Cura de almas.
Pero
esto no es todo. Al lado de estas instituciones que daban al presbiterio su organización
y reglamentación interna, desde los primeros tiempos se produjo en las Iglesias
principales otra repartición del ejercicio de la jurisdicción entre los
presbíteros, que es necesario exponer aquí.
En fecha temprana se sintió en las Iglesias más considerables la
utilidad o más bien la necesidad de dividir entre los presbíteros el cuidado de
un pueblo demasiado numeroso y de asignar distintamente a cada uno de ellos una
porción de la grey. Esto fueron los títulos de los presbíteros en una misma
Iglesia.
La Iglesia romana fue la primera en dar el ejemplo[1], como convenía a la maestra de todas las demás. La
Iglesia de Alejandría siguió esta disciplina. Poco a poco, a medida que
aumentaba el número de cristianos, análogas necesidades dieron lugar en otras
partes a la misma organización. Finalmente vino a ser uso general en todas las
grandes Iglesias, y un concilio de Meaux, prescribiendo a todos los obispos que
provean canónicamente los «títulos cardinales establecidos en las ciudades y en
los arrabales», habla de ello como de una institución notoriamente recibida en
todas partes[2].
Al
mismo tiempo fueron cobrando insensiblemente mayor importancia las atribuciones
reservadas a los presbíteros en sus títulos y hubo que extenderlas a medida que
la multitud de los asuntos eclesiásticos hacía más necesaria esta distribución
en el seno del colegio presbiteral. Así la designación de los presbíteros
titulares en la Iglesia romana no está en un principio acompañada de ningún
indicio preciso sobre sus atribuciones; luego parecen estar aplicados a los
auxilios urgentes por prestar a las almas, «el bautismo y la penitencia»,
seguramente en los casos que no permitían aguardar las épocas solemnes y la
intervención del pontífice y de todo el presbiterio, y entonces se designan los
títulos como «diócesis» o circunscripciones administrativas concretas.
Finalmente,
entre estos títulos hubo algunos que adquirieron tan gran importancia que hubo
que aplicarles diversos presbíteros y formar en ellos como colegios parciales,
miembros del colegio total del clero de la Iglesia. Así en Roma, en el siglo V,
vemos a varios presbíteros titulares o cardinales en cierto número de títulos[3] y
vemos que en Alejandría había un segundo presbítero aplicado al título de
Bancal, título del desventurado Arrio[4]. Otros títulos, por el contrario, quedan reducidos
a un solo presbítero, dependiendo enteramente de las circunstancias locales
aquel desarrollo desigual del clero de los títulos.
Y todo lo que decimos aquí de los títulos propiamente dicho,
establecidos para el servicio ordinario de las poblaciones, debe entenderse
igualmente de la institución de los presbíteros de los cementerios, martyria
o lugares sagrados, dedicados a honrar con el culto divino los oratorios de los
mártires y a recibir allí a los fieles que los visitaban. Tales martyria
son verdaderos títulos en el sentido amplio del término, puesto que pertenecen
igualmente a la distribución local de los sacerdotes del presbiterio en el seno
de una misma Iglesia[5].
En esta repartición, en la creación de los títulos y oratorios, y en los
desarrollos diversos de que fue objeto en cada ciudad según las circunstancias,
reconocerá el lector el origen del moderno estado de cosas que se nos ofrece a
la vista en todas partes, y cuyas raíces profundas conviene descubrir en la
historia.
Los títulos con cura de almas fueron el origen de las parroquias de las
ciudades y de sus suburbios, y los títulos que fueron provistos de mayor número
de sacerdotes dieron lugar a las colegiatas establecidas en las mismas
Iglesias.
Y
si más tarde se erigieron en las ciudades parroquias y colegiatas sin
asociarlas a los títulos primitivos y sin preocuparse por este origen, no por
ello deja de ser ésta la razón de ser de tales instituciones, que basta para
explicar su valor jerárquico[6].
Salvaguardia de la unidad.
Conviene,
en efecto, recordarlo: con
la creación de los títulos y su desarrollo, el presbiterio, conservando su
unidad y siendo el único cuerpo en torno a la cátedra episcopal, veía útilmente
distribuido, sin cisma ni división, el ejercicio de los poderes que le pertenecían;
y, a su vez, el pueblo fuel, sin cesar de formar todo entero una misma Iglesia
y de pertenecer indivisiblemente al obispo y al presbiterio de tal Iglesia,
hallaba en dicha distribución el socorro de una actividad pastoral más atenta y
puesta más eficazmente a su alcance.
En
estas reparticiones y en sus consecuencias no se rompió en el fondo la unidad
de las Iglesias: los títulos, los colegios, los oratorios de los mártires y las
mismas parroquias urbanas no cesaron de pertenecer al mismo cuerpo de la
Iglesia particular y de formar en sustancia la corona del trono episcopal y del
pontífice que desde él presidía.
