Bajo su entera dependencia.
En esta unidad todo parece
naturalmente común entre el obispo y los presbíteros. El presbítero, como el
obispo, anuncia la palabra de Dios, ofrece el sacrificio, administra los
sacramentos; tiene autoridad sobre el pueblo fiel: es ciertamente el mismo sacerdocio,
y su objeto no es diferente[1].
Pero el sacerdocio del presbítero, por el hecho mismo de no ser otro sacerdocio
que el del obispo, es un sacerdocio comunicado que viene del episcopado, fue
instituido y reposa en el
episcopado y sitúa al presbítero en una dependencia esencial y necesaria del
obispo.
El presbítero hará, por tanto, las obras del obispo, pero hará como
asistente, cooperador y órgano del obispo[2] sus manos han sido ungidas como las del obispo,
pero sólo la cabeza del obispo ha recibido primeramente la unción, y esta
unción, que de la cabeza consagrada desciende a las manos y hace las manos del
presbítero semejantes, a las del obispo[3], iniciándolas en las mismas obras santas,
hace del presbítero como su propio miembro y una extensión de él mismo.
El presbítero, que recibe de él todo su poder, le asiste cuando está
presente y le suple cuando está ausente; y aun cuando la eficacia
de la potestad de orden hace válidos ciertos actos del presbítero efectuados
fuera de esta dependencia, no pueden ser legítimos y aprovechar al pueblo fiel
si no los acompaña y sostiene la autoridad del obispo.
Los presbíteros podrán, pues, predicar, pero en nombre del obispo que
los envía, podrán bautizar, pero su bautismo dará hijos al obispo y habrá que
presentárselos para que imprimiéndoles el sello del Espíritu Santo les dé la
perfección y la consumación del nuevo hombre.
En el altar mismo los presbíteros concelebran con el obispo como sus asistentes
llamados por él a cooperar en el mismo misterio y cuando celebran solos, según
el lenguaje de la antigüedad, «le suplen en esta acción»[4].
Los padres de la Iglesia no suelen
considerar el presbiterado separado del episcopado y como institución
independiente[5], y el fundamento de esta
dependencia esencial es el orden mismo de las comunicaciones jerárquicas que
del obispo van al presbítero, orden sagrado que no se puede invertir, suprimir
ni suspender.
Así tiene aquí su
aplicación lo que antes hemos dicho acerca de las subordinaciones jerárquicas
que se confunden siempre y esencialmente con las dependencias de origen.
En Dios mismo el orden de
las procesiones establece sin desigualdad el orden y la dependencia de las Personas,
y en toda la serie se verifica la misma ley, aunque con la diferencia de que la
condición de las esencias creadas imprime en ellas a toda de-pendencia el
carácter de desigualdad como marca propia e inevitable de su debilidad. El obispo depende de Jesucristo, pero no es
en modo alguno su igual; los sacerdotes dependen del obispo, pero no son sus
iguales; y si se quiere saber de dónde viene esta desigualdad en las
jerarquías creadas a diferencia de la jerarquía de las personas divinas, sin
perdernos en largas consideraciones diremos que en Dios los dos términos de la
relación que hace la dependencia, a saber, el que da y el que recibe, se pertenecen
mutuamente por la absoluta necesidad de la esencia divina, en la que todo es
eterno y no admite imperfección; mientras que entre los hombres los dones
dependen originariamente de un decreto arbitrario y de una elección
contingente; el que da posee primeramente y es siempre dueño de su liberalidad,
hallándose tanto más elevad por encima del que recibe y dominándolo con tanta
más fuerza y derecho por cuanto se le ha
obligado con un beneficio mayor y en cierto modo se le ha sometido enriqueciéndolo
más con sus propios bienes. Según esta doctrina, como el obispo no tiene en su episcopado nada que no haya recibido de Jesucristo,
depende enteramente de esta cabeza divina y de su vicario. Y como el presbítero
no tiene nada que no haya recibido del episcopado, depende enteramente del
obispo[6].
