EL ORDEN DE LOS PRESBITEROS
Cooperadores del obispo
¿Podrá el obispo solo
satisfacer las necesidades espirituales de un pueblo numeroso? La respuesta ha
de ser evidentemente negativa.
¿Habrá, pues que multiplicar los obispos en una misma Iglesia? El sacramento
de la unidad no lo permite. La Iglesia no puede escindirse y pertenecer a
varios; el esposo de la única esposa es único: el cuerpo sólo tiene una cabeza,
y los miembros no reciben la vida de fuentes diversas[1]. En la asamblea de los fieles no deben
elevarse voces discordantes: «Yo estoy por Pablo — Yo por Apolo» (I Cor. III,
4); y toda la tradición demuestra su horror al cisma y la firmeza de nuestros
padres en mantener la unidad de la cátedra episcopal. El misterio de la jerarquía está muy implicado en ello: «Un solo Dios, un
solo Cristo, un solo obispo», clamaba el pueblo romano, al que se querían dar
dos pontífices[2].
Así el obispo permanecerá
solo y, sin embargo, en su soledad no podrá responder a las necesidades de la
multitud. ¿De dónde le vendrá la ayuda? ¿Cuál será el remedio?
El misterio de la
jerarquía encierra en sí este remedio y procura al obispo la ayuda necesaria.
Dios decía del antiguo Adán: «No conviene que el hombre esté solo. Voy a
hacerle una ayuda semejante a él» (Gén. II, 18); y esta ayuda del padre de la
antigua humanidad fue su esposa y la madre de su posteridad.
En la nueva humanidad, la Iglesia, que es la esposa del obispo, va a ser
su ayuda y recibirá de él el carácter de madre de sus hijos espirituales. El
obispo la asocia a las operaciones de su sacerdocio en su parte más excelente y
en sus miembros principales, los sacerdotes de segundo orden. En ellos, como en
su porción más noble, será la Iglesia su ayuda semejante a él mismo. En ellos
se formará una corona de cooperadores y establecerá ese colegio venerable al
que llamamos presbiterio[3].
Así el obispo, que lleva en sí el tipo de Jesucristo y el tipo del Padre
de Jesucristo, proporciona una viva imagen de él mismo. Como el episcopado es
el reflejo de Jesucristo, que reproduce la imagen y las operaciones de su cabeza,
así el presbiterio recibe y extiende la acción del obispo. Como Jesucristo es
la viva imagen de su Padre y hace las obras de su Padre, así el presbiterio es
la imagen del obispo y hace sus obras; repitámoslo: es un cooperador semejante
a él.
Pero en este misterio el
término «semejante» no dice bastante; en efecto, entre el obispo y los
sacerdotes no hay una pura semejanza que puede ser completamente exterior y
puramente accidental, sino que entre ellos hay comunicación sustancial del
mismo sacerdocio. El presbiterio lleva en sí el carácter de semejanza porque
posee en sustancia un mismo sacerdocio con el obispo y porque es con él una
misma cosa en esta unidad del sacerdocio, como el episcopado es una misma cosa
con Jesucristo, y como Jesucristo dice de sí mismo: «El Padre
y yo somos uno» (Jn. X, 30).
[1] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica, 8;
PL 4, 505: «¿No hace Dios oír en su Evangelio este aviso, esta enseñanza:
"No habrá más que un solo rebaño y un solo pastor" (Jn X, 16)? Después de esto, ¿piensa
alguno que en un mismo lugar pueda haber, o muchos pastores, o varios rebaños?»
Id., Carta 40, al pueblo, 5; PL 4, 336: «No
hay sino un Dios, un Cristo, una Iglesia, una cátedra, que la palabra del Señor
estableció sobre Pedro como fundamento. No puede erigirse otro altar, no puede
instituirse otro sacerdocio fuera de este único altar y de este único
sacerdocio».
[2] Teodoreto, Historia eclesiástica, l. 2,
c. 14.
[3] San Jerónimo, Comentario sobre Isaías, c.
3, n. 3; PL 24, 61: «También nosotros tenemos
nuestro senado en la Iglesia, la asamblea de los sacerdotes.» Orígenes, Contra Celso, l. 3, c. 30; PG, 11, 953: «Así, compara el senado de
la Iglesia de Cristo con el senado de cada ciudad y hallarás a estos senadores
de la Iglesia, dignos gobernadores de la ciudad de Dios.» Concilio de Trento, sesión 24 (1562), decreto de reforma, can. 12; Ehses 9, 84: «(No pueden ser ordenados
sacerdotes sino clérigos de veinticinco años, y ni siquiera todos indistintamente),
sino sólo los que sean dignos y gocen de tal integridad de costumbre que con
justo título se los pueda llamar el senado de la Iglesia.»