Sobre los cargos contra La Venida puede consultarse a Urzúa, cuyas respuestas son
contundentes; sin embargo, queremos agregar un par de cosas:
De los 13 cargos contra Lacunza, todos menos el 11 fueron
defendidos por Eyzaguirre en su “Apocalipseos Interpretatio Literalis, Romae,
(1911)”. Libro en donde el autor incluso le traduce a Lacunza párrafos enteros, y que fue aprobado en Roma, bajo el
Pontificado de San Pío X con imprimatur del P. Lepidi, Maestro del Sacro Palacio, algo así como el teólogo
personal del Papa.
En especial nos parece
digna de mención la contestación (pag. 764 y ss) que le hace a Franzelin en su crítica al Milenarismo.
El argumento del eximio Cardenal es básicamente el mismo del punto 1 de los
cargos contra La Venida.
No vamos ni traducir a Eyzaguirre ni entrar en detalles, pues baste
con decir que para Roma esta es una cuestión totalmente opinable y que como tal debe tomarse lo que dice Franzelin.
Del resto de los puntos se
puede decir otro tanto.
En cuanto al punto 11, el
referido a los sacrificios judíos, es defendido, además de Lacunza, por Morrondo Rodríguez en su capítulo XVIII, aunque
con diversos matices.
Pero aun así, se nos dirá,
Lacunza fue condenado por razones
prudenciales y las mismas subsisten hoy
en día.
No estamos tan seguros.
1) En primer lugar no
hay a quién consultar hoy en día. Aléguese la razón que sea, pero esto es
un hecho.
2) En segundo lugar, y lo primero no es más que un signo
désto, la obra de Lacunza no fue escrita
para sus contemporáneos de fines del siglo XVIII, ni para los del siglo XIX, ni
siquiera para los de la primera mitad del siglo XX, sino para aquellos que
asistimos a estos tortuosos últimos tiempos. En ese sentido nos parece
hasta casi diríamos providencial la
censura de La Venida.
Estamos convencidos que para comprender las Escrituras, y particularmente
las profecías es imprescindible la
lectura de la obra de Lacunza y seguir sus principios. Él es, por lejos y sin
ningún tipo de comparación, el mejor y más grande exégeta de la historia de la
Iglesia Católica. Ninguno le hace ni siquiera sombra y es muy superior a los
Santos Padres[1].
Nadie debería asustarse ni
tomar a mal lo que decimos. Basta leer cualquier comentario al Apocalipsis de
algún Padre y se verá que sirve de muy poco hoy en día. Con respecto a la exégesis de las profecías, por regla general, reina una
gran variedad de opiniones, ninguna de las cuales es capaz de aquietar el
intelecto, mientras que Lacunza ha arrojado numerosísimos rayos de luz sobre
innumerables cuestiones[2].
Entendemos perfectamente
que aquellos que sueñan y divagan con la falsa esperanza de una próxima
restauración no quieran ni siquiera
oír hablar de la Parusía, pero para los tales les vendría bien reflexionar
sobre esta admonición del mismo Lacunza[3]:
“La seria consideración de
este gran fenómeno, después de observado con exactitud, podrá ser utilísima, en
primer lugar para aquellas personas religiosas y pías, que lejos de contentarse
con apariencias, ni deleitarse con discursos ingeniosos y artificiales, buscan
solamente la verdad, no pudiendo descansar en otra cosa. Mucho más útil pudiera
ser respecto de otras personas, de que tanto abunda nuestro siglo, que afectan
un soberano desprecio de las Escrituras, en especial de las profecías; diciendo
ya públicamente, que no son otra cosa que palabras al aire, sin otro sentido
que el que quieren darle los intérpretes. Unas y otras podrían quedar, en la
consideración de esta sola profecía, y en el confronto de ella con la historia,
penetradas del más religioso temor, y del más profundo respeto a Dios y su
palabra.
Desde Nabucodonosor hasta el día de hoy, esto es, por un espacio de más
de 2300 años, se ha venido verificando puntualmente lo que comprende y anuncia
esta antiquísima profecía. Todo el mundo ha visto por sus ojos las grandes
revoluciones que han sucedido para que la estatua se formase y se completase
desde la cabeza hasta los pies. La vemos ya formada y completa, según la
profecía, sin que haya faltado la menor circunstancia. Lo formal de la estatua,
es decir, el imperio y la dominación, que primero estuvo en la cabeza, se ha
ido bajando a vista de todos, por medio de grandes revoluciones, de la cabeza
al pecho y brazos; del pecho y brazos al vientre y muslos; del vientre y muslos
a las piernas, pies y dedos, donde actualmente se halla. No falta ya sino la
última época, o la más grande revolución, que nos anuncia esta misma profecía
con quien concuerdan perfectamente otras muchísimas, que en adelante iremos
observando. Mas esta última ¿por qué no se recibe como se halla? Quien ha dicho
la pura verdad en tantos, tan grandes y tan diversos sucesos que vemos
plenamente verificados, ¿podrá dejar de decirla en uno sólo que queda por
verificarse? ¿Por qué, pues, se mira
este suceso con tanta indiferencia? ¿Por qué se afecta no conocerlo? ¿Por qué
se pretende equivocar y confundir la caída de la piedra sobre los pies de la
estatua, y el fin y término de todo imperio y dominación, con lo que sucedió en
la primera venida quieta y pacífica del hijo de Dios?