Después de lo dicho no nos
sorprenderá ver a los sacerdotes asimilados en todas sus funciones a los
obispos.
Si el sacerdocio de los presbíteros no fuera una como emanación del episcopado
y hasta el sacerdocio mismo del episcopado extendido y comunicado, comportaría
funciones y obligaciones diferentes.
San Pablo habla de los dos órdenes en los mismos
términos incluyendo a los sacerdotes en lo que dice de los obispos[7]. «Entre el obispo y el
presbítero, dice san Juan Crisóstomo,
no aparece casi ninguna diferencia: a los presbíteros como a los obispos se da
el cargo de enseñar y el cuidado de la Iglesia; lo que dice san Pablo de los obispos conviene
también a los presbíteros»[8]. La distinción de los dos órdenes no se halla en la naturaleza de sus
funciones; hay que buscarla en otra parte, y el santo doctor nos la descubre:
«A los obispos corresponde ordenar a los presbíteros y sólo por este poder les
son superiores; no parecen tener más que esto por encima de ellos»[9]. San Isidoro usa el mismo lenguaje[10]
y san Jerónimo dice con menos
palabras: «¿Que puede el obispo que no pueda el presbítero, salvo la ordenación?»[11].
Con esto queda bastante
establecida a la vez la naturaleza del presbiterado y su entera dependencia.
Como el presbítero ha
recibido en la ordenación todo lo que es, lo ha recibido todo del obispo y
depende en todo de él. Sus funciones le serán comunes con el obispo, pero en
cada una de ellas dependerá de él, pues no hay ni una sola que al presbítero no
le venga del episcopado.
Así las palabras de los doctores que acabamos de citar
como la doctrina proclamada por ellos: «El presbítero tiene todo lo que tiene
el obispo, excepto el poder de comunicar el sacerdocio y de engendrar a los sacerdotes por la ordenación», nos hacen percibir en la última de nuestras
jerarquías, que es la de la Iglesia particular, como un eco del misterio de la
jerarquía divina y de esta doctrina: el Hijo tiene todo lo que tiene el Padre,
excepto ser Padre.
El Hijo es una misma cosa con el Padre, pero recibe del Padre todo lo
que es. En la Iglesia, el obispo y el presbítero son un mismo sacerdocio, pero
el sacerdote recibe del obispo
este sacerdocio único con todas las operaciones que le pertenecen y todas sus
consecuencias[12].
No hay, pues, realmente
sino un solo sacerdocio: el obispo y los presbíteros tienen el mismo ministerio
y los mismos deberes: se trata de una misma cosa, y los nombres de presbiterado
y de episcopado se han atribuido comúnmente a los presbíteros y a los obispos[13]. Pero esta cosa única pertenece
al obispo y a los presbíteros por un título diferente. El obispo es la cabeza y
los presbíteros son sacerdotes en la comunicación de ese único sacerdocio
establecido primera y principalmente en el episcopado.
Ahora bien, como ya hemos
dicho, esta unidad misma del episcopado y del presbiterado es la que imprime a
este último el carácter de absoluta dependencia. El sacerdocio de los
presbíteros, por el hecho mismo de no haber en ellos otro sacerdocio que el de
los obispos, que dimana enteramente del episcopado, está enteramente
constituido en dependencia del episcopado.
Esta dependencia se
adhiere a su esencia misma y la abarca enteramente, porque no hay nada en esta
esencia que no haya estado primeramente comprendido en los poderes del
episcopado antes de pertenecer al presbiterado.
Así, esta alta dignidad
del presbiterado que hace de él una misma cosa con el episcopado es también el
título de su completa dependencia con respecto al episcopado. Porque, dado que la
diferencia entre el obispo y los presbíteros no está en la sustancia, es
preciso que esté enteramente en la relación, y esta relación es la del que
posee a título principal con respecto a los que lo reciben todo de él y no
tienen nada fuera de él.
