martes, 6 de mayo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. III (I de IV)

EL ORDEN DE LOS PRESBITEROS

Cooperadores del obispo

¿Podrá el obispo solo satisfacer las necesidades espirituales de un pueblo numeroso? La respuesta ha de ser evidentemente negativa.
¿Habrá, pues que multiplicar los obispos en una misma Iglesia? El sacramento de la unidad no lo permite. La Iglesia no puede escindirse y pertenecer a varios; el esposo de la única esposa es único: el cuerpo sólo tiene una cabeza, y los miembros no reciben la vida de fuentes diversas[1]. En la asamblea de los fieles no deben elevarse voces discordantes: «Yo estoy por Pablo — Yo por Apolo» (I Cor. III, 4); y toda la tradición demuestra su horror al cisma y la firmeza de nuestros padres en mantener la unidad de la cátedra episcopal. El misterio de la jerarquía está muy implicado en ello: «Un solo Dios, un solo Cristo, un solo obispo», clamaba el pueblo romano, al que se querían dar dos pontífices[2].
Así el obispo permanecerá solo y, sin embargo, en su soledad no podrá responder a las necesidades de la multitud. ¿De dónde le vendrá la ayuda? ¿Cuál será el remedio?
El misterio de la jerarquía encierra en sí este remedio y procura al obispo la ayuda necesaria.
Dios decía del antiguo Adán: «No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén. II, 18); y esta ayuda del padre de la antigua humanidad fue su esposa y la madre de su posteridad.
En la nueva humanidad, la Iglesia, que es la esposa del obispo, va a ser su ayuda y recibirá de él el carácter de madre de sus hijos espirituales. El obispo la asocia a las operaciones de su sacerdocio en su parte más excelente y en sus miembros principales, los sacerdotes de segundo orden. En ellos, como en su porción más noble, será la Iglesia su ayuda semejante a él mismo. En ellos se formará una corona de cooperadores y establecerá ese colegio venerable al que llamamos presbiterio[3].
Así el obispo, que lleva en sí el tipo de Jesucristo y el tipo del Padre de Jesucristo, proporciona una viva imagen de él mismo. Como el episcopado es el reflejo de Jesucristo, que reproduce la imagen y las operaciones de su cabeza, así el presbiterio recibe y extiende la acción del obispo. Como Jesucristo es la viva imagen de su Padre y hace las obras de su Padre, así el presbiterio es la imagen del obispo y hace sus obras; repitámoslo: es un cooperador semejante a él.
Pero en este misterio el término «semejante» no dice bastante; en efecto, entre el obispo y los sacerdotes no hay una pura semejanza que puede ser completamente exterior y puramente accidental, sino que entre ellos hay comunicación sustancial del mismo sacerdocio. El presbiterio lleva en sí el carácter de semejanza porque posee en sustancia un mismo sacerdocio con el obispo y porque es con él una misma cosa en esta unidad del sacerdocio, como el episcopado es una misma cosa con Jesucristo, y como Jesucristo dice de sí mismo: «El Padre y yo somos uno» (Jn. X, 30).



[1] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica, 8; PL 4, 505: «¿No hace Dios oír en su Evangelio este aviso, esta enseñanza: "No habrá más que un solo rebaño y un solo pastor" (Jn X, 16)? Después de esto, ¿piensa alguno que en un mismo lugar pueda haber, o muchos pastores, o varios rebaños?» Id., Carta 40, al pueblo, 5; PL 4, 336: «No hay sino un Dios, un Cristo, una Iglesia, una cátedra, que la palabra del Señor estableció sobre Pedro como fundamento. No puede erigirse otro altar, no puede instituirse otro sacerdocio fuera de este único altar y de este único sacerdocio».

[2] Teodoreto, Historia eclesiástica, l. 2, c. 14.

[3] San Jerónimo, Comentario sobre Isaías, c. 3, n. 3; PL 24, 61: «También nosotros tenemos nuestro senado en la Iglesia, la asamblea de los sacerdotesOrígenes, Contra Celso, l. 3, c. 30; PG, 11, 953: «Así, compara el senado de la Iglesia de Cristo con el senado de cada ciudad y hallarás a estos senadores de la Iglesia, dignos gobernadores de la ciudad de Dios.» Concilio de Trento, sesión 24 (1562), decreto de reforma, can. 12; Ehses 9, 84: «(No pueden ser ordenados sacerdotes sino clérigos de veinticinco años, y ni siquiera todos indistintamente), sino sólo los que sean dignos y gocen de tal integridad de costumbre que con justo título se los pueda llamar el senado de la Iglesia.»