2) Aun suponiendo que ninguna de las dos afirmaciones
sea correcta, ¿se podría probar que la obra de Lacunza fue condenada por razones extrínsecas?
Todo parece indicar que sí.
En primer lugar, para toda
esta cuestión nos parece imprescindible la lectura atenta de ESTE trabajo del P. Urzúa.
Antes de pasar a los testimonios,
será bueno trazar una pequeña semblanza del P. Lacunza:
Urzúa nos ilustra:
“En la mañana del día 17
de Junio de 1801, se encontró arrojado en un foso de las afueras de la ciudad
de Imola en Italia, el cadáver del señor don Manuel Lacunza, sacerdote chileno, profeso en la que era entonces
extinguida Compañía de Jesús.
Hacía más de treinta años que, proscripto de su patria, fijara allí su
residencia, y en tan largo espacio de tiempo había llegado a conquistarse el respeto
y la veneración, siempre crecientes, de cuantos le conocían. Las bellas prendas
de su carácter humilde y bondadoso, su vida retirada y pobre, su aplicación
infatigable al estudio, y más que todo, las pasmosas producciones de su
ingenio, temas de interesantísimas discusiones, formaron en torno de su persona
esa aureola de admiración, de simpatía y de curiosidad, que saben despertar los
hombres superiores…”
(…)
«Después de cinco años de permanencia en esta ciudad Lacunza, separado
voluntariamente de toda sociedad, se alojó algún tiempo en un arrabal y después
en el recinto y cerca de la muralla de la ciudad: dos habitaciones del piso
bajo le dieron un retiro aun más solitario, en donde ha vivido, por espacio de
más de veinte años, como un verdadero anacoreta.»
«Para no distraerse de su plan de vida, se servía a sí mismo, y a nadie
franqueaba la entrada a su habitación. Tenía la costumbre muy singular de
acostarse al despuntar el día, o poco antes, según las estaciones. Acaso,
arrebatado por el gusto de la astronomía que había tenido desde su juventud, le
era grato estar en vela mientras estaban visibles los astros en el cielo, o
quizás apreciaba este tiempo de recogimiento y de silencio como el más favorable al estudio. Se
levantaba a las diez, decía misa, y después iba a comprar sus comestibles; los
traía, se encerraba y los preparaba por sí mismo. Por la tarde daba, siempre
solo, un paseo en el campo. Después de la cena iba, como a escondidas, a pasar
un rato con un amigo, y, vuelto a su casa, estudiaba, meditaba o escribía hasta
la aurora. Tal fue su régimen invariable hasta el 17 de Junio de 1801,
época de su muerte…”
(…)
“Que la piedad y el estudio debieron ser las ocupaciones que llenaron la vida del P. Lacunza, nos lo atestigua de una
manera irrefutable la obra que escribió: en ella, desde la primera hasta la
última página se descubren las vigilias y las meditaciones de un sabio, y se
trasparentan la fe y la piedad de un hombre de Dios, juntos con un amor a la verdad que no conoce límites. Pero, como
esta demostración puede no estar al alcance de toda suerte de personas, no
omitiremos otra clase de testimonios.
El señor Menéndez Pelayo nos asegura que era el P.
Lacunza «varón tan espiritual y de tanta oración, que de él dice su mismo
impugnador el P. Bestard que «todos los días perseveraba inmoble en oración por
cinco horas largas, cosido su rostro en la tierra»[1].
No estará de más observar que la refutación del P. Bestard se titula: Observaciones que Fray Juan Buenaventura Bestard... presenta al público, para
precaverlo de la seducción que pudiera ocasionarle la obra intitulada: La Venida del Mesías en Gloria y Majestad,
de Juan Josaphat Ben-Ezra. Por semejante título se verá cuánto valor tiene
en el presente caso el testimonio del citado Padre[2]…”
(…)
“Es cierto que el P. Lacunza se aplicó seriamente al
estudio, y que invocaba mucho la
gracia del Espíritu Santo. Cuando hallaba una cuestión difícil de resolver, o
un texto que no acertaba explicar, decía a su amanuense el P. González
Carvajal, por cuyo testimonio esto nos consta: Suspendamos el trabajo, hasta
pedir con más instancia la ilustración divina; y, yendo con él a una iglesia,
después de largo rato de oración, se levantaba de ordinario con luz suficiente,
que él creía ser de Dios, para continuar el trabajo interrumpido. A las veces
insistía por muchos días en la oración, dejando suspenso aquel punto, hasta
poder exponerlo de un modo conveniente”
(…)
“… hombre cuyo carácter humilde y afable le granjeaba
las voluntades de cuantos le conocían y trataban, cuyo retiro del mundo,
parsimonia en su trato, abandono de su propia persona en las comodidades aun
necesarias a la vida humana, y aplicación infatigable a los estudios, le
conciliaban el respeto y admiración de todos, aun de aquellos que sólo por
noticias le conocían, cuyas fatigas y desvelos en el estudio y meditación
constante, jamás interrumpido atento y profundo de los libros santos, Santos
Padres, y de los sagrados intérpretes, por espacio de más de treinta años de
una vida enteramente libre de toda otra ocupación, nos ha producido finalmente
el famoso parto de su no vulgar ingenio en la obra de que hablamos”.