No sé, amigo, qué es lo
que tememos, qué es lo que nos obliga a volver las espaldas tan de repente y
recurrir a cosas tan pasadas y tan ajenas de todo el contexto ¿Acaso tememos la caída o bajada de la
piedra, o la venida del Señor en gloria y majestad? Mas este temor no compete
en modo alguno a los siervos de Cristo, a los fieles de Cristo, a los amadores
de Cristo, pues la caridad echa fuera el
temor (I Jn. IV, 18)... Estos, por el contrario, debían desear esta venida
y clamar día y noche con el profeta: “¡Oh,
si rasgaras los cielos y bajaras! A tu presencia se derretirían los montes,
cual fuego que enciende la leña seca, cual fuego que hace hervir el agua; para
manifestar a tus enemigos tu Nombre” (Is. LXIV, 1 ss). A estos se les dice
en el Salmo II, 13: “Antes que se irrite y vosotros erréis el camino, pues su ira se encenderá
pronto ¡Bienaventurado quien haya hecho de Él su camino!”. A estos se les dice en el evangelio (Luc. XXI,
27 s.): “Entonces es cuando verán al Hijo
del Hombre viniendo en una nube con gran poder y gloria. Mas cuando estas cosas
comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se
acerca”. A
estos se les dice en el Apocalipsis: “Y el Espíritu y la Novia
dicen “Ven”
(XXI, 17). A
estos, en fin, les dice San Pablo (Fil. III, 20 s.): “En cambio la ciudadanía nuestra es en los cielos, de donde también,
como Salvador, estamos aguardando al Señor Jesucristo, el cual vendrá
a transformar el cuerpo de la humillación nuestra conforme al cuerpo de la
gloria Suya, en virtud del poder de Aquel que es capaz para someterle a Él
mismo todas las cosas“. Estos,
pues nada tienen que temer, deben arrojar fuera de sí todo temor, y dejarlo
para los enemigos de Cristo, a quienes compete únicamente temer, porque contra
ellos viene.
¿Acaso tememos las consecuencias de la bajada y caída de la piedra, esto
es, que la piedra se haga un monte tan grande, que cubra toda esta nuestra
tierra? O por hablar con los términos con que habla casi toda la divina Escritura,
¿tememos aquí el reino o el juicio de Cristo sobre la tierra? Mas, ¿por qué?
¿No están convidadas todas las criaturas, aun las insensibles, a alegrarse y
regocijarse, porque viene, porque viene
para gobernar la tierra? ¿No estamos certificados de que juzgará al orbe de la tierra con justicia y a los pueblos con su
fidelidad? (Sal. XCV, 13); ¿que juzgará el orbe de la tierra “no según lo que ven los ojos, ni según lo
que oyen los oídos”, que ahora falla muchas veces, “sino
que juzgará a los pobres con justicia, y fallará con rectitud en favor de
los humildes de la tierra?”
(Is. XI, 3) ¿No nos dan los Profetas unas ideas admirables de la bondad de este
Rey, y de la paz, quietud, justicia y santidad de todos los habitadores de la
tierra, debajo del pacífico Salomón? (Sal. XLV, XLVI, XLVII, LXV, LXXI; Is. II, XI, XXIV,
etc. etc.). Pues,
¿qué tienen que temer los inocentes un Rey infinitamente sabio, y un juicio perfectamente
justo?
¿Acaso tememos (y este puede ser motivo aparente de temor) acaso tememos
el afligir, desconsolar, ofender y faltar al respeto y acatamiento debido a las
cabezas respetables del cuarto reino de la estatua? ¡Oh, qué temor tan mal
entendido! El decir clara y sencillamente lo que está expresado en la
Escritura de la verdad; el decir a todos los soberanos actuales que sus
reinos, sus principados, sus señoríos, son conocidamente los figurados en los
pies y dedos de la grande estatua, haciéndoselos ver por sus propios ojos en la
Escritura de la verdad; el decirles, que estos mismos reinos son los inmediatamente
amenazados del golpe de la piedra, ¿se podrá mirar como una falta de respeto, y
no antes como un servicio de suma importancia? Lo contrario sería faltarles al
respeto, faltarles a la fidelidad, faltarles al amor que les debemos
ocultándoles una verdad tan interesante después de conocida.