Y no se objete aquí que en la colación del sacramento del orden viene inmediatamente
de Dios la operación divina que imprime el carácter, sin tomar nada del obispo
que impone las manos, aunque éste sea el ministro y el episcopado dé el
presbiterado. Sabemos que los intermediarios no añaden nada a las
comunicaciones jerárquicas; los grados se desvanecen y las operaciones de lo
alto se mantienen puras al atravesarlos; sólo Jesucristo hace presbíteros por
medio del episcopado; está en el obispo y su Padre está en Él para comunicar el
don divino y la misión sacerdotal. Pero la operación divina e invisible de
Jesucristo no tiene como efecto turbar el orden que Él mismo instituyó.
Establece, por el contrario, este orden por su eficacia soberana y lo funda hasta
en las profundidades del carácter indeleble; y si Jesucristo, en el obispo,
crea invisible, inmediata y eficazmente al sacerdote por la imposición de las
manos de aquél, lo crea en toda la dependencia esencial del presbiterado
respecto al episcopado, y crea en él las relaciones mismas que determinan esta
dependencia.
Por lo demás, no en vano
—con respecto a los presbíteros — pertenece al obispo ejercer sobre ellos su
ministerio en la ordenación, aun cuando este ministerio no sea nada por sí
mismo y no tenga valor sino por las operaciones divinas de que es signo e instrumento.
Con esto, pues, reviste
verdaderamente el episcopado, con respecto al sacerdocio, el carácter de
paternidad. Si en el orden de la antigua humanidad tienen los padres para con
los hijos en la familia un título y una autoridad naturales e indestructibles,
aunque sólo Dios crea los hijos por su solo poder y por la eficacia de su
palabra dicha en los orígenes: «Sed fecundos y multiplicaos» (Gén. I, 28), así también en la nueva
humanidad los pontífices de la jerarquía, elegidos por Dios para derramar el
nuevo don, reciben un reflejo del pontificado de Jesucristo y de la autoridad del Padre de Jesucristo, que los envía.
Y cuanto más elevadas
están por encima de los dones otorgados a la antigua humanidad las operaciones
divinas cuyos ministros son, tanto más supera en excelencia y en majestad a la
paternidad del antiguo Adán la
paternidad venerable de que ellos están revestidos.
[1] Pseudo-Jerónimo, Comentario a I Tim. 2; PL 30, 880: «El
segundo grado ¿qué digo?, casi no hay más que uno.» San Isidoro de Sevilla (570-336), Etimologías, l. 7, c. 12, n 21; PL 32, 292: «Por esta razón los
presbíteros son llamados también sacerdotes porque dan las cosas sagradas, al
igual que los obispos.»
[3] Ibid., consagración de un obispo:
«Reciba tu cabeza, por la bendición del cielo, la unción y la consagración en
el orden de los pontífices... Sean tus manos ungidas con el óleo santo y con el
crisma que santifica.» Ibid.,
ordenación de un sacerdote: "Dignaos, Señor, consagrar y santificar estas
manos por esta unción y nuestra bendición».
[7] San Isidoro, De las funciones eclesiásticas, l. 2,
c. 7, n. 3; PL 83, 787-788: «(El apóstol Pablo)
escribiendo a Timoteo a propósito de
la ordenación del obispo y del diácono, no dice una palabra de los sacerdotes,
porque los engloba bajo el nombre de obispos. En efecto el segundo grado está
estrechamente ligado al primero.»
[8] San Juan Crisóstomo, Homilía
11 sobre la epístola a Timoteo, PG 67, 553: «Entre los obispos y los presbíteros
no hay gran diferencia: en efecto, también los presbíteros han recibido el
encargo de enseñar y dirigen la Iglesia; lo que (el apóstol Pablo) dice de los obispos, conviene
también a los sacerdotes.»
[10] San Isidoro, loc. cit., n° 2; PL 83, 786:
«(Los presbíteros) dirigen, en efecto, a la Iglesia de Cristo y en la consagración del cuerpo y de la sanare son asociados
a los obispos; asimismo en la instrucción de los pueblos y en el cargo de predicar.
Sólo la ordenación y la consagración de los clérigos están reservadas al
sacerdote supremo (el obispo) por razón de su autoridad».