Hablando sobre esto dice Morrondo Rodríguez[3]:
“Para conocer una misión extraordinaria, decía un Pontífice que basta un
milagro que lo compruebe, o el descubrimiento de sentidos ocultos en la Escritura,
como lo hizo el Bautista, de quien no se refiere que obrase ningún milagro.
Salva siempre la superior autoridad, creeríamos que el P. Lacunza recibió del
cielo el singularísimo don de penetrar sentidos ocultos a los demás hombres;
misterios, vaticinios y promesas que estando a la vista de todos, nadie ha
visto más que él, como si se hubieran rasgado ante sus ojos las nubes y brotado
torrentes de luz que hiere la pequeñez de nuestras pupilas, revelando amenazas,
mostrando castigos inesperados, alegrías, consuelos desconocidos, de modo que
el conjunto produce honda impresión.
¿Ha obedecido la pluma del
P. Lacunza a un movimiento piadoso
del Espíritu Santo? El movimiento piadoso no comunica ninguna verdad, no
revela, no inspira, ni transmite luz de fe, que se supone; pero en el orden de
la fe, y dentro de ella, es un grado superior, porque si a todo cristiano se le
ha otorgado el don de fe suficiente para creer cuanto es necesario a la
salvación, el que goza del movimiento piadoso, participa de una intensidad de
luz superior, como un ojo más penetrante percibe los objetos a mayor distancia;
como una inteligencia más privilegiada alcanza más grados de intelección. Es el
genio de la fe que descubre en el campo de la revelación lo que nadie ha visto,
y, sin embargo estaba a la vista de todos…”.
Pasemos ahora a los
testimonios de diversos autores, la mayoría de las cuales se encuentran en Urzúa:
Gorriti: “… el incomparable americano Lacunza, honra no sólo de Chile,
que fue su patria, sino de todo nuestro continente”.
Diccionario Biográfico Americano de Cortés: “Una de las glorias de la Teología en el
siglo XIX”, y sostiene que “en la
Exégesis Bíblica se elevó a una altura a que no ha llegado ningún escritor
moderno, ni en Europa ni en América”.
Menéndez Pelayo: «Notables
y ortodoxísimos teólogos ponen sobre su cabeza el libro del P. Lacunza,
como sagaz y penetrante expositor de las Escrituras».
El mismo Lacunza confiesa: “No me atreviera, dice, a exponer este escrito a la crítica de toda
suerte de lectores, si no me hallase suficientemente asegurado: si no lo
hubiese hecho pesar una y muchas veces en las mayores y más fieles balanzas que
me han sido accesibles: si no hubiese, digo, consultado a muchos sabios de
primera clase, y sido por ellos asegurado (después de un prolijo y riguroso
examen) de no contener error alguno, ni tampoco alguna cosa de sustancia digna
de justa reprensión”.
De entre los mismos
Censores se puede ver que dos de ellos lo defendieron y que si recomendaron su
censura fue simplemente por el abuso que podían hacer “los ignorantes y
tímidos”. Uno déllos, Fr. Pablo de la
Concepción llega a afirmar: “La verdad,
la abundancia, la naturalidad de los pasajes que alega de la santa Escritura,
así del antiguo como del nuevo Testamento, de tal manera inclinan el
entendimiento al asenso de su sistema, que me atrevo a decir: que si lo que
él dice es falso, jamás se ha presentado la mentira tan ataviada con el sencillo
y hermoso ropaje de la verdad, como la ha vestido este autor, porque el
tono de ingenuidad y de candor, la misma sencillez del estilo, el convite que
siempre hace a que se lea todo el capítulo, y capítulos de donde se toma, y que
preceden o siguieren a los pasajes que alega, la correspondencia exacta no sólo
de las citas sino también del sentido que a primera vista ofrecen los sagrados
textos; todo esto, digo yo, dan tan fuertes indicios de verdad, que parece
imposible rehusarle el asenso a no estar obstinadamente preocupado en favor del
sistema contrario”.
Morrondo Rodríguez a su vez dice[4]:
“La Venida del Mesías tiene además una historia inédita que dejamos
intacta por no ser necesario su conocimiento al plan que nos proponemos seguir.
El Censor eclesiástico en
España como consta del prólogo, fué Fray
Juan de la Concepción, Carmelita Descalzo, el 13 de Diciembre de 1812, de
quien son estas palabras. “Que hacía
ya veinte y seis años que había leído un manuscrito de la obra, y desde
entonces concibió un vivo deseo de adquirirle a toda costa, para leerle muchas
veces, estudiarle, meditarle, con todo el empeño que pudiese... y todas las
veces que le había leído se renovó más aún su admiración, al ver el profundo
estudio que tenía hecho su autor de las Sagradas Escrituras… y la luz que
arroja sobre los más altos misterios”.
