y de su Hijo Jesucristo penetra a
la Iglesia y se hace presente en ella[3].
Jesucristo
es cabeza de la Iglesia porque le aporta la operación de su Padre y le da lo
que ha recibido de su Padre. El Padre es el primer autor del don; está en
Cristo «reconciliándose el mundo» (II
Cor. V, 19): «El que me recibe, dice Jesucristo,
no me recibe a Mí, sino a Aquel que me envió» (Mc IX, 36).
Así, al lado de la cabeza, aparece el primer
principio, que es el Padre, y por el lado de la Iglesia, ¿a quién vemos sino al
Hijo en cuanto que es dado y vive en ella?
¿Qué don es recibido por ella para todos sus miembros,
sino la calidad de hijos de Dios (Jn. I,
12.13), la asociación al Hijo único de Dios, o más bien este Hijo único Jesucristo, dado, derramado y, si
podemos hablar así, engendrado misteriosamente en las multitudes que lo reciben
y a las que es dado para que renazcan de Dios con un nuevo nacimiento como «los
miembros» y «la plenitud» de este Hijo único (I Cor VI, 15; Ef I, 23)?
Tenemos, pues, por un lado, el principio, es decir, el
Padre, y, por otro lado, al Hijo, que asume en su unidad todo el cuerpo de la
Iglesia. No nos cansaremos, pues, de repetirlo: la sociedad del Padre y del
Hijo está ciertamente aquí, como también se guardan aquí las augustas
relaciones que dimanan de esta sociedad. Así
el Espíritu Santo no puede estar ausente, y en este misterio de la Iglesia
unida a su cabeza es dado a la Iglesia y vive en la Iglesia, respira y habla en
ella (Jn XIV, 16; Mt. X, 20). Y su presencia en ella es una necesidad
misteriosa de la jerarquía, fundada en las necesidades eternas de la vida
divina y de la sociedad qua hay en Dios. Y como une al Hijo con el Padre, así
une a la Iglesia con su cabeza: a la Iglesia, en la que está el nombre del
Hijo; con su cabeza, en quien están la operación y la autoridad del Padre.
[1] Bossuet, Lettre 4 á
une demoiselle de Metz, n.° 37, Oeuvres completes, ed. Gauthier, 1828, t. 46, p. 28: “El misterio de la unidad
está en los obispos, como cabezas del pueblo fiel; y por consiguiente, el orden
episcopal encierra en sí, con plenitud, el espíritu de fecundidad de la Iglesia”.
[2] Pedro
Auriol, O.F.M.: “Cristo recibió del Padre la perfección del sacerdocio cuando
fue enviado por Él; dio luego la perfección del sacerdocio, es decir, el poder
episcopal a los apóstoles, cuando los envió como Él mismo había sido enviado
por el Padre”.
[3] San Cipriano, De la anidad de la Iglesia
católica 7; PL 4, 505: “Este vestido (la túnica de Jesús) figuraba
la unidad que venía de arriba, es decir, del cielo y del Padre”.