II
LOS CONCILIOS PARTICULARES
El presidente del concilio.
La acción conciliar de los
obispos no tiene lugar únicamente en los concilios tenidos o confirmados por el
Soberano Pontífice y cuya autoridad se extiende a la Iglesia universal.
Pero como el principado de san Pedro reproducido y representado en cada
una de las regiones del universo por la institución de los patriarcas y de los
metropolitanos, imprime al gobierno de las partes de la Iglesia, con la «forma
de Pedro», el tipo y la semejanza del cuerpo entero, así el misterio de la
cabeza y de los miembros, reproducido en sus circunscripciones, se expresa
también en ellas por las asambleas conciliares.
Y porque, en la Iglesia universal, la unión de la cabeza y de los miembros se declara
solemnemente y en toda su plenitud en el concilio ecuménico, es preciso que este
misterio de vida, guardando las debidas proporciones que convienen a colegios
restringidos, se muestre análogamente en la celebración de los concilios
particulares.
Pero importa grandemente
no perder de vista la naturaleza de la institución de las sedes particulares.
Esta institución y todo el orden de las circunscripciones inferiores que de ella
dependen tuvo su origen en la autoridad del vicario de Jesucristo y depende enteramente de su poder; esto nos induce a
hacer aquí dos observaciones dignas de consideración.
La primera es que el patriarca o el metropolitano no preside el colegio
parcial de los obispos de su dependencia sino en nombre y, por decirlo así, en
la persona de san Pedro, cuyo lugar ocupa, y por la pura institución del cabeza
de los pontífices, único que puede reproducir por debajo de sí mismo imágenes
de su soberanía.
El episcopado conserva así su prerrogativa esencial, que consiste en no
reconocer superioridad alguna que no sea la de Jesucristo y de su vicario, o
que no emane de ésta y la represente. Por esta razón, cuando falta el patriarca
o el metropolitano, el concilio particular se halla privado de su cabeza
natural. No obstante, podrá todavía reunirse, pero habrá que recurrir a la
célebre ley de la jerarquía de que hemos hablado en la segunda parte, según la
cual, en ausencia de la cabeza, el colegio entero está llamado a suplir su
falta por la virtud misma de la secreta y profunda comunidad de vida que se
mantiene entre ellos.
Todos los obispos que componen este colegio particular recogen, pues, en
común el cargo de suplir a su cabeza, cargo que ejercerán por el orden establecido
por el derecho de devolución.
El primero de entre ellos, que comúnmente será el más antiguo de ordenación,
presidirá la asamblea.
Sin embargo, no aparecerá a su cabeza como verdadero jefe y en calidad
de verdadero superior y de príncipe del episcopado, sino como el primogénito de
esta asamblea de hermanos, privada de la presencia del padre de familia.
Esto es ciertamente efecto
de esa gran ley que hemos evocado y cuya aplicación volveremos a hallar con
frecuencia. De resultas de la unión íntima y viva que existe entre la cabeza y
los miembros, el cuerpo entero no cesa de obrar en la participación de vida que
se derrama sobre él de la cabeza, aun cuando el signo exterior de esta
comunicación, es decir, la presencia manifestada de dicha cabeza, le sea
sustraído accidentalmente por algún tiempo.
En su lugar veremos que, por
una disposición semejante, el presbiterio de la Iglesia particular suple al obispo
ausente o difunto y ejerce la autoridad mientras está vacante la sede.
Por aplicación de la misma
ley, en una jerarquía superior, el episcopado de un colegio particular suple la
falta de su cabeza.
Los ejemplos son comunes y antiguos. En África se
reproducían sin cesar, debido a su dependencia de un único metropolitano, el
obispo de Cartago. En efecto, como este metropolitano tenía bajo su dependencia
hasta seis provincias, los obispos de cada una de ellas se reunían con
frecuencia separadamente en concilio provincial, y no teniendo en medio de
ellos a su metropolitano, eran presididos por el primero o el más antiguo de
ellos, llamado primado[1]
según uso de aquellas regiones.
Eran como concilios
siempre imperfectos, y en los que el colegio debía suplir a perpetuidad a su
cabeza ausente. Llamaban concilio plenario al concilio de todas las provincias
africanas reunido y presidido por el único metropolitano de Cartago. Este concilio plenario no era en el fondo sino un perfecto concilio provincial en
el sentido propio del término; en efecto, las diversas provincias allí reunidas
no formaban sino una sola provincia eclesiástica en todo el rigor de los
términos, la cual dependía de un mismo metropolitano, como también todos los
obispos de África estaban reunidos en un solo colegio por el vínculo de su
único metropolitano, única verdadera cabeza del episcopado de aquellas
regiones, mientras que las asambleas tenidas bajo la presidencia de los
primados no eran sino fracciones de aquel colegio y como desmembramientos de
aquel concilio.
Según esta doctrina, que
explica suficientemente la práctica de las Iglesias, se puede, pues, ver al
primer obispo de un colegio, llamado decano,
prototrono o primado, según el uso de los lugares, presidir el concilio de dicho
colegio en ausencia o a falta de su metropolitano.
Pero importa tener presente que aun en este caso no es la verdadera cabeza,
por lo cual tampoco aparece a la cabeza del concilio con la autoridad propia,
que corresponde a tal cabeza; hay que saber que hay siempre una diferencia
profunda e insalvable entre el poder que despliega el metropolitano y la
prerrogativa del primer obispo en esta asamblea.
Sólo el metropolitano ocupa el lugar de Pedro y representa la cabeza del
orden episcopal. Sólo en él, como en la persona de la cabeza, centro y principio
de la unidad y de la vida del cuerpo, se verifica el coronamiento de la
jerarquía.