Y, añadía. “Por lo que afecta a las costumbres y a
la moral no solo no contiene cosa alguna contra ella, sino que por lo
contrario, contribuye mucho a la reforma... por la magnífica pintura de
Jesucristo, por el respeto que infunde a la Escritura, a su veracidad y deseos
de estudiarla y entenderla, por el saludable temor que infunde a los
cristianos, a causa de la corrupción de las costumbres, amenazados del mismo
castigo que hoy sufren los judíos”.
Aunque el Censor que por
su ciencia gozaba de gran prestigio, no hubiere consultado su juicio con
ninguno de sus hermanos de Religión, lo cual no es creíble, tanto más cuanto
que la impresión que le produjo le venía preocupando hacía muchos años, desde
que leyó uno de tantos manuscritos como circulaban entre los sabios de aquella
época; es lo cierto que la Compañía de Jesús debe tener solidaridad con la «La
Venida del Mesías», no solo porque su autor era un hombre ilustre del
Instituto, sino porque no es verosímil, que una obra de tanta transcendencia
saliera de las manos de uno de sus hijos sin que llevara una implícita
aprobación o fuese sometida al examen de Padres graves, según es costumbre,
celosa de su prestigio doctrinal; y más que nada, porque entre las consultas
que el P. Lacunza dirigiera a
reputados sabios, así lo consigna el mismo autor, es evidente que entre los
censores figurarían Religiosos de la Compañía, porque no se encontraría tan
escasa de notabilidades que fuera necesario apelar a extraños censores. Así
asegura el P. Lacunza que no lanza
la Obra a la publicidad sino después de escuchar la opinión de muchos sabios de
primera clase que la sometieron a un rigoroso y prolijo examen sin encontrar
causa de justa reprensión”.
Torres Amat: “El
sabio jesuita Lacunza ha escrito en estos últimos años a favor de la sentencia
de los milenarios puros o espirituales, una obra con este título: “Venida del
Mesías en gloria y majestad, por Juan Josafat Ben-Ezra”. Dicha obra es digna
de que la mediten los que particularmente se dedican al estudio de la
Escritura, pues da luz para la inteligencia de muchos textos oscuros; pero no
miro conveniente que la lean aquellos cristianos que sólo tienen un
conocimiento superficial de nuestra Religión, por el mal uso que pueden hacer
de algunas máximas que adopta el P. Lacunza”.
Urzúa comenta: “Además
de todas estas autoridades, podemos añadir que ha sido práctica corriente de
muchos sacerdotes ilustrados, y de eminentes obispos americanos, recomendar la
lectura de La Venida del Mesías a
personas ilustradas y piadosas. Por nuestra parte hemos tenido oportunidad de
oír en repetidas ocasiones, a varios prelados expresarse de la obra del P. Lacunza,
como uno de sus libros favoritos, y aconsejar encarecidamente a los sacerdotes
su lectura (…) Muchos sabios
de primera nota han leído esta obra con verdadera admiración, y han hecho de
ella un objeto constante de sus profundas meditaciones”.
Para terminar nos parece
oportuno remitirnos al excelente trabajo del adventista A. Vaucher: “Lacunza, un
Heraldo de la Segunda Venida de Cristo[5]”,
donde leemos, entre otros numerosos autores, que dos personas altamente
influenciadas por Lacunza fueron Donoso Cortés y el mismísimo Pío IX, que sin dudas lo conoció en su
paso por Chile cuando era Nuncio Apostólico[6].
[1] Heterodoxos, t. III, pág. 409.
[2] Morrondo Rodríguez, op.
cit. capítulo VII, capítulo
dedicado íntegramente a la figura de Lacunza,
comenta sobre este tema (negritas nuestras): “Prevenido contra el P. Lacunza y reconociendo en el prólogo
que, según fama, acostumbraba el
ilustre Jesuita a orar cinco horas
diarias con rostro en tierra; ante una manifestación tan sorprendente de la
grandeza de su alma, no se le ocurre al autor de las Observaciones otra exclamación que la burla piadosa de aprovecharse
de este detalle, para traducirla a un lenguaje tan poco caritativo, diciendo que oraba de espaldas al cielo,
como símbolo de la oposición a la verdad”.
La verdad que no
recordamos haber leído jamás algo tan pero tan imbécil en nuestra vida. Realmente el grado de estupidez al que
puede llegar el ser humano es algo abismal.
Por culpa de
fariseos como el P. Bestard la
Iglesia está como está.
[3] Op. cit. pag. 187.
[5] Libro
imprescindible sobre Lacunza,
lectura casi diríamos obligada. Es un
estudio muy completo desde el punto de vista histórico y trae numerosos
testimonios a favor del Milenarismo en general y de La Venida en particular; en este sentido es muy esclarecedor el
testimonio del P. Gras que afirma
que en el siglo XIX se encontró con que en
Francia, Italia, España, Inglaterra, Alemania y Polonia el número de sacerdotes
y fieles milenaristas era muy grande (Cap. 10).
[6] Capítulos
14 y 16.