La
Iglesia romana, como conviene a la maestra de todas las otras, nos da solemnemente
esta enseñanza. Hasta nuestros días conserva las designaciones antiguas, tiene sus
cardenales presbíteros repartidos entre los muros de la ciudad.
A
todos ellos se llama en común cardenales presbíteros de la santa Iglesia
romana, a pesar de la diversidad de sus títulos.
Todos le pertenecen igualmente; las distintas circunscripciones que les
están asignadas no escinden su augusto colegio. La Iglesia romana forma con
ellos su único senado; reúne en ellos y por ellos en un solo cuerpo y, por decirlo
así, en un único gran colegio a todos los clérigos y a todos los colegios
parciales que hay bajo su dependencia en cada título.
Por ellos, como por sus miembros principales y sus cabezas secundarias,
todo el clero de los beneficios inferiores, todos los capítulos, todas las parroquias
y todo el pueblo fiel de Roma constituyen la única e indivisible iglesia
romana.
Tal es la noción sagrada de la Iglesia particular que no hay que perder
nunca de vista a través de todas las modificaciones exteriores y accidentales
que lleva consigo el tiempo.
La
entera Iglesia particular siempre semejante a sí misma en la sustancia del misterio
de la jerarquía al que pertenece y cuya última expresión es, se adhiere a su
obispo y al colegio de sus sacerdotes en un íntimo sentimiento de unidad, «con
indivisible pensamiento»[7], y
siempre se verifica la bella comparación del mártir san Ignacio: el presbiterio es
siempre, en la armonía de todas sus partes, esa lira sagrada a cuyo son no cesa
el Espíritu Santo de cantar a Jesucristo, y aunque, por la distribución de las funciones
entre sus miembros, cada uno de los presbíteros, como otras tantas cuerdas distintas
de esta lira mística dé un sonido diferente y propio de él, no por ello la divina melodía deja de
guardar su continuidad y su unidad a través de las edades.
[1] Liber Pontificalis, ed. Duchesne, 1886, t. I, p. 126, a
propósito del Papa san Evaristo (100-110): "Dividió
entre los sacerdotes los títulos de la ciudad de Roma.» Es poco probable la organización
de las iglesias parroquiales ya a comienzos del siglo II. Ibid. Dz. 164, a propósito
del Papa Marcelo (307-308): «Instituyó veinticinco títulos en Roma".
[2] Concilio de Meaux (845), can. 54; Labbe 7, 1836; Mansi, 14, 831; Hefele 4, 124. El presbítero
cardenal de Saint-Martin-des-Champs era el duodécimo cardenal de la Iglesia de
París: Pastoral de la Iglesia de París, l. 19, c. 78-79 (manuscrito de los
archivos nacionales de París). El ordinario de la Iglesia de Sens (1306) llama
a "todos los presbíteros cardenales y a todos los arciprestes" de la
diócesis a la consagración del santo crisma (Biblioteca nacional de París, manuscrito
1206). Los primeros son cabezas de parroquias urbanas y pertenecen al presbiterio
de la ciudad; los segundos son cabezas de los presbiterios diocesanos de que
hablaremos más adelante.
[3] Concilio de Roma (499); Labbe 4, 1313; Mansi 8, 231. Cf. A.I. Schuster,
O.S.B., Liber sacramentorum, Herder, Barcelona 1956, t. 2, p. 6: «Verosímilmente
destináronse en un principio dos presbíteros a cada título, uno de ellos como
titular y el otro en funciones de coadjutor. Cierto que en un epígrafe de
521-525 del cementerio de San Pancracio, se hace mención de un sacerdote primero, prior;
otro segundo, secundus; otro tercero, tertius, y otro cuarto, quartus.»
[6] Sólo poco a poco y desigualmente se fueron
diversificando de la iglesia catedral las iglesias urbanas en el ejercicio de
los ministerios eclesiásticos. Hasta el siglo XVII, en las importantes ciudades
de Otranto, Tarento, Brindisi, Cosenza y Bari la cura de almas pertenecía a la
sola iglesia catedral; cf. Ughelli, Italia sacra, Venecia 1721. t, 4,
col. 6.19.54.186; t. 7, col. 188.287. En otras iglesias no se podía administrar
el bautismo, por lo menos en tiempo pascual, fuera del baptisterio de la
catedral, finalmente, en otras muchas, los párrocos y los clérigos de las iglesias
urbanas debían asistir, ciertos días, al oficio de la iglesia catedral y unirse
al obispo y a su colegio a la manera de los antiguos cardenales de los títulos,
cuyos sucesores son. Cf. Christian Wolf, Des cures...,
Bérgamo 1788, P. 333.