Así, hasta el estilo de
los concilios particulares guarda esta impronta, y así como el Papa, cuando
preside en persona el concilio universal, para significar más solemnemente el
misterio de su autoridad, que desciende sobre todo el colegio y lo asocia a su
acción, hace decretos en su propio nombre, sacro
approbante concilio, así también los metropolitanos, en los concilios
particulares que presiden, toman frecuentemente decisiones en su nombre, approbante concilio, como otros san Pedro;
con esta fórmula asocian a sus sufragáneos y con su cooperación dan a los
decretos conciliares el carácter de actos propios de la autoridad metropolitana[2]. Éste carácter permanece
estable, y así se vio a san Carlos,
modelo de los metropolitanos y el eran legislador de los concilios
provinciales, reservarse la interpretación de los decretos, como decretos
verdaderamente suyos[3].
En el fondo, estos
decretos son obra común de los obispos -de todos ellos a igual título-, pero
son también obra del metropolitano a título singular que él solo posee como
cabeza de los obispos y vínculo de su colegio, sin compartirlo con ellos.
Así, mientras que el metropolitano puede dictar sus decretos en su
propio nombre, approbante concilio,
vemos en ello un estilo que el primer obispo, presidiendo en su ausencia, no
puede usar ni usó jamás, un poder que éste no puede en manera alguna desplegar.
No puede dar sus decretos como emanados
principalmente, y a título especial, de su autoridad particular. Aunque preside
la asamblea, no es en el fondo más que uno de los miembros del colegio y no le
corresponde manifestar con su intervención el influjo jerárquico de la cabeza
sobre los miembros. Todo su poder le viene de los obispos: es uno de ellos y no
tiene autoridad en la asamblea sino en su nombre. Pero nunca repetiremos
demasiado que el poder del metropolitano tiene un origen muy distinto, pues
emana de la Santa Sede apostólica; y el que está revestido de tal poder,
verdadero superior de los obispos, extiende sobre ellos una autoridad que no
viniendo de ellos se eleva por encima de ellos por su misma naturaleza y por su
origen.
A propósito de los
concilios particulares existe una segunda verdad que importa hacer resaltar de
la naturaleza misma de las circunscripciones eclesiásticas a que pertenecen y
de la institución de los patriarcas y metropolitanos que los reúnen.
Como esta institución
deriva originariamente de san Pedro
y de la Santa Sede apostólica, depende enteramente del Soberano Pontífice. Los
colegios particulares de estas circunscripciones no forman, a su vez, un cuerpo
distinto sino por el establecimiento de su metrópoli. Y así, por la esencia
misma de las cosas, toda la constitución
de las provincias y toda la autoridad que en ellas pueden ejercer los metropolitanos
dependen entera y absolutamente del Sumo Pontífice, que puede, a su arbitrio,
moderar o extender las atribuciones de las cabezas como de los colegios.
Aquí no se trata solamente
de esas puras limitaciones de ejercicio que el superior puede poner, en forma
de reserva, a la jurisdicción de las personas eclesiásticas sin afectar al
fondo de esta jurisdicción: aquí se trata de la sustancia, porque la
institución de las metrópolis depende enteramente y en su sustancia misma, del
vicario de Jesucristo, único que le
dio su forma y su origen.
[1] Este nombre significa en Africa el primer
obispo y es sinónimo de los títulos de prototrono o de decano en otras
provincias o en otros países. No hay, en modo alguno, que confundir a los
primados de Africa con los primados de las otras regiones occidentales, cabezas
de las grandes circunscripciones eclesiásticas y al frente de varios
metropolitanos, de los que se ha hablado antes. El primado era comúnmente en
Africa el obispo más antiguo de ordenación. Sólo en la provincia de Numidia
estaba ligado al rango de primado a una sede determinada, la de Cima o
Constantina. sin cambiar por ello de carácter y sin que tal sede fuera una verdadera
metrópoli. En otras regiones del mundo cristiano hemos visto análogamente cómo
el rango de decano o de prototrono no dependía de la edad sacerdotal, conforme
al derecho común, sino que estaba ligado por privilegio a ciertas sedes: en la
provincia de Roma, a la sede de Ostia; en la de Cantorbery, a la sede de
Londres; en la de Lyón a la sede de Autnn. etc.
[2] Es muy frecuente esta fórmula, u otras
equivalentes, de consilio; de consilio et assensu... He aquí
algunos ejemplos: Concilio de Tarragona (1244), Aguirre, t. 5, p. 193-194; Mansi
23, 604; Montpellier (1258), Labbe 11,
779; Mansi 23, 989; Tarragona
(1273), Tejada y Ramiro, Colección de Concilios, Madrid 1589, t.
6, p, 54; Riez (1285), Mansi 24,
575; Marténe, Thesaurus novorum anecdotum, t. 4, col, 191; Embrún (1290), Labbe 14, 1185; Mansi, 1063, Marténe,
loc. cit., col. 209; Colonia (1310), Labbe
11, 1517; Mansi 25, 230; Ruán
(1581), Labbe 15, 821; Mansi 34, 617; Reims (1583), Labbe 15, 884; Mansi 34, 683; Burdeos (1583), Labbe
15, 943, Mansi 34, 503; Trani
(1589), La Luzerne, Dissertations sur les Droits et Devoirs
respectifs des Evêques et des Prêtres dans l'Église, ed. Migne, 1844, col. 1295; Toulouse
(1590), Labbe 15, 1379; Mansi 34, 1320; Avignon (1594) Labbe 15, 1436, Mansi 34, 1530; Aquilea (1596), Labbe 15, 1472; Mansi
34, 1367; Narbona (1609), Labbe 15,
1574; Mansi 34, 1478. San
Carlos Borromeo había adoptada
este estilo para los concilios de Milán.