Subdivisión del diaconado.
Salta
a la vista que los diáconos, sin ejercer el sacerdocio, son elevados a una incomparable
dignidad en la Iglesia. Un
Padre del desierto vio el diaconado bajo la imagen de una columna de fuego que
se elevaba hasta el cielo y le fue revelado que era necesaria una virtud
sublime a los que recibían este orden tan augusto.
Y sin embargo, las funciones de los diáconos, que los hacen acercarse al
altar y a los divinos misterios, los hacen también descender, por los variadísimos
empleos a que son llamados alternativamente, como por una sucesión de grados,
hasta los últimos y más humildes servicios de la Iglesia. Realizan así en ellos
la figura de los ángeles, que llamados a contemplar incesantemente la faz de
Dios, no tienen a menos el cuidarse de los niños débiles.
En
tiempos de los apóstoles ejercían en persona todos estos variados ministerios.
Pero
desde aquellos primeros
tiempos la Iglesia, con una sabia disposición y usando en ello de un poder que
le fue dado por Dios, como también para reservar a los diáconos las más altas
funciones, abrió, por así decirlo, el tesoro del diaconado, distribuyó sus
riquezas y lo desmembró instituyendo las órdenes inferiores.
Así
se pudo conservar durante largo tiempo en cada Iglesia un pequeño número de
diáconos multiplicando los otros ministros[1], se impidió que se
envileciera el diaconado a los ojos de los pueblos — que juzgan del valor de
las cosas por su rareza — y se
conservó para este orden sublime el número de siete consagrado por la institución
primitiva[2] y
que conviene a las relaciones misteriosas que tienen los diáconos con el
ministerio de los ángeles y con los «siete espíritus» que están ante el trono
de Dios (cf. Ap. IV, 5)[3].
Así,
a medida que el árbol de la Iglesia iba alcanzando mayor desarrollo, esta rama
maestra del diaconado, obedeciendo a las leyes de una divina expansión, se
abrió y se dividió en varios ramos, que fueron el orden del subdiaconado y los
órdenes inferiores, las llamadas órdenes menores.
Pero
para entender cómo pudo llevarse a cabo esta gran partición y asimismo cómo
pudo tener el diaconado tan admirable fecundidad y dar al mismo tiempo origen a
las órdenes inferiores, hay que recordar una doctrina que propusimos
anteriormente en nuestra segunda parte, a saber, que en esto hay diferencia
esencial entre el sacerdocio y el ministerio.
El sacerdocio es simple e indivisible por su naturaleza; no puede comunicarse
parcialmente, aunque puede poseerse a títulos distintos, es decir, a título de cabeza y a título de
participante, de obispo o de presbítero; admite grados, pero sin desmembrarse
en su fondo.
En cambio, el ministerio, cuya plenitud está contenida en el diaconado,
es indefinidamente susceptible de partición, porque las múltiples funciones de
los ministros, relativas todas al sacerdocio al que deben servir, y reducidas
así a la unidad, no tienen entre sí relaciones necesarias y pueden, sin infringir
ninguna conveniencia, pertenecer separadamente a diferentes personas.
La
sabiduría divina, que conserva a los seres su esencia, habiendo impreso al ministerio
eclesiástico este carácter de divisibilidad, aunque fundándolo primeramente en
el diaconado y dándole así origen divino para todo lo sucesivo, dejó a la
Iglesia la libertad de distribuir a su arbitrio sus diferentes partes.
La
Iglesia, a su vez, hizo soberanamente esta partición según las exigencias de
los lugares y tiempos, y de esta manera salieron del diaconado las órdenes
inferiores, instituidas divinamente en el diaconado, pero formadas y
distribuidas en varios grados por institución eclesiástica.
La
primera de estas órdenes inferiores es el subdiaconado, común a todas las Iglesias.
Los
que le siguen fueron admitidos diversamente en la Iglesia latina, en la Iglesia
griega y en las otras Iglesias de Oriente; y, fuera del orden de lector, que
pertenece, como el subdiaconado, a todas las Iglesias, los otros ministerios
difieren según los lugares por el número y las atribuciones.
La
Iglesia latina admite por debajo de los subdiáconos, cuatro órdenes menores: acólito,
exorcista, lector y ostiario o portero.
[1] Sozómeno, Historia eclesiástica, l. 7, c. 19;
PG 67, 1475: «En Roma no ha habido nunca hasta ahora más que
siete diáconos.» San Cornelio I (251-253), en Eusebio, Historia eclesiástica,
l. 6, c. 43, n.° 11; PG 20, 622: «En ésta (la Iglesia de Roma) hay cuarenta y
seis sacerdotes, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos,
cincuenta y dos exorcistas, lectores y ostiarios».
[2] Concilio de Neocesarea, (entre 314 y 325),
can. 15; Labbe 1, 1483; Mansi 2, 544: "En una ciudad, incluso muy
grande, no debe haber regularmente más que siete diáconos. La prueba la
tendréis en los Hechos de los Apóstoles»; cf. Hefele 1, 334. San Ambrosio (339-397), Comentario
I Tim III; PL 17, 497: «En adelante es preciso que haya siete diáconos.»
[3] San Isidoro, De los oficios eclesiásticos, l. 2,
C. 8, 4; PL 83, 789: «Los apóstoles o los sucesores de los apóstoles decidieron
que en todas las Iglesias hubiera siete diáconos, que en la grada más alta, más
cerca que todos los demás, estarían de pie en torno al altar de Cristo, como
las columnas del altar, y no sin ese misterio del número de siete. En efecto, simbolizan
a los siete ángeles del Apocalipsis que tocan la trompeta; son los siete
candelabros de oro; son las voces del trueno".