V
DISTRIBUCIÓN DE LAS ATRIBUCIONES CLERICALES
Organización interior.
Si
los presbíteros forman el colegio de la Iglesia particular y están todos
llamados a título común y en la unidad de este colegio a cooperar con el obispo
y a recibir de él la comunicación del ministerio sacerdotal, será necesario
que, en el fondo y en la sustancia de las cosas, todos los presbíteros sean
iguales entre sí.
Quien
dice miembros de un colegio sugiere la noción de igualdad entre estos miembros:
porque un colegio es una asamblea de hombres llamados a formar un cuerpo y ligados
entre sí por derechos y deberes comunes.
Los
sacerdotes de Roma, de Jerusalén o de Antioquía tendrán todos igualmente en
estas Iglesias la misma dignidad: su título de sacerdotes de estas Iglesias, es
decir, el vínculo que les une a ella es el mismo para todos, y su ordenación o
su inscripción en el canon no les da por sí misma ninguna ventaja que no les
sea común.
Sin embargo, esta igualdad esencial y que constituye el fondo de las relaciones
del presbiterio no debe en modo alguno engendrar confusión.
En primer lugar, no excluye cierto orden de precedencia, tal como puede
existir entre los hermanos, un como orden de primogenitura.
Desde los primeros tiempos había en el presbiterio un primer presbítero
o arcipreste, un segundo, un tercero, y este orden de precedencia reservaba,
por transmisión natural, a los primeros del colegio el ejercicio principal y
con frecuencia exclusivo de funciones comunes a todo el cuerpo.
Estas reservas afectaban a las más importantes de estas funciones o por
lo menos a las que decorosamente debían ejercerse por uno solo o por un pequeño
número.
Así,
por una usanza general, los arciprestes estaban llamados a suplir al obispo ausente
en las funciones sagradas; y cuando se multiplicaron los presbíteros en las Iglesias,
los principales de ellos se encargaron de las partes más considerables del gobierno
eclesiástico y formaron el consejo ordinario del obispo con exclusión más o menos
absoluta de todos los demás.
En
los orígenes bastaba la antigüedad de ordenación para establecer este orden de
precedencia y de transmisión entre los presbíteros. La sencillez del ministerio
en aquellas épocas primitivas en las Iglesias todavía poco numerosas no exigía
entre ellos otra distinción que la de la edad, y san León se alza contra los perturbadores
de aquella antigua disposición[1].
Pero
el tiempo aportó nuevas necesidades; el pueblo cristiano se había multiplicado,
el número de sacerdotes se había acrecentado en la misma proporción. Nuevas relaciones
venían a complicar el ejercicio del cargo pastoral. La antigua sencillez del presbiterio, donde todo lo que no se hacía en
común obedecía a la venerable ley de la transmisión hecha a la antigüedad
sacerdotal, no podía satisfacer las necesidades que surgían de tal situación.
Había que establecer otras distinciones y otras reparticiones. Una sabia
elección debió reemplazar poco a poco la ciega designación de la simple
antigüedad; títulos, oficios y funciones nuevas fueron reservados a la libre
elección del obispo y ocuparon un puesto al lado del antiguo arciprestazgo.
Si
a los ojos de un observador poco atento la diversidad de los cargos parece
alterar la unidad indivisible del presbiterio primitivo, bastará con recordar
aquí la doctrina del ejercicio de la jurisdicción que hemos propuesto en
nuestra parte segunda.
En
aquel lugar dijimos que los
poderes propiamente jerárquicos son comunes a todos los miembros del colegio y
en su fondo pertenecen igualmente a todos; pero el ejercicio de estos poderes o
el ejercicio de la jurisdicción puede ser restringido o ligado en cada uno de
estos miembros mediante reservas, o puede ser ampliado por delegaciones del
superior, el cual, sin afectar a la sustancia de los grados jerárquicos, hace
entre las personas de un mismo grado, todas las reparticiones de atribuciones
que reclaman las necesidades de los tiempos y de los lugares.
Por
lo demás, la simple transmisión de la época primitiva producía ya este efecto,
dando a los unos, con exclusión de los otros, el ejercicio de ciertas
prerrogativas y de ciertos ministerios eclesiásticos, y no otra cosa hizo la
elección por parte de los obispos, en la distribución de los cargos y de los
oficios que fueron erigidos en lo sucesivo.
Por
lo demás, nada más natural — hay que reconocerlo — que tal multiplicación de
los cargos en el colegio del presbiterio a medida que la sociedad cristiana se
iba desarrollando y se iba haciendo más complejo el conjunto de las
instituciones eclesiásticas. En estas nuevas necesidades obedeció el colegio
del presbiterio a la ley común de todas las asambleas, donde las funciones que,
decorosamente, deben ser ejercidas por uno solo o por un pequeño número, les
son asignadas de ordinario con exclusión de los demás.
Así
fueron surgiendo poco a poco en el antiguo presbiterio ecónomos, penitenciarios, prebostes, decanos, maestrescuelas,
etc., sin que la creación sucesiva de estos oficios y dignidades alterara la
unidad esencial del colegio.
El
curso natural de las cosas incrementó o disminuyó las atribuciones de los
oficiales. Al arcipreste se le reservó con frecuencia, bajo la autoridad del
obispo, el cuidado pastoral del pueblo fiel; las dignidades y los grandes
canonicatos de las catedrales se distinguieron de los beneficiarios inferiores
o de los otros sacerdotes inscritos en el canon de aquellas Iglesias; los
obispos, con delegaciones de la autoridad episcopal asociadas a los oficios,
contribuyeron todavía más a realzar por encima de sus hermanos a los que así
estaban investidos.
[1] San León, Carta 19, a
Doro, obispo de Benevento; PL 54 709-714.