Para decir esta verdad, no hay necesidad alguna de tomar en boca a las personas
que actualmente reinan; esto sí que sería una falta reprensible; pues no es lo
mismo los reinos actuales, que las cabezas actuales de los reinos; las cabezas
se mudan, pues debido a la muerte no
pueden permanecer; mas los reinos van adelante. Así como ninguno sabe
cuando bajará la piedra, ni Dios lo ha revelado, ni lo revelará jamás; así
ninguno puede saber quiénes serán entonces las cabezas del reino, ni las
novedades que en él habrá en los siglos venideros. Por eso el mismo Señor nos
exhorta con tanta frecuencia en los evangelios a la vigilancia en todo tiempo,
porque no sabemos cuándo vendrá: “Velad, pues, porque no sabéis
qué día vendrá vuestro Señor. Vigilad en todo momento. Lo que os digo
a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!“ (Mt. XXIV, Mc. XIII).
Ni a los soberanos presentes,
ni a sus sucesores, ni a sus ministros, ni a sus consejeros, ni a sus grandes,
les puede ser esta noticia del menor perjuicio; antes por el contrario, les
puede ser de infinito provecho si la creen, y dichosos mil veces los que la
creyeren; dichosos los que le dieren la atención y consideración que pide un
negocio tan grave; ellos procurarán ponerse a cubierto, ellos se guardarán del
golpe de la piedra, ciertos y seguros que nada tienen que temer los amigos,
pues sólo están amenazados los enemigos. Mas si la noticia, o no se cree, o se
desprecia y echa en olvido, ¿qué hemos de decir, sino lo que decía el Apóstol
hablando de la venida del Señor? “Como ladrón de noche, así viene el día del
Señor. Cuando digan “Paz y Seguridad”, entonces vendrá sobre ellos, de repente,
la ruina”. (I Tes. V, 2 s.). Las
profecías no dejarán de verificarse porque no se crean, ni porque se haga poco
caso de ellas. Por eso mismo se verificarán con toda plenitud”.
Y si lo que dice Lacunza no les basta, sepan que preferimos
mil veces quedarnos con todos los
Papas del siglo XX que nos advirtieron sobre la próxima Segunda Venida de Nuestro Señor, particularmente el mismísimo
Pío XII cuando dijo[4]:
“Nuestro deber, el deber del Episcopado, el del clero y el de los
fieles, es de prepararse espiritualmente por la plegaria y el ejemplo al futuro
encuentro de Cristo con el mundo”.
Notemos que Pío XII habla de un deber, de una estricta obligación en conciencia para todo Católico. Obligación
sobre la cual tendremos que dar rigurosa cuenta algún día.
Y más claro aún en su
bellísimo sermón de Pascua de 1957:
“¡Ven Señor Jesús! La
humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía tu
ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine como el día ¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan!
¡Cuántas almas se consumen por apresurar el día en que Tú sólo vivirás y
reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que
tu vuelta no está lejana!”.
Los tiempos en que vivimos
hacen imprescindible la lectura de Lacunza para poder comprender los
próximos acontecimientos y, por lo tanto, para poder estar preparados.
Que la lectura de Lacunza no sea para cualquiera lo
afirmamos terminantemente, es más, estamos convencidos que requiere un
conocimiento no mediocre de las Escrituras en general y de las profecías en
particular, pero lo que antes impedía su publicación por considerarse un mal
mayor, creemos que los tiempos en que vivimos nos urgen a tomar otra postura.
Nos parece que para poder
enfrentar los próximos acontecimientos nada mejor que prepararse con las armas
de las Escrituras y por lo tanto, con las de su mejor comentador.
Sepan todos cuantos han
tenido la paciencia de llegar hasta aquí, que:
“En estos tiempos la Espiritualidad será
Parusíaca o no será”.
Vale!
[1] Además de Lacunza, entre los
autores que hemos podido leer, nos parece que Van Rixtel y por supuesto, Straubinger,
son los mejores, pero ambos dependen indudablemente de él.
[2] Los ejemplos podrían multiplicarse casi hasta el infinito, pero un solo
nos bastará señalar ahora: nos parece que después de Lacunza, ya no es lícito
al exégeta Católico interpretar literalmente
la Mujer del Capítulo XII del Apocalipsis ni con la Iglesia, ni mucho menos aún
con la Ssma. Virgen; sin embargo los exégetas continúan copiándose unos a
otros y aplican el Capítulo XII ora
a la Iglesia, ora a Nuestra Señora, ora a ambos
contra toda violencia y protesta del texto.
[3] Fenómeno
I, conclusión.
[4] Palabras
al Sacro Colegio pronunciadas el 2 de Julio de